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lunes, 29 de octubre de 2018

Día de pre-estreno. Lázaro feliz. Un viaje a la literalidad de ciertas imágenes.


Un grupo de aparceros vive enclaustrado en un sitio llamado Inviolata. Ni siquiera es un pueblo propiamente dicho pero han creado una comunidad en cuatro casas. Sin violar sería la traducción literal, sin tocar, o en pasivo, sin ser tocada. La utilización del tiempo verbal es muy sintomática con respecto al personaje de Lázaro (Adriano Tardiolo). Es un sujeto que recibe la acción, obedeciéndola pasivamente y es que la película de Alice Rohrwacher quiere ser fiel a algunas imágenes y como veremos lo hará de una manera sencilla, no apoyándose en atajos y yendo por el camino recto en busca de esa fidelidad visual. Esa finca anclada en un pretérito, cuasi medieval, estuvo conectado con la sociedad pero hace mucho que el puente que los unía quedó destruido y el contacto desapareció. Existe un plano donde sobre el techo de una habitación hay un dibujo que enseña esa conectividad pictórica. No sé sabe por cuánto, pero los habitantes de ese refugio custodiados por una señora feudal, siguen viviendo, ya no como les podía haber enseñado una cierta tradición, sino cómo se las han impuesto a (sobre)vivirla.



La secuencia del lavado de cerebro viene al caso. La marquesa de Luna (Nicolleta Braschi) lee su “contrato feudal” a unas niñas sometidas a esa comuna que controla. Es importante comprender este tipo de literalidad que abarca a los personajes y a su diégesis, ahora bien, quizás no éste a la mirada de todos, ni siquiera a la mirada de un primer visionado. Ahí radica su interés, a una riqueza que no apabulla y que va informando sutilmente percutiendo a la narración, como esos planos cenitales casi procedentes de otro mundo (sobre todo para los habitantes de Inviolata), dignos de Tarkovski, al anunciarnos la presencia de un helicóptero. No será la primera muestra referencial de la directora. Y esto ayuda a construir la parábola llevándola por otros derroteros, pero insisto, siempre adheridos a una ontología de las imágenes. La imagen cinematográfica trascendental, erigiéndose en significante que se extiende a otras cosas. Por lo tanto no estaremos ante una ficción que se apoye en un montaje constructor de secuencias de una complejidad vacua, pero si estaremos asistiendo a paradojas internas dentro del propio plano. Por ahí se filtrará el componente fantástico, coexistiendo dos tiempos diferentes, pasados y presentes continuos de la historia. ¿Y qué nos dicen las imágenes de Lázaro feliz (2018)? Pues mucho con poco. La primera secuencia nos habla de una reunión, pero no una cualquiera, es una especie de pedida de mano bajo otra sombra cinéfila. Es el encuentro “pasoliniano” que nos evoca a esa primera reunión de Mamma Roma (1962), ya no sólo por lo que vemos, incluida la presencia de un animal (en nuestro caso es una gallina pero en el del director boloñés, era un cerdo) sino por los rostros que observamos. Son auténticos, como los que rescataba Pasolini en sus narraciones buscando la faz, casi etnográfica en su tratamiento, social y cultural.



Salvo algunos papeles protagonistas, podríamos decir que las ficciones de Rohrwacher siguen ese patrón en cuanto a la caracterización. Ya en su primera ficción de largometraje, Cuerpo celeste (2011), nos invitaba a un viaje astral por la interpretación (contrario a la literalidad), de la fe y sus rostros, sobre todo el de  Marta (Yle Vianello), sintetizado la pureza de la incomprensión de los actos religiosos. La búsqueda de un rostro “puro” también como elemento de autenticidad, sin olvidarnos que esa autenticidad  también se nutre de una literalidad sensitiva y sensorial. La simpleza de la puesta en escena, sin alardes técnicos, en algunos momentos rozando el documental, mejora esa forma de narrar. Vamos descubriendo a la par que lo hacen los propios personajes, pero aquí Rohrwacher juega con ventaja, otorgándole al espectador la información que niega a su personaje. Lázaro se despierta y camina hacia la mansión de la marquesa y ve a unos hombres llevarse cosas del interior. El espectador sabe que no son unos transportistas como le dicen al protagonista, que se lo cree a pies juntillas. Caminamos de la mano de un inocente, como el resto de la comunidad donde proviene. Si  bien es cierto que dentro de la comunidad se ha establecido una cierta jerarquía ignorante, siempre desde la base del desconocimiento, desde el cercenamiento (de eso se encargará la marquesa) de la curiosidad y reprimida bajo el miedo. Por lo tanto, los personajes no están sometidos a una ética o moral, sino más bien, se encuentran en un limbo conformista con lo que creen saber tener a su alrededor. Es espectacularmente llamativa la secuencia del éxodo en la que son ayudados a pasar un riachuelo porque tienen miedo a hundirse.



