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miércoles, 29 de noviembre de 2017

Día de Pre-estreno. Coco. Los niveles textuales del Storytelling.


Viendo Coco (2017) pareciera que volviésemos al pretérito más inmediato. Por una parte, a esa época en la que Disney en el siglo pasado realizaba propaganda con sus postales cinematográficas, tipo Saludos amigos (Wilfred Jackson, Jack Kinney, Hamilton Luske y Bill Roberts, 1942) o Los tres caballeros (Norman Ferguson, Clyde Geronimi, Jack Kinney, Bill Roberts y Harold Young, 1944), con el fin de entablar o retomar relaciones con sus vecinos latinos. Y por otra, a ese tiempo en el que en España se oían las películas de Disney con otro acento, uno proveniente de los míticos estudios mejicanos Churubusco. Ese poder es el de la remembranza donde el cine es su alumno más aventajado. Efectivamente, la memoria y también su pérdida son los ejes temáticos de la historia de Coco, aunque existen otros igual de interesantes como veremos. Lo revelador del asunto es que el ejercicio no se muestra nostálgico sino más bien metafórico, acerca de la muerte.


Es más, lo melancólico podría incluirlo uno mismo, por ejemplo, al oír a Héctor hablar con Miguel, uno rememora el Baloo latino charlando con el Mowgli latino del Libro de la Selva (Wolfgang Reitherman, 1967), buscando el sentido de la vida en el seno de una relación paterno filial. Pero lo interesante es que en Coco más bien tendríamos que descubrir el sentido de su antítesis. Hablar de la Parca en determinados países puede llegar a ser problemáticamente aburrido, sobre todo en aquellos de índole cristiana, pero para eso poseemos una herramienta fundamental: la cultura. En este caso, el film de Lee Unkrich y Adrián Molina interpelan a la mexicana pero, curiosamente, de una manera periférica.
Empecemos por el contexto. La cultura mexicana está repleta de detalles óseos, mortuorios, que no tienen nada que ver con el tenebrismo europeo que envuelve a la muerte. El recorrido que hace Miguel hasta llegar a la plaza de su pueblo es un buen reflejo del sentido que tiene los mexicanos con respecto al asunto. Es una secuencia rebosante de luz, color y alegría. Y es que en México, la muerte no tiene por qué ser una finalidad sino un trasvase. Y por esa razón no existe un compromiso con la tristeza. El camino de pétalos de la flor de Cempasúchil, conformando un puente que une ambos mundos, es su metáfora. La muerte no es un final sino un cambio. En la película lo único que se podría representar como finito sería la memoria, o más concretamente, su pérdida como nos lo demuestra la secuencia del barrio marginal donde se adentran Héctor y Miguel en busca de una guitarra. Los residentes son aquellos muertos que están, literalmente a punto de morir, desaparecer, porque en el mundo de los vivos ya los han olvidado.  Tendríamos que detenernos un instante para citar el apunte social que subyace en forma de símil, reflejando la desigualdad fomentada en el desarraigo y el desprecio. O sin dejar la contemporaneidad, hablar de esa oficina de ingreso para declarar lo que entra y lo que sale. Auténtica aduana crítica al sistema inmigrante más reaccionario y conservador de aquellos países que gastan su dinero en forjar muros para crear sociedades ensimismadas.


Pero el homenaje al país azteca continua por donde sus más insignes figuras caminan como cameos (Pedro Infante, Jorge Negrete o incluso Cantinflas aunque la ropa de Héctor nos recuerde constantemente a él) o sus insignes ritmos (la fanfarria disneyana mutada al ritmo del mariachi con sus trompetas y redobles de guitarra, nada más empezar la función) sin dejar la arquitectura de las pirámides de Teotihuacán como centro de esos puentes que unen dos planos existenciales.


Ahora tendríamos que abordar el texto, ahondando en su instrumento fundamental: el guion, y deteniéndonos en una de sus características cardinales, la construcción de personajes. La bisabuela de Miguel representa el papel predominante de un matriarcado férreo pero no es la única. Ahí tenemos a Frida Kahlo o a la Doña, María Félix, paseándose por la narración y es que también tenemos a otro personaje draconiano en la tierra de los muertos, la tatarabuela mamá Imelda.


