Buscar este blog

miércoles, 28 de mayo de 2014

DÍA DE PRE-ESTRENO: RESETEAR EL DÍA.


La frase informática se ha convertido con el paso del tiempo en una expresión usual en nuestra cotidianidad. Rehacer todo lo hecho por algún error o regresar al punto de partida, retrocediendo lo ya andado por un cambio de rumbo en nuestras vidas. La narración de Al Filo del Mañana (Doug Liman, 2014) también se apoya en este hecho, una y otra vez como si estuviera condicionada sobre una cinta de Moebius. En un futuro apocalíptico, la humanidad se encuentra amenazada por una raza alienígena. Sus falanges son los indestructibles miméticos que aniquilan el paisaje mundial a su paso. El protagonista no es un soldado, más bien es su farsa. El sargento Cage (Tom Cruise) nunca ha estado en el campo de batalla, siempre ha estado haciendo trabajo de oficina mientras otros se dedicaban a morir por él. Pero eso va a cambiar porque por avatares del destino, el publicista castrense se verá inmerso en plena vanguardia de una batalla. Y lo más sorprendente es que algo pasará en el ataque condenándolo a vivir el mismo día una y otra vez. El personaje es el motor del proceso reseteado antes mencionado. Cuando está a punto de morir se despierta, regresando al mismo sitio una y otra vez. La reiteración se convierte en el sistema narrativo de la diégesis como ya le sucediese al reportero Phil (Bil Murray) en Atrapado en el Tiempo (Groundhog Day, 1993) pero existe una diferencia genérica. Mientras la propuesta de Harold Ramis se apoyaba en la comedia, aquí lo estará bajo el estigma del género actioner y sus características. Una intentaba fabular jocosamente con la noción divina y la otra la connota seriamente. No tenemos que olvidarnos de la figura del señor Cruise. Si en Oblivion (Joseph Kosinski, 2013), mata a un dios, en Al Filo del Mañana quiere igualarse a uno mismo. Al principio es un cobarde pero más adelante, armado de consciencia jugará con ventaja con respecto a los demás actantes, convirtiéndose en demiurgo de sus acciones, ayudándoles en algunos casos o dejándoles al libre albedrio (incongruencia del guion porque no existe como tal en el mismo). El concepto divino persigue a este actor, o es él, a través de su cienciología, quién designa todos sus principios apoyándose en el cine como herramienta perfecta de publicidad para hacerlo. Reseteemos esta crítica.

Hemos dicho que la película está sometida a los vaivenes del género de acción y el comienzo de la misma es revelador a su propósito: contarnos una distopía. A través de una reel informativa del statu quo de la historia, se posiciona el contexto narrativo y la sumisión del espectador al mismo. Nos encontramos ante una producción hollywoodiense y todo tiene que estar bien masticado para una mejor digestión. Si el futuro que nos presenta el film es todo lo contrario a uno utópico, la mirada del espectador tiene que estar sujeta a una disciplina acomodaticia. La de aquel que va a contemplar un espectáculo de una manera pasiva mientras come sus palomitas y bebe su refresco. No actúa, no piensa sólo observa. En una sociedad distópica donde un gobierno autoritario controla al ciudadano, el cine se convertiría en una formidable forma de control. Y para este viaje cinematográfico en flashbacks hay que tenerlo todo muy claro para que aquel que haya pagado su entrada, no consiga frustrarse por no entender nada.
El paisaje bélico nos ayuda  a encajar la trama en una de “guerra” donde habrá muertes, violencia, comandos, misiones suicidas y mucha testosterona. Eso es fácil para el espectador. Hacerlo encuadrar desde el minuto primero en la historia. Pero existen curiosidades que podrían dejarlo fuera, como aquellos primeros planos, durando un par de segundos, donde se presenta a la teniente Rita Vrataski (Emily Blunt). Son como pequeñas interrupciones dentro de la plana narración que provocan un nimio desconcierto sobre el voyeur cinematográfico. Son fogonazos en el montaje que pertenecen al legado creativo del que se alimenta la película, la novela All you need is kill (Shueisha, 2004) de Hiroshi Sakurazaka. Y es que la inclusión del rol femenino es interesante porque es depositaria de la verdad, sabe algo que desconoce el protagonista por lo tanto la ubica por encima del héroe, y es utilizada como reclamo explicativo de lo que le está sucediendo. En un momento del metraje le llega a soltar al sargento Cage que no es un soldado, cosa muy cierta, sino un arma. La condición bélica construye, rearma al personaje y lo transforma en un arma de destrucción masiva. Para hacer frente a un super-enemigo, uno tiene que convertirse en super-soldado y ella lo es, solamente hay que ver las secuencias de batalla en las que emplea su espadón. Volvamos a resetear que de eso se trata.

