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jueves, 29 de marzo de 2018

DÍA DE PRE-ESTRENO. READY PLAYER ONE. El Conjuro de la Creación.



Parecía un flashback pero al mismo tiempo un flashforward.”.
                                                             Steven Spielberg cuando leyó Ready Player One.

Anal rasrag, urbás besal, dogiel dienvé” transcrito al castellano y que en la película se usa para poner en funcionamiento un orbe mágico dentro de una especie de  matrix” llamada OASIS. Es una cita más en el interior de un universo pastiche que constantemente está fabricando referencias pretéritas narrativas. Apoyándome en el mismo, seremos testigos de  un vaciado extremo formal: uno de los avatares, Aech (Lena Waithe), está construyendo un coloso, igualito que el de la excelente película de Brad Bird, El gigante de Hierro (1999), ¿su finalidad? Transformarlo en un arma de destrucción masiva, todo lo contrario de lo que perseguía el titán animado que quería ser humano antes que arma. El plagio demuestra la aproximación errónea de este guiño cinéfilo. Su reflejo nos devuelve uno pervertido. No se está homenajeando la herencia cinéfila (que fue como empezó el propio Spielberg y su amigo Lucas) se está degenerando y lo más terrible de todo es que nos parece normal.


Bajo mi punto de vista existen dos formas de ver el film y ambas pasan por el tamiz de la (auto) cita, es decir, del conjuro de la creación. Ready Player One (2018), además de avisar a ese primer jugador  para que se prepare (como si se tratase de esa voz en off de los video juegos ochenteros del siglo pasado), de alguna manera habla de un despertar. De eso trataba también Excalibur (1981), film dirigido por John Boorman y primero en agenciarse el conjuro. Desde unos parámetros “jungianos” se centraba en  la idea de la conciencia del hombre, de su despertar dejando atrás una conciencia colectiva que lo retenía en un mundo ancestral (Guía para ver y analizar. Excalibur. M. C. Sanmateu Martínez. Editoriales Nau Llibres y Octaedro).  Su máxima representación era la figura del dragón (recordemos que el apellido de Arturo es Pendragon), y de cómo el hombre dejaba atrás ese recuerdo (mito) y despertaba a un nuevo mundo, uno bajo la sombra de una cruz (religión). El dragón no aparecía por ningún lado pero si sus efectos, una niebla como si fuese el aliento del ser mitológico o, en la propia estructura gramatical del conjuro, ese hálito de la serpiente (“Anal rasrag”). Si tuviésemos que elegir hoy a alguien que pudiese representar a ese tótem mítico, a ese dragón, para mí no habría duda. Sería el propio rey Midas, que ha hecho algo increíble con esta película: defenestrar el blockbuster que, irónicamente, él mismo ayudó a fundar con Tiburón (1975). La filmografía de Steven Spielberg representa, como ninguna otra, un vínculo con el pasado y una alianza con el futuro cinéfilo. Nadie como él para ubicar el homenaje o referencia en sus películas y que al mismo tiempo, se haya no sólo consolidado sino trasformado con el paso del tiempo, en referente multidisciplinar de otros. Ahora bien, lo interesante de su propuesta va por otros derroteros. Ya no hay cabida para la construcción, ni siquiera la reconstrucción (¿qué sentido narrativo tiene la secuencia en el interior del Hotel Overlook del film kubrickiano El resplandor (1980) si no es solamente el estilístico?). Con Ready Player One sólo prima la destrucción. El director ha llegado a su cul de sac creativo y por eso necesita la ayuda de alguien. La figura del fan se yergue: Ernest Cline autor de la novela en la que se basa el film y guionista de la misma. Vivimos una época postmoderna y su máxima representación bien podría ser la del “Uróboros” nórdico. Una serpiente que se come su propia cola, conformando un círculo perfecto, sinónimo de ahínco y esfuerzo eterno pero también inútil, ya que el ciclo se repite constantemente. Nos encontramos en un futuro donde la población está enganchada a la realidad virtual. En su interior son unos perfectos avatares cuyos objetivos son meramente dionisíacos, potenciando un escapismo cuyo valor lúdico da la espalda al verdadero problema de una sociedad drogada, extasiada con el culto al “yo”. Son unos actantes drogodependientes de una realidad banal que demandan otra, egoístamente más entretenida. Y es que la vida ya no interesa, sólo nos queda soñar despiertos digitalmente. La secuencia de las Torres y los interiores poblados por sus habitantes-mimos puede llegar a ser lo mejor de toda la ficción. Seres alienados en un mundo distópico y resucitados en otro utópico. Aquí el binomio Cline/Spielberg  podría haber optado por un camino más “orwelliano” y, apoyándose en ese mundo paralelo, realizar una crítica contumaz a un cierto despropósito referencial que estamos viviendo y sufriendo; al ninguneo cultural favorecido por un narcisismo al sujeto y a una carnavalización del capital, pero no, han optado por el ripio “uróborosiano”.
No tenemos que olvidar que estamos hablando de una película, un espectáculo, un entretenimiento formativo y es que el cine puede llegar a ser un encantamiento de vida y muerte (“urbás besal”). Un hechizo que nos anestesia como si fuésemos esos personajes del film, manipulados hasta la saciedad (las equivalencias en nuestra sociedad que las ponga quien quiera, existen muchas). Pero también coexiste otra opción. El cine también puede llegar a ser un reflejo de nuestra sociedad y una comprensión del mismo y puede que aquí resida, la segunda manera de ver el film, como si fuese un condicionamiento de nosotros mismos. A simple vista no podemos verlo pero si demostrásemos tener un poco de pa(ciencia), quizás observaríamos cambios sustanciales. Para mí existe una secuencia que ejemplifica lo dicho. Percival (otra conexión artúrica) avatar de Wade (Tye Sheridan) decide dar marcha atrás en una carrera donde el resto de pilotos marchan veloces hasta la meta.