Ambos actantes ejercen sus funciones represoras forzando al protagonista a huir constantemente, tanto en vida como en muerte. Sus presencias conforman detonantes en el héroe que le permitirán seguir adelante, recordando su posición en esta piñata existencial. Somos lo que recordamos y  ejercitándolo a través de la memoria (posicionamiento combativo entre la posibilidad y su imposibilidad), estamos realizando un acto de fe retentiva. De eso trata el periplo de Miguel, de recuperar lo irrecuperable, de ir a dónde nadie ha estado antes a través de un viaje terriblemente inconsciente. El niño irá descubriendo cosas que ni siquiera antes se hubiera puesto a cuestionar, como por ejemplo su rebeldía ante su losa/familia, prohibiéndole tocar cualquier tipo de instrumento. Y esto nos conduciría hasta Coco. El personaje  se encuentra en casi todas las partes de la casa familiar pero de una manera equidistante, siempre al margen. Parapetada en los rincones de las estancias, casi efigie fantasmal del pasado, ubicada sobre su silla de ruedas. Es un personaje curiosamente episódico pero de vital importancia. A veces mostrada al fondo de un plano general fuera de foco y otras en primer plano, apunto de explotar la secuencia con su resolución.


También es un personaje decrépito. Ha vivido una vida y ahora, perdida en su olvido, espera su extinción. Estamos ante una figura simbólica de una caída y el guion lo metaforiza para desarrollar otro tema, el de la construcción del mito y su destrucción. Y lo hace francamente bien, casi sin proponérnoslo, haciéndonos ver una cosa cuando su realidad es otra. La idea de la representación en ese espectáculo de Ernesto de La Cruz para afianzar más aún su egocentrismo, deviene en crítica solapada a un tipo de narración latina: el culebrón. La ficción latinoamericana no puede desligarse del devenir social y político de un continente. La secuencia en sí es de una ingeniosa construcción, apoyándose en los elementos de la propia escena, como las cámaras que están grabando en directo el evento. La situación se planifica delante de los propios espectadores, testigos excepcionales del desvelamiento de algunas máscaras y la revelación de otras, intermitentemente en medio de una desenfrenada persecución por todo el backstage, conduciéndonos al desmantelamiento estructural de la historia. Como si estuviéramos asistiendo a una mala praxis de un episodio de cualquier telenovela, es el lugar indicado para ubicar el verdadero esqueleto (nunca mejor dicho) de la trama: el establecimiento de sus dos puntos de giro, muy próximos entre sí, otorgándola una prodigiosa anagnórisis. El primero de ellos sería cuando Miguel logra entrar en el palacio de De La Cruz y es salvado por éste en una piscina.


La figura del héroe hace acto de presencia. Sin pensárselo dos veces Ernesto salta y rescata de las aguas a Miguel frente a todo el mundo, que lo aplaude y lo reverencia. Estamos ante la escenificación del protagonista exageradamente melodramático, heredera de los culebrones ya citados, representando ya no sólo una figura sino también un valor: vivir la vida tan frenéticamente como uno pueda, alzándote por encima de los demás con tal de alcanzar el éxito. Puede que Ernesto de La Cruz sea uno de los personajes más egoístas que haya creado Pixar/Disney en años. No sólo en vida sino muerto todavía quiere ser el centro de atención. Aquí entraría en juego el magnífico truco: hacernos creer que estamos ante otro manido relato de superación (la lucha de Miguel por conseguir aquello que anhela cueste lo que cueste, heredera del punto de vista de Ernesto De la Cruz) cuando, lo que de verdad se está ensalzando no es la lucha individual, sino el trabajo en equipo, más concretamente, el familiar.


De hecho vemos a la familia de Miguel como una amenaza (sobreprotección) para después convertirse en inestimable ayuda (protección). Este primer punto de giro disfraza al guion de un tono conservador más propio de un Disney pasado pero estamos también ante una producción de Pixar. Y la ironía radica en esto. La construcción de los puntos de giro dentro de una estructura narrativa responde a un modelo clásico de tres actos. Pero en Coco se hace de una manera heterodoxa. Están posicionados muy próximos propiciando una doble anagnórisis. El segundo anuncia el tercer acto. Miguel y Héctor acaban en el interior de un cenote y es aquí donde la verdadera revelación se hará posible, donde el papel icónico de una foto rota empezará a jugar un papel decisivo en la trama hasta su mismo final, cuando se una la parte que la falta, invitándonos a quitarnos el velo que tenían nuestros ojos y a realizar un emotivo viaje psicológico al pasado (la fotografía tiene ese poder, paralizar el tiempo frente al cine que lo moviliza constantemente).
Coco, y con ella Pixar/Disney, marca(n) la diferencia con respecto al resto de producciones animadas. Algunos la creíamos un poco perdida pero seguimos en la estela de películas como Up (2009, Peter Docter y Bob Peterson). Coco te remueve por dentro y el resto de películas, ni siquiera llegan a la epidermis. Puede que compartan su perfección técnica pero no su sentido narrativo y Pixar, heredera de Disney en muchos aspectos,  puede llegar a mostrarnos los límites visuales en cada estreno,  pero siempre respetando la historia. El guion como faro por el cual la creatividad navega y no se convierte en lastre. Coco permanece, incluso después de encenderse las luces de la sala, mientras que otras ficciones desaparecen. Es el arte del storytelling. Miguel huye de mamá Imelda por unas escaleras. Al fondo la gran torre de De La Cruz guiándole en su destino. El niño tiene que llegar cuando antes y encontrarse con el famoso cantante. Se produce una pequeña conversación entre ambos y la estructura arquitectónica desenfocada centra la visión del espectador. Es una solución clásica de ubicación. Puede resultar ramplona pero es eficaz. Controlar en todo momento al espectador, aunque no lo parezca. El ejemplo de puesta en escena ratifica el subtexto, que el saber contar es fundamental y su construcción, elemental.