El final de la película se sostiene sobre una sonrisa perfecta, la de Cruise hacia su compañera o es hacia la mirada del espectador. ¿Nos estará diciendo que ha conseguido su propósito? ¿Hacernos pasar dos horas y media a través de un montaje sincopado, viendo explosiones, mutilaciones o sufrimiento? ¿O por el contrario, de ver una historia donde podemos ser testigos de las numerosas muertes del protagonista, algunas de ellas chocarreras como la del camión que le pasa por encima, de la cual sólo oímos los gemidos del héroe? ¿Habrá dejado Cruise de tomarse en serio él mismo? Ojala. Reseteo final. Out.


domingo, 25 de mayo de 2014

HOJA APERGAMINADA. (XVI). SIMBOLISMO MISTERIOSO ETERNO.


El año es 1900 y para aquella época “El colegio Appleyard era todo un anacronismo arquitectónico en medio de la abrupta maleza.” Es la página 20 de la única edición traducida al castellano por Impedimenta de la novela de Joan Lindsay. Desde ese momento, el lector será testigo de una crónica, la sucesión de una serie de hechos que llevarán consigo un derrumbe existencial, la destrucción de un orden humano establecido por la enigmática presencia de la naturaleza que confabula con el misterio ocurrido en torno a un día de San Valentín, donde tres niñas y una institutriz de ese mismo colegio, desaparecieron sobre la planicie de una formación rocosa llamada Hanging Rock en la zona del monte Macedon en la provincia de Victoria, al sur de Australia. El apunte periodístico no sólo valida el relato, sino su punto de vista. En más de una ocasión la escritora nos lo recuerda como al comienzo del capítulo noveno, en la página 167, que se abre con un titular: “Niña hallada en la Roca. Encontrada heredera desaparecida”. O más adelante en la página 185, al comienzo del capítulo décimo, cuando nos recuerda que: “El lector que haya contemplado a vista de pájaro los acontecimientos que fueron sucediéndose…”. El objetivo es dar fe de unos hechos ocurridos pero transformando su diégesis con el fin de insuflarles una cierta dosis de inmortalidad narrativa como pocas veces se ha leído. El enigma fecunda la historia y se extiende a lo largo de sus más de trescientas páginas, transformando lo acontecido en una espesa niebla de duda y desconfianza.  Su forma de contarlo uniéndose a la realidad de la que se nutre, también estará constantemente recelosa jugando al juego de realidad o ficción. ¿Será verdad lo que pasó?
He citado al enigma de la desaparición como elemento capital, aunque quizás convendría resaltar su forma y no su fondo. El cómo describe la desaparición y no el suceso en sí. Si hubiésemos asistido a una trama policial al modo Christieniano o ConanDoyleniano, donde Poirot o Holmes al final resuelven el caso o se llega a saber lo que sucedió, quizás la novela de Joan Lindsay no habría sido catapultada a la fama desde su mismo año de creación en 1967. El misterio precisamente es aquello que no se llega a comprender del todo, aquel hecho que podemos empezar a entenderlo pero que a medida que empezamos a saber más del mismo, tenemos la irremediable desfachatez de saber menos, abocándonos a un mar de inseguridad y desazón que hacen perpetrar en aquel que se enfrenta al reto de su resolución, cualquiera que sea, un componente temporal casi eterno que lo perseguirá toda su vida. Existe variedad de ejemplos, incluso la escritora termina su obra rememorando uno “al igual que aquel célebre caso del Marie Celeste, no llegue a resolverse jamás”. Y es ahí, en su inconclusión donde reside su atracción. En la idea de la esperanza de que algún día alguien llegue un poco más lejos y, si no consigue desentrañarlo, al menos desvelar más cosas acerca de esas desapariciones. La película de Peter Weir del año 1975 se encargará de perpetuarlo.
Hemos descrito brevemente el suceso en sí pero habría que hablar de sus participantes porque en ellos, o en su construcción, reside una serie de pistas que nos puedan llegar a resolver el misterio o no. ¡Desempolvemos la lupa!