El avatar se introducirá en un túnel que lo llevará a correr por debajo de la pista de carreras, siendo testigo no sólo de como los demás avatares van fracasando en su objetivo, sino viendo por dentro, en sus propias carnes digitales, como la carrera va generando los diferentes obstáculos en forma de iconos populares (desde el Tyrannosaurus rex de Jurassic Park (1993) hasta el mismísimo King Kong (1933). Es decir, Percival es consciente de la creación de la propia carrera al mismo tiempo que está sucediendo. Es consciente de su alteridad.  Ese tipo de sabiduría nos avisa de la importancia puesta en el análisis, porque lo que vamos a contemplar es un reflejo distorsionado de nosotros mismos. Y lo perturbador de la propuesta es que no tiene necesidad de apoyarse en ninguna coartada identitaria con el narratario. Son/Somos seres aburridos, infantiloides, ¿peterpanescos? Anulados y solamente preocupados en pasar al siguiente nivel. Si existiese algún mensaje cifrado en el interior de la historia, sería uno de revolución pero de  una gestada entre algodones (demoledora es la secuencia en la que los actantes asumen seguir como estaban pero dedicando un par de días a desconectarse de la virtualidad).
Y el conjuro termina con algo muy interesante: signo tuyo de creación (“dogiel dienvé”). Y es que una historia es el remanente de su propia creación. Como hemos dejado claro, en el film artúrico todo giraba en torno a la idea del despertar del héroe. Pues bien, Wade también despierta y quiere despertar al mundo de la realidad que encierra OASIS. El culto al protagonista cinematográfico le hubiese encantado al ego jungiano, uno que llega a convertirse en arquetipo pero que ya no relaciona un posible mundo interior inconsciente con uno exterior consciente, ya sólo le interesa vanagloriarse de uno virtual. Se dejan atrás los esquemas arcaicos para moldear las ficciones con sistemas binarios de ombliguismo. Llega otra cosa, un fenómeno que arrasa con todo lo demás. No hay salida posible salvo que te pongas una gafitas y empieces a soñar el efecto especial deseado.



Quizá no estemos tan lejos de esas torres donde vive hacinada esa sociedad del futuro y nos encontremos más cerca de ese ser humano que prefiere desinhibirse de la realidad, preocupándose  por una farsa. Todo un ejemplo de irresponsabilidad cívica. Ya hablaremos otro día de otro conjuro “Klaatu Barada Nikto”.

martes, 13 de marzo de 2018

UNA ODISEA FASCINANTE. EPISODIO TERCERO. EL SECRETO DE LA CREACIÓN.



Observar y caricaturizar. Mirar todo y a todos y pensar lo que les hace únicos.
                                                                                                                    Eric Goldberg.

