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domingo, 22 de julio de 2018

"ANIMANDO" EL VERANO. EN DEFENSA DE UN CONTINENTE HONRADO.


Ya estamos en verano y eso, para algunos, significa solamente una cosa, vacaciones. Descanso, laxitud y esa “nada” metafísica que nos envuelve y que también se puede yuxtaponer a una metanarrativa cinematográfica. Y es que siempre se ha considerado a esta época como una de las estaciones más flojas, mutándose en un cajón de sastre de la nulidad creativa más exacerbada, pues bien ha tenido que ser la Animación, otra vez, quien nos ha desperezado del tedio estival. Y lo ha hecho con dos propuestas, que sin convertirse en películas perfectas consiguen, en algunos aspectos, entretener honradamente al vulgo.  El adjetivo construido adverbialmente no es anecdótico sino premeditado. Una es una producción alemana y la otra, norteamericana. Quizás la primera sea la más arriesgada, aunque siga a rajatabla las coordenadas del cine mainstream hollywoodiense en casi todo su metraje y la segunda, auspiciada por las reglas de una saga en la que se está transformando, también. Estoy hablando de Luis y los Alienígenas (Christoph y Wolfgang Lauenstein) y de Hotel Transilvania 3 (Genndy Tartakovsky). La primera llevaba a cabo por dos hermanos que están empezando en esto, aunque hayan hechos cosas como la animación de la parte onírica del film The Fall (Tarsem Singh, 2006), y la segunda realizada por un conocido hombre de acción, sus primerizas Guerras Clon (2003-2005) son ejemplares al respecto, por citar algo que quizás el neófito animado desconozca independientemente del éxito cosechado en Cartoon Network.




La historia de Luis es la del weirdo o si se quiere, la del friki del barrio. Pero detrás está la estructura narrativa de la figura del perdedor. La identificación con el espectador es eficaz desde el minuto uno, cuando la soledad del niño lo acompaña en el interior del autobús escolar, después de una excursión. Uno a uno sus compañeros van siendo recogidos por sus padres pero a él, solo le espera una bicicleta a punto de reventar de camino a casa. Luis lo tiene asumido desde muy pequeñito, su padre está en las nubes literalmente y es en el hogar donde mejor se pueden analizar las heridas. Detengámonos en el primer continente o veamos la forma. Es algo que me fascina, ya sea dentro de una película o entre las bambalinas de una obra de teatro, sin olvidarnos del interior de una novela o en la mirada puesta sobre una pintura. El cómo dice el autor las cosas más que el qué, o cómo lo vemos plasmado en un escenario, escena o ambiente creado, son de vital importancia para su inmersión total en su historia, incluso en algunos casos, hasta la salva de la quema crítica. El escrutinio de la observación puede regalarnos la(s) posibilidad(es) narrativa(s). Aventurarnos y perdernos en su geografía nos vaticina el desenfreno del entretenimiento, al menos lo que dura la estadía de la acción de sus actantes. Pero además insufla un hálito verídico, y por tanto, empodera la posibilidad de un contexto circunscrito al relato, hasta llegar al paroxismo de llegar a creer que lo que vemos o leemos es realmente lo que pasó, o así fue como sucedieron los hechos, desprestigiando a la propia realidad sosa que nos ahoga diariamente.




La casa de Luis lo fagocita y con él, a nosotros. Si existe un ejemplo paradigmático de lo dicho, sería otro film animado que tiene a una casa y a sus objetos que la habitan como protagonista de su ficción, Up (Pete Docter, 2009). Bien, la geografía de la casa del protagonista es de una minuciosidad extrema y el detalle nos ayuda a comprender mejor las motivaciones de sus habitantes y facilita, aún más, su tipificación sentimental. El caos reina en el hogar y eso es de agradecer frente al orden impoluto de otros interiores, como el de  la casa de enfrente, y es que la casa de Luis resiste la moda arquitectónica de la de sus vecinos, que parecen construidas en serie (¿les suena de algo las típicas urbanizaciones de allí y de acá?). Las colecciones de volúmenes apilados sobre la escalera o derrumbados, desperdigándose por el salón, el empapelado desconchado de sus paredes, son ejemplares de una dejación por parte del padre de Luis y caracterizan la ausencia de una tercera persona. 


Después del proceso de identificación cabe su desarrollo. La curiosidad ya está justificada sobre lienzos donde aparecen tríos familiares. Luis ha perdido a su madre y vive con un padre ausente. El concepto de pérdida desafía la realidad y hace naufragar al que la sufre. Quizás la muerte de la madre/esposa haya escindido las relaciones internas entre ambos (no es baladí la crisis entre “lo masculino” del orden familiar, paradigma peterpanesco) pero, y aunque parezca una manera deprimente de empezar la historia, el guion nos disipa la duda. No nos encontramos ante ese tipo de historias lacrimógenas. El padre de Luis, en su niñez, sufrió casi una abducción y eso lo marcó de por vida. Toda la parafernalia presentada en aquellos objetos que nos recuerdan al universo ovni, incluyendo el telescopio, nos anclan a ese pasado en el que el progenitor parece fosilizado. La narración también incide en ese pretérito, cuestionando el trauma paterno, posicionándolo en un contexto woodstockiano de sus padres, los abuelos de Luis, que se toman la abducción a guasa mostrándose muy “sueltos”, por lo tanto, quizás lo soñase o no en cualquier caso, lo que se nos rebela es una premisa narrativa en la que el padre de Luis es el verdadero Friki y no su hijo, que simplemente ha heredado la tara y afronta sus consecuencias. Luis, por tanto, es el guardián de su padre y el defensor de sus causas perdidas. 