La trama está alambicada de una serie de actantes prestos a resolver el misterio (Michael Fitzhubert) o a complicarlo (la señora Appleyard). El primero acaba de llegar de la Gran Bretaña y será, junto con ayuda del cochero de su tío, Albert Crundall quien encontrará a una de las tres niñas desaparecidas. Inglaterra y lo que representa, es incapaz de encontrar ninguna solución pero si se alía con las fuerzas australianas puede obtener un cierto éxito en la búsqueda, aunque sea uno incomprensible. Podría decirse que eso es lo que pretende la autora, uniendo a los dos jóvenes pero hay más. La figura de la madre patria inglesa es determinante para la elaboración de la historia (ficción) pero también para sus márgenes (realidad) de la que es pasto. No podemos olvidarnos que la primera novela de la escritora (Through Darkest Pondelayo, 1936) es una sátira sobre el turismo inglés en la isla. Australia fue colonizada casi en su extensión por Inglaterra y su proceso erosionado fue duro y destructor (como todos los esquemas colonizadores) para las tribus aborígenes del lugar (Peter Weir habló de ello también en su film La Última Ola dos  años después de su exitosa adaptación del texto de Lindsay). Lo malo que trajeron los barcos ingleses, no solo fue su población sino su modo de pensar. Y si bien es cierto que la mayoría fueron presidiarios, también hubo un gran número de colonos, gente que decidió empezar de cero en un nuevo país. La estricta sociedad inglesa clavó sus raíces expandiéndose por el lugar, ayudando a civilizarlo pero no pudo con lo ignoto, lo atávico, las fuerzas indómitas naturales. La razón intentó enfrentarse a la sinrazón. Aquello que la cultura victoriana quería poseer, y por tanto dar una explicación, y que la aborigen no deseaba. Este choque de culturas más que de civilizaciones es crucial para intentar comprender algunos comportamientos de algunos personajes en la novela. El hecho confraternizado de Michael y Albert es revelador frente al de la señora Appleyard por ejemplo, que desde las desapariciones parece transformada. El actante representa un sistema clasista, autoritario y autárquico. Su manera de vestir, pensar (cómo dirige el colegio con mano de hierro) y la geografía del mismo ahogan a su población y nos anuncia que dicho sistema está a punto de hacer aguas. El cambio que sufrirá la señora Appleyard y su resolución, retornando al origen del problema, es revelador del lado simbólico de la narración. El universo periclitado del colegio con su abigarramiento arquitectónico y estructural es un buen ejemplo del simbolismo que rezuma cada página de la historia. Como si fuera un compendio de la escuela simbolista de finales del siglo XIX, su presencia disipará muchas dudas apoyándose en su juego fundamental, aquel asociativo de las palabras o de sus signos para producir la emoción consciente. Constantemente se hace alusión al sueño, a ese tiempo sin tiempo donde lo inconsciente se despierta. En la página 44, "no estoy dormida... Solo estoy soñando despierta." O la página 48 que dice "... se hallaban en esa hora en que la gente [...] tiende a adormilarse y a soñar..."
Sin duda, si tenemos que hablar de un rol que resume todo eso, el de Miranda es el apropiado. Agujero negro de la trama por donde todo será succionado, ¿desaparecido? Su presencia es aterradora pero aún más su omisión tras su desaparición. La joven ha dejado heridas en sus compañeras que la harán recordar durante toda la travesía narrativa. Miranda se transformará en un símbolo (¿un ángel?) de autodestrucción para la rigidez del colegio Appleyard, haciéndole desestructurarse y desmoronar sus cimientos. Existe un momento sobrecogedor en el interior de este libro, que también lo ha sabido exponer con acierto Weir en su adaptación cinematográfica, donde podemos vislumbrar un halo de luz que nos puede iluminar el discernimiento de lo que de verdad pasó ese día de San Valentín. Ocurre entre las páginas 226 y 230. Irma la única niña aparecida, regresa al colegio Appleyard para recoger sus cosas y despedirse. Va vestida con una capa escarlata y se adentra en el gimnasio del colegio. A partir del momento en el que sus compañeras la ven se produce un terremoto emocional, haciendo escindir, ya no sólo la ficción sino la realidad, provocando una sensación desagradable de recelo, agobio y violencia cuando todas deciden atacarla en manada, rodeándola y gritándola. La inocencia ha sido violada (la desaparición) y ese manto escarlata bien podría representar aquello a lo que a las otras todavía les queda por descubrir (por tanto celosas de su saber), la mutación de niña a mujer, el proceso menstrual como inicio desestructurado al mundo adulto. Un mundo por otra parte alejado de la ilusión, deseo y felicidad de la que hacía gala Miranda cuando se despierta al principio de la novela y que, otra vez más, su no presencia alumbra toda la trama de principio a fin.