El consejo que dio el codirector de Pocahontas (1999) a los jóvenes animadores en una de sus charlas nos abrió el telón para presentarnos a Christian, que dejó claro desde el primer momento su postura: “Nací con un lápiz”. Me explicó que de pequeño no perdió el tiempo y que cogía las Páginas Amarillas y empezaba a dibujar sobre ellas, aunque sus preferidas eran las Blancas porque no tenían dibujitos y todo era un campo blanco sobre negrita. Dejando a un lado la anécdota pero apoyándonos en la misma, su posicionamiento es revelador, para él “animar es crear vida”. Por eso, sin desmerecer como esencial la parte física de su trabajo, esto es, el conocimiento anatómico que lo emparejaría con el departamento hermano del Rigging, el acercamiento a un trabajo más psicológico operaría mejor en su proceso (muy recomendable es su canal de Youtube, Arte y Animación, presentando en algunos casos micro masterclass y en otros, apuntes prácticos pero muy elocuentes de su forma de aproximarse a su trabajo y de la labor que realiza, basta y ejemplar en el detalle parándose en lo más nimio pero también amparándose en la espectacularidad del medio). No anda muy desnortado nuestro animador. La palabra Animación proviene de una familia léxica latina que entronca con Ánima, que significa alma que conceptualmente simboliza el principio de la vida. Su trabajo consiste por tanto en uno que posee una sospechosa filiación de demiurgo. No solamente estamos hablando de la creación del personaje, su físico, sino también su interior, esa alma escenificada en un espacio y un mundo muy concreto. De alguna manera Christian, y no solo él (Glen Keane siempre ha dicho que es un actor con un lápiz), nos viene a decir que animar es actuar y para llegar a ese grado representacional, tiene que realizar un viaje místico a su rostro y su cuerpo. Esto que parece un homenaje al narcisismo es la clave de su sistema. Recordemos el detalle de los espejos de tocador en las mesas de los animadores o una pequeña sala adyacente al mismo departamento, empapelada de espejos donde habita el desaforo expresivo y la vergüenza se queda detrás de la puerta. Cuando finges, actúas, sientes y reflejas el sentimiento y un animador además de creérselo tiene que visualizarlo sobre su propio rostro o cuerpo. Una sonrisa o un alzamiento de cejas pero no es sólo eso. ¿Cómo dibujar una sonrisa ladina o un arqueo de cejas? Se trata de seguir un patrón para conseguir obtener el mejor resultado de una expresión fácil o corporal, de una manera precisa pero no forzada, natural y estética. Pero ojo, puede traer consecuencias en tu vida. Christian me dijo que su madre cuando ve algunas de las películas en las que ha trabajado como Planet 51 (Jorge Blanco, 2009), ve a su hijo en sus andares o en sus modos de expresión. Es como decía el gran  dibujante Al Hirschfeld: “Puedes conocer quien es tu amigo aunque este a cinco manzanas de distancia. Lo sabes por cómo se mueve, como carga sus hombros con su peso.



                                                                                                             CONTINUARÁ...


viernes, 9 de marzo de 2018

DÍA DE POST-ESTRENO. LA FORMA DEL AGUA. HACIA UNA ABSTRACCIÓN.


De lo que trata es de lo de menos […]. Lo que pasa con lo que trata es lo más importante.
                                                                                                          Guillermo Del Toro.

Desde el título se nos ofrece una entelequia y desde su misma génesis, ese piso de Elisa (Sally Hawkins) sumergido cual Atlántida emocional, su representación. El elemento líquido no tiene forma. Lentamente, como si se tratase de un rebobinado sensorial hacia atrás, las aguas vuelven a dejar el contenido sobre la superficie, el continente narrativo puede empezar. Elisa manipula en varias ocasiones el tiempo, bien preparando su despertador o su huevo electrónico, convirtiéndose en la garante de la parábola, es decir, su protagonista y, de esta manera, el escenario queda engullido en una abstracción sublime, la temporal: los años sesenta norteamericanos del siglo pasado. Pero no sólo en su contexto político (la guerra fría) o social (la supremacía machista), incluyendo el componente ideológico (el racismo, en palabras del director: “El otro simplemente existe por ideología, es lo único que te permite pensar en una rivalidad entre dos humanos, […] te permite la violencia, la separación”.  ), sino también en sus espacios. Ahí tenemos la geografía claustrofóbica de los apartamentos de Elisa y su vecino Giles (Richard Jenkins); lugares antitéticos donde el de ella bien podría representar al agua con sus humedades y tonalidades azuladas y el de él, al aire donde la calidez irrumpe en cada plano y donde el día es perenne, incluso en secuencias de noche. Ambas geografías comparten un mismo ventanal pero son distintas una vez que te introduces en sus interiores.