Todo esto se ha generado en la historia debido a la idea de un (auto)secuestro por parte de Tancredi (Luka Chicovani), el hijo de la marquesa, el cual involucrará a Lázaro para poder llevarlo a cabo. Aquí la ciudad conoce al campo, la malicia a la bondad, el artificio a la verdad. Personajes equidistantes socialmente pero juntos narrativamente. Tancredi no deja de pedir, es un personaje voraz, nunca tiene suficiente, Lázaro no deja de ofrecerse, es un personaje moderado. El primero se aprovechará del segundo constantemente pero no solamente él. A Lázaro le toca hacer de todo y ayudar a todos y ante esta construcción de la bonhomía, el grupo se saciará de ella. Es descarado lo que le dice el patrón, Nicola (Natalino Balasso) a los demás poniendo a Lázaro como ejemplo de servidumbre. Sus  mismos compañeros también se beneficiarán del protagonista, incluso llegando a ningunearlo cuando no lo necesiten. Hay un diálogo entre mujeres y de pronto, oyen un ruido y una de ellas pregunta que quién es y otra, mirando a Lázaro, contestará que nadie. El film puede llegar a ser cruel en algunos momentos, sobre todo cuando se alía con la metáfora. La secuencia de la subasta de trabajadores, casi todos inmigrantes, deja al descubierto una sociedad excluyente, “ombliguista” y descaradamente clasista con el otro y más, como corren los tiempos, si es de fuera. Existe una conversación entre la marquesa y su hijo interesante. La madre le dirá que el campesino es consciente de su situación y, de algún modo, se resguarda en la misma a lo que Tancredi la contestará que puede haber otro tipo de persona (está pensado en Lázaro) que piense de otra forma, una desinteresada, a lo que la marquesa contestará que eso es imposible.



Puede que Lázaro escenifique esa imposibilidad. El grupo social castiga la bondad. Será en un banco, precisamente, donde descubriremos a los lobos con piel de oveja. Nos encontramos en un contexto contemporáneo, en un lugar común del siglo XX , pero la acción, el castigo, bien podría retrotraernos a un sacrificio milenario. Lázaro posee un tirachinas que le regaló Tancredi y lo tiene en uno de los bolsillos de su pantalón. Cuando uno de los empleados de la sucursal bancaria se percate del extraño bulto, preguntará a Lázaro si tiene un arma, y éste le responderá que sí. El miedo se adueñará del espacio para después, darse cuenta sus habitantes, que lo que creían que era una pistola es simplemente un tirachinas. El corrillo de gente va rodeando al desnortado joven. ¿Hubiesen preferido que Lázaro tuviese intención de robarlos, y en el peor de los casos, herirlos o matarlos? ¿Hubiese sido justificable entonces el  acto violento? ¿O entienden la situación como una broma y deciden actuar por su cuenta? No será que ante la opción de construir una secuencia de un atraco espectacularmente realizada, deudora de un determinado tipo de cine, la directora haya optado por una decisión más aferrada a lo que las imágenes son, a lo que nos enseñan, y no a aquellas que juegan con un tipo de posibilidad.



viernes, 5 de octubre de 2018

CONTRA EL VACÍO.


Lo peor de empezar una nueva escena es que tienes que hacerlo con un trozo de papel en blanco. Y no hay nadie más que te pueda ayudar. Tienes que empezar tú mismo […]. En las películas de imagen real, tienes a Robert Redford o un decorado maravilloso, pero nosotros empezamos con nada.”
                                                                                                                   Ollie Johnston.