viernes, 17 de noviembre de 2017

Día de Pre-estreno. Liga de la justicia. Perdiendo la confianza.


No soy fan de los relatos superheroicos y menos de sus reuniones, aunque si defiendo la creencia en ellos. Son la quintaesencia de la esperanza humana. De hecho en la película, la muerte de uno de ellos prologando la trama, anuncia la presencia del desánimo entre nosotros. Existe una secuencia a cámara lenta, como no podría ser de otra manera en la filmografía del señor Snyder, que lo ejemplifica burdamente intentando justificar el miedo al inmigrante, y más concretamente al de origen islámico, con esa pérdida de confianza. Por eso los necesitamos, llamadlos como queráis. Su existencia nos ayuda a pensar, ya no sólo como entes protectores sino también como guías en nuestro devenir como construcción de modelos a seguir. Si bien no podremos ser como ellos, podremos llegar a seguir sus formas de pensar, de adoctrinamiento. En definitiva de lo que estamos hablando es de una forma de manipulación, como la llevada a cabo por el cine sin ir más lejos. Y eso hay que hacerlo bien, sin que se note mucho. La sutileza es un  sustantivo poco dado en la filmografía de Zack Snyder,  más propenso a la grandilocuencia pirotécnica visual, por eso no lo consigue aquí ni tampoco en sus proyectos anteriores. Aliándose con el enemigo, es decir con Joss Whedon, no va a disfrazar su fracaso. No se da cuenta que tiene entre sus filas a un ronin creativo muy bueno, sobre todo en el ámbito televisivo (Firefly, 2002-2003) que puede llegarle a hacer una nefasta sombra marvelita. Y es una pena después del camino recorrido desde El hombre de acero (2013) hasta esta Liga de la Justicia (2017) pasando por Batman vs Superman. El amanecer de la justicia (2016) o WonderWoman (2017).


No obstante, es de resaltar a ese Aquaman (Jason Momoa) pendenciero y sarcástico  o las dos horas justas de metraje, que son de agradecer frente a otros relatos de casi tres que se mostraban terriblemente tediosos. Si vas a destruir una ciudad hazlo deprisa, seguramente que sobre el guion ocupaba medio párrafo. También resaltaría a Flash (Ezra Miller), personaje metacinematográfico/televisivo que escenifica la adolescencia fan/freak dentro de la propia trama. Momentos gloriosos son aquellos en los que se intenta medir con Superman. O también el miedo al compromiso, cuando le cuenta a Batman (Ben Afflect) sus miedos antes de entrar en acción. Bruce Wayne solamente le regalará un consejo: que trabaje como siempre lo ha hecho. La consciencia de ser alguien muy diferente a los demás, no te da el derecho de endiosarte como lo harían los malvados de la película. Por otra parte muy flojillos, como ese homenaje al Tim Curry diabólico de Legend (Ridley Scott, 1985) con el rostro quemado de Steppenwolf (en la voz de Ciarán Hinds). Eso en cuanto a los actantes porque la historia, bueno, ¿os suena esto? Tres cajas, una para las amazonas, otra para los atlantes y una tercera para los hombres. El homenaje o la farsa, tolkiena no tiene ninguna gracia. Salvo aquella de comunicarnos sólo una cosa, que estamos ante un relato autorreferencial heroico, eso que hablábamos al principio. La necesidad de pensar en héroes para ayudarnos, desmitificándolos si hace falta (resaltando los rasgos humanos presentes en dos de los integrantes del grupo como ya he dejado claro anteriormente) y proponiéndoles un nuevo camino, la unión (tan de moda, ya no sólo con Los Vengadores prescindibles sino también con los imprescindibles Defensores televisivos) dejando atrás la lucha individual, aunque eso también puede acabar mal, como ya nos lo hizo recordar el propio Snyder en Watchmen (2009). La confianza es un don mucho más poderoso que ver a alguien volar o destruir un país y cuando la pierdes, eliminas todo aquello que la rodea: personajes, historia, recuerdo, nada.