No podemos dejar de mencionar el “sanctasanctórum” Orpheum, donde se proyecta un cine dominguero, o los interiores del laboratorio gubernamental, proponiéndonos asideros estéticos/éticos para mostrar una realidad pre-fabricada: el nacimiento del concepto  bigger than life, de alguna manera alimentado por el american way of life. Existe un plano donde Elisa está esperando el autobús y está sentada al lado de un personaje orondo, que porta una gran tarta de cumpleaños rodeado de globos y completamente solo. Nada es gratuito en esta ficción nos lo recuerda Del Toro, “la película está ambientada en 1962. […]. En ese año se está cristalizando un sueño que nunca llega a realizarse. El sueño de la abundancia suburbana, de los coches, de la carrera espacial… América puede ser grande, aparentar un progreso.
Podríamos decir, por tanto, que el director azteca es uno esteta y su filmografía lo corrobora, realizada con esmero y dedicación a un género, el fantástico. Sus historias muestran cariño y devoción por una cierta artesanía narrativa que desnuda su pasión creativa. Son característicos sus golpes de violencia como esa porra electrificada que deja un reguero de sangre sobre el lavabo, pero también los de humor protagonizados por la “verborreíca” Zelda (Octavia Spencer), custodia de la comicidad de la historia con su despreciable “Brewster”, así como aquellos de una locura contenida inusitada como cuando el agente Strickland (Michael Shannon) se enfrenta a sí mismo delante de un espejo, mostrándonos su carácter esquizoide paranoico, y es que no tendría que extrañarnos que a menudo se apoye en los cuentos, palimpsestos narrativos excepcionales, para alegorizarlos. Guillermo nos advierte de su “modus operandi”: “La estética no es independiente del contenido, es parte del mismo en contar una historia, que es lo que dicta la forma de narrarla. […] La clave de una estética es que venga del contenido.” ¿Y cómo hacerlo? ¿Cómo mostrarlo? Muy fácil, insinuándolo.


Nos adentramos en lo abstracto. Y no me refiero al arte abstracto sino, más bien a una cualidad que deambula a lo largo del metraje excluyendo al propio sujeto del mismo. Existe un número musical que metaforiza el sentimiento de Elisa por la Bestia (Doug Jones). Esa secuencia responde a la representación subjetiva de la actante excluyéndola para contemplar su pensamiento. Es uno de esos momentos mágicos por donde se filtra el discurso artístico del creador. La estética da la espalda al texto. Es un hiato narrativo de tinte “brechtiano” consciente de un hecho: soñar dentro de una ficción. Ella sentada se arropa en la oscuridad y se formaliza el milagro. Un cambio cromático en el mismo plano, apoyado por un movimiento de cámara, muta su geografía en escenario musical. Y es que, más que el fantástico, habría que hablar de otro género, el musical. Regresemos a las palabras del mexicano: “Es un momento en el que USA se define a través de la mitología mediática, es decir, la transformación de cómo se mira así mismo un país a través de la televisión, el cinematógrafo o la música.”


Existen infinidad de planos donde los personajes están viendo un show musical o directamente un musical delante de una televisión, como si solamente estuvieran trabajando para malgastar sus vidas  en el poder catódico convirtiéndose en esclavos de una realidad alternativa. Una amable donde ellos mismos ejemplarizan lo contemplando, imitándolo perfectamente en pareja sentados o solitariamente, andando hacia el trabajo. Son seres felices, abstrayéndose de una realidad tormentosa que cuando tienen la oportunidad de relacionarse en sociedad, genera la tragedia, la exclusión racial o sexual. Pero todo eso cambiará a partir del momento en el que Elisa tome la decisión de rescatar al espécimen amazónico. Esa representación banal, cotidiana, bañada en neón, se disolverá en pos de la acción. El espectáculo da comienzo. El suspense hace acto de presencia en el desafío. La espectacularidad otorga una fidelidad en el espectador clásico, más interesado en la trama de espionaje ruso, o de sí podrán salvar a la Bestia de las garras del agente Strickland. Y es en ese momento cuando el relato permite más imperfecciones, naufragando sus intenciones en determinadas situaciones, forzándolas. Como el momento en el que el doctor Hoffstetler (Michael Stuhlbarg) delata a aquellas que había subido al olimpo de la bondad por haber rescatado a la Bestia. Pero también aprueba otras excepcionales, como la anagnórisis que sufre Giles optando por un bando, después de haber comprobado que él también pertenece al otro lado, a la otredad, junto con Elisa y su compañera negra, Zelda  y de la Bestia, alegoría mítica del “otro”. Y es que La Forma del Agua, siendo una historia de amor, también habla de la aceptación del otro. De la tolerancia y su compresión, ya seas hombre o mujer, ya seas humano o monstruo, de la índole sexual que seas. Al fin y al cabo, el reconocimiento es el saber más abstracto que nos rodea.