miércoles, 14 de mayo de 2014

DÍA DE PRE-ESTRENO: LA MIRADA DE UN DIOS.


¡No sabéis lo que viene!... y nos mandará a la Edad de Piedra.

                                                    El ingeniero Joe Brody (Bryan Cranston) en la película.

Me tengo que sincerar. Iba con dudas a ver esta nueva versión de Godzilla (2014), sobre todo después de otras versiones con la misma especie o de igual carácter destructor. Además, si a eso le sumamos el detallito de la carpeta vacía como regalo en el pase de prensa por parte de la organización, enseguida puse a funcionar mi proceso subjetivo analítico relacionando su inexistente contenido con el que podía existir en el film. Pero todo se fue disolviendo, igual que esa espesa niebla que arropa al ser antediluviano en varias ocasiones en la película, descubriendo un producto digno, entretenido (me recordó a otro reboot, el de Star Trek de J.J. Abrams) y sobre todo confrontándome con una mirada. ¿Qué es el cine sino una mirada, un punto de vista?

O más que una mirada, su construcción. No nos engañemos, he empezado con una verdad, la mía. Nos encontramos ante un producto de entretenimiento cien por cien hollywoodiense, cargado de efectos especiales y visuales donde por primera vez se ha visto un uso correcto del 3D, aquel que no sirve absolutamente para nada salvo como cebo económico para las salas. Por lo tanto no estamos ante una obra maestra y con el paso de los años, quizás nadie hablará de esta película ni siquiera de esta crítica, pero eso no es óbice para que podamos descubrir pequeñas piezas conformando un puzle más que interesante, dejando a un lado los lugares, decorados artesanales o digitales que están a punto de ser detonados para el disfrute del vulgo. Existen ridículos momentos a lo largo de la narración que bien podrían haber sido eliminados, como la secuencia del tren que pasa por encima de la ciudad (tantas veces repetido en otras ficciones), donde el protagonista tiene que reforzar su papel de héroe, por sí no había quedado claro a la platea, y multiplicar su nivel de heroicidad rescatando a un niño que torpemente se ha separado de sus padres, y que destino narrativo por medio, regresa a los brazos de sus progenitores del mismo modo. Pero enfocándonos en esos minúsculos objetos que dan sentido a la trama, desperdigados a lo largo de la misma y reforzándola, puede que seamos capaces de disfrutarla de otra manera. Serían un reloj o un simple cartel de feliz cumpleaños los que nos avisarían del proceso constructivo que nos llevaría a esa mirada antes citada. Aparecen desde el principio, el primero sobre la palma de la mano del doctor Ichiro Serizawa (Ken Watanabe) y el segundo siendo arrastrado por la mano del niño (C.J. Adams) que luego será el protagonista. El tiempo como representación congelada de un hecho, la bomba de Hiroshima, que carga el personaje del doctor japonés durante toda la diégesis y el cartel como elemento sorpresivo hacia un padre demasiado ocupado en su trabajo. La sorpresa funciona como herramienta de suspense, que será el género por donde andará toda la primera mitad de la película. El niño escondido con su cartel de cumpleaños para que no le vea su padre, es aterrador. Su mirada lo dice todo, está cargada de miedo al fracaso de no cubrir las expectativas de su padre. Está ante su primer Gozdilla particular pero habrá más oportunidades. Más tarde la tragedia se cierne sobre la familia y será el propio padre (Bryan Cranston) quien observe el cartel carbonizado, colgado aquella fatídica mañana donde se produjo el escape radioactivo. Tenemos a dos personajes heridos y sus llagas reforzarán su presencia en la historia. Por un lado el japonés que perdió a su padre en Hiroshima y por otro el teniente norteamericano Ford Brody (Aaron Taylor-Johnson) que perdió no solo a su madre sino a su padre en la central nuclear. En ambos casos la energía atómica es la causante de la tragedia y también fue el origen metafórico de la primera película japonesa que inició todo la saga (Japón bajo el terror del monstruo, Ishirô Honda, 1954). Que sea un oriental y un occidental los que se ayuden frente a un peligro común no dice mucho, pero sí lo que descubrimos acerca del titán japonés. El director Gareth Edwards, curtido en el campo del documental y en la producción de bajo coste inglesa ya nos sorprendió con su primer salto (Monsters, 2010) en Sitges, y vuelve a hacerlo jugando con las perspectiva del aficionado al Kaiju y al que no lo es tanto. No estamos ante un nuevo Spielberg, cosa que sí parece que se ha convertido el señor Abrams y también en un nuevo Lucas por lo que nos espera. Aquí se juega con otro tipo de truco. La aparición de niños siempre son un problema pero Edwards lo soluciona rápidamente, cortando por lo sano. No le interesa lo más mínimo. De hecho no cuenta cómo se han encontrado el padre y el hijo y dedica muy poco tiempo al lacrimógeno encuentro con su mujer. Y aunque es cierto que se apoye en el compositor, Alexander Desplat, como lo podría hacer Spielberg con Williams, para regalarnos secuencias magistrales como la caída del comando, que nos recuerda con las luces rojas que más que descender a la ciudad de San Francisco, lo hacen al infierno apoyándose en una partitura atonalmente dantesca, que emula al maestro Ligeti, o cuando es rescatado el protagonista de las aguas, colgado como si ascendiera a los cielos, todo lo envuelve un manto sugestivo de irrealidad pocas veces visto en un film de entretenimiento puro y duro. Pero no estamos ante magia sino truco y a veces se nota. Se han aprovechado de la figura de Gozdilla (desde el primer tráiler que lanzaron) para hacernos creer que es el malo de la función (legado erróneo) hasta que nos damos cuenta que, más bien está para ayudarnos, es el sumo aliado humano (legado correcto, el de las películas de la Toho). Hablo de legado porque la película funciona como trasmisión generacional de aprendizaje entre un padre y un hijo, pero a su vez también es una prueba de fe entre ambos.