Existen dos métodos creativos miméticos. Ambos tienen las mismas herramientas, uno palabras y el otro, líneas de acción. También a la par requieren de disciplinas, enfoque y perseverancia, y comparten a un mismo enemigo común: el vacío de una hoja de papel. No es un adversario fácil. La blancura del folio deslumbra la intención, desenfoca el objetivo pero al mismo tiempo alimenta la inquietud, sopesa las opciones y vislumbra la oportunidad. Existe un contratiempo, no se llega a su fin instantáneamente sino con mesura, disfrutando a cada paso. Proponiendo pactos subversivos, quizás rozando el carácter mercenario, pero nunca traicionando el propio periplo en el que decides embarcarte, aunque a veces su destino sea el inesperado, y por tanto, el más gratificante.
El pasado día dos de Octubre, tuvo lugar una “masterclass” con Eric Goldberg en el espacio COMO de Madrid. El título del evento era la celebración del nonagenario Mickey Mouse. Ha llovido mucho desde el cortometraje, sobrevalorado hasta la saciedad, (cualquier Silly Symphonies fue mejor) Steamboat Willie (1928), hasta el fantástico ejercicio metanarrativo que es Get a horse! (2013). En ambas historias coexiste dos Eric Goldberg, en la primera el espectador y en la segunda el creador. Aquí podríamos recordar las palabras de otro gran maestro, Akira Kurosawa: “El proceso creativo proviene de la memoria. Es tu verdadera fuente. No se puede crear algo de la nada. Ya sea leyendo o de tu experiencia en la vida, no puedes crear nada si no tienes algo en tu interior.” No existe mayor embrujo que el creativo y el tributo al ratón fue uno fascinante. Contado con desparpajo, y quizás algo sobreactuado pero funcional, las explicaciones del sabio animador, director y diseñador, fueron reveladoras. Pero no sólo fue teórico el encuentro, sino que luego nos regaló un ejercicio interesantísimo: dibujó una cronología mickeyniana asombrosa, abocetando en cada dibujo a un Mickey por década. De esta manera y con asombrosa perfección artística, el veterano animador iba dibujando líneas, trazos, al mismo tiempo que los iba explicando. Telegrafiando la pose del personaje, y por tanto, significando su emoción, expresado en un acto concreto, con un movimiento determinado. Y este diálogo gráfico se iba alimentado a su vez de uno narrativo creándose una redundante conversación. A la vez que relataba el proceso creativo, en algunos casos mutado a parrafada (ya sabemos que el recuerdo es el gran traidor de la realidad), veía a un hombre encorvado, desarrollando una joroba de dedicación por lo que hacía enfrentándose a la hoja en blanco, e irremediablemente me iba recordando a un escriba, y en definitiva, a mí mismo. A cada movimiento ejecutado, un misterio revelado. A cada pregunta ejercitada, un enigma por resolver. La búsqueda narrativa en su estrato más significativo. El proceso creativo al desnudo. Al ver al maestro no pude dejar de pensar contra quien se enfrentaba. Esa nada de la que habla al principio un “Nine Old Men”, que al comienzo no es y que lentamente va construyendo el sentido de lo que debería ser. Parafraseando a otro genio, Orson Welles, que decía que el cine era el tren eléctrico más maravilloso, la escritura también puede llegar a ser un juguete, de hecho es un puzle. El componente lúdico es esencial. Escribir no es otra cosa que reescribir y para ello hace falta mucho juego. Viendo a Eric Goldberg dibujar y rememorar a Mickey Mouse era también ver a un niño jugar con su “toy”. Se notaba que disfrutaba del reto, se divertía con su imitación de voces a lo cartoon, y lo más importante, era consciente de ello, estaba participando de su perfomance. El trabajo de dibujante como el de escritor demanda soledad. Esa lucha contra el vacío escenifica el momento de la verdad, uno donde nace la inspiración pero también donde muere. En definitiva, la vida misma reflejada en una DIN A 4.