Podríamos seguir hablando de otras cosas pero entraríamos en el reino del ripio, desde las situaciones enrevesadamente estúpidas, como la presentación de los alienígenas y su objetivo que los traen a nuestro planeta, hasta el consabido romance velado, pasando por set-pieces de rocambolesco ritmo con el único fin de establecer una serie de niveles de producción y efectos especiales comparativos con otras propuestas. No obstante la singularidad se deja ver en algún que otro momento promoviendo la gratitud, como la persecución en el supermercado, que bien podría ser otro continente, o la secuencia en el interior de la casa del vecino, auténtica “puerta abatible” wilderiana de la confusión, que ayudan a introducirnos en una propuesta desigual pero eficaz con sus propósitos. Pero tenemos que hablar de más continentes, y al hacerlo con la propuesta de Genndy Tartakovsky, hay que citarlos en plural. Inmovilizándolos, observaremos la clave de su historia: la carencia de toda pretenciosidad. Su tercer Hotel Transilvania se lleva la palma desde ese prólogo en el interior de un vagón transilvano, donde aparecerá por primera vez el archienemigo de la troupe de monstruos, el profesor Van Helsing. La riqueza visual en la descripción del interior confraternizada con el look “cartoonesco” de los pasajeros, y aventura a mostrarnos la marca de la casa en todo lo que hace su director. La inmersión es apabullante, el traqueteo rítmico del tren, antecediéndonos una lección magistral de montaje de reacciones “Eisensteinanas” entre Drácula y Van Helsing, es fabuloso. Lo subrayo, la construcción de la película, o más bien, su idea de montaje está en todo su metraje y el disfraz de la peripecia(s) se torna anecdótico(s). La pedantería está muy sobrevalorada últimamente y cuando alguien nos cuenta algo, y sobre todo el cómo, sin subterfugios, sin rodeos, directo al centro mismo de lo que quiere relatar, con alguna que otra concisión (el momento “Macarena” derrumba todo lo que estoy diciendo pero también lo emparenta con su lógica narrativa interior), es de agradecer. Pero aún hay más. La premisa argumental es la de desubicar a Drácula de su tedio laboral como gerente del Hotel y hacerle disfrutar de unas vacaciones en un crucero. El viaje se nos presenta como una huida de la monotonía diaria hacia la aventura, con una serie de secuencias pasables en su contenido, ya sabemos cómo van acabar, dejándonos  unos continentes verdaderamente fascinantes para su exploración.



Veámoslos, es lo único que merece la pena, al fin y al cabo ese es el objetivo pero es uno también honesto. Tartakovsky no engaña, su historia acerca de enamorarse, o mejor dicho según sus palabras, cómo sobrevivir a ese sentimiento, no pretende contar algo más por encima de sus dibujos. El Triángulo de las Bermudas es el primer peaje que tenemos que pagar en esta odisea. El humor se va construyendo en situaciones que se entrechocan, donde la causa y el efecto a veces son indistinguibles, y una buena escenificación es el diseño de este particular continente, conformado como pirámide de aviones y pecios destartalados, desaparecidos durante décadas y que confluyen en un punto del océano en plan “Torre Babilónica” donde reubicar la situación y redirigirla a destinos inciertos. Pero para acceder a ese lugar misterioso, tenemos que hacerlo con la invitación más obscenamente irresponsable de la función, la aerolínea Gremlin. 


En su interior se vuelve a repetir el mismo esquema que en el vagón de tren del principio, por otra parte, mostrándonos una de las características del slapstick, su reiteración. Y es que nos encontramos en el interior de un constante homenaje a Tex Avery, Chuck Jones o Walter Lantz, y a todos aquellos míticos animadores de los que se fue alimentado Genndy Tartakovsky en sus sobremesas televisivas, y que también se alimentaron otros, como los creadores de Aterriza como puedas (David y Jerry Zucker, Jim Abrahams, 1980), por mantener un símil justificable. A cada plano interior del derruido aeroplano, le viene su respuesta salvajemente cómica con un plano exterior de consecuencias peores. El absurdo se convierte en acompañante de la historia y lo abstracto se hace patente en los diálogos y situaciones que sufren sus obnubilados pasajeros.



Por último tendríamos que hablar de la meta, ese continente enigmático por antonomasia, la milenaria Atlántida. Aquí se nos cae el telón de la función. La idea muta en solución genialmente descabellada. Aquello que ha permanecido en la sombra de exploradores y conspiradores; aquello que ha ido alimentado todo tipo de teorías extraterrenales acerca de sus orígenes y saberes, todo es una farsa. Por fin el misterio se desvela. El fondo nos cuenta el artificio y el continente su verdad. Drácula y Ericka tendrán que pasar una serie de pruebas en el interior de la ciudad sumergida para encontrar un objeto, como si se tratasen de una pareja de “indianajones” muy particulares. A cada éxito resuelto se le concatena su resolución. El diseño de las sucesivas criptas a las que tienen acceso por los mecanismos más estrafalariamente deliciosos, se van agolpando en la retinas hasta comprobar el destino final, no como un lugar derruido y olvidado del tiempo, sino como un… ¡casino! a lo Vacaciones en el Mar (The love boat, 1977- 1987) o si se quiere a lo Frank Sinatra, personificado en un Kraken muy sui géneris



Hasta aquí los continentes, y aunque parezca separarlos de sus contenidos, nada más lejos de la realidad, ya que ambos términos son complementarios. Su descomposición nos llevaría a una abstracción brutal, imposibilitando cualquier análisis: para decir algo (fondo) necesitamos utilizar las palabras (forma) y sus giros sintácticos, sino entraríamos en el reino de la patochada, auténtico continente deshonesto.