El hijo piensa que su padre se volvió loco al perder a su madre y está continuamente buscando excusas para saber la verdad de lo que ocurrió. Pues bien la verdad al final será revelada sobre una mirada de unos pocos segundos de duración. Es la mirada de un hombre frente a la de un monstruo. El hijo ve representado en el animal, ya no solo a la fuerza de la Naturaleza que estuvo asustando a generaciones de espectadores del siglo pasado, sino a la incontestable razón de su padre. Es refutar el hecho demente de que no estaba loco, que era verdad que había algo más en la desaparición de su madre. Gozdilla deja parte de la ciudad en ruinas pero se aleja sumergiéndose en sus aguas, regresando a una cierta calma. El orden retorna a la Tierra porque un dios ha venido a salvarla y también ese cruce de miradas son las correspondientes a dicho dios y a su adepto. 

sábado, 3 de mayo de 2014

DE PEREGRINACIÓN. (Y VAN TRES).



Regresé a la capital el día 10 de Marzo buscando apoyos en otros lugares y me encontré con varias sorpresas. La primera de ellas, una extraña tienda de cómics con un singular nombre:


Allí dejé cinco ejemplares de La Caída de Dundee, descubriendo un espacio donde los cómics, los libros y los juegos de cartas unidos con todo tipo de merchandising, se entremezclaban en esa tela de araña con el fin de entretener a sus acólitos. Si no la conocéis, id a visitarla os sorprenderá como a mí.
El siguiente objetivo fue uno que está creciendo expansionándose, ya no por todo Madrid sino por el resto de España y es...


...una auténtica franquicia del divertimento lúdico de calidad y buen servicio. Allí os espera La Caída de Dundee, en concreto la tienda situada en la calle Puebla muy cerquita de la Plaza de la Luna.
El último refugio de todo un buen aficionado, no ya de cómics sino del orbe fantástico y la fantasía es...


Y con esta parada y fonda obligatoria acabó mi odisea, hasta la próxima. ¡Gracias a todos por vuestro apoyo!