Mamuro
Hosada propone esta vez un viaje conceptual con todas sus
consecuencias.
¿Qué es una historia sin personajes? Y más
importante aún, ¿qué es sin sus espacios? Mirai,
mi hermana pequeña (Mirai, JAP, 2018), se circunscribe alrededor de una
casa y sus habitantes. Una localización puede jugar un papel secundario en
cualquier narración pero en un relato donde lo más insignificante puede llegar
a significar, automáticamente, ese papel se convierte en uno preponderante. De
alguna manera, el lugar deja de estar subordinado para transformarse en
elemento coordinado, situándose al mismo nivel que el de un actante, llegando
incluso a definirlo. En ese sentido, la vivienda del pequeño Kun funciona como
elemento cosificado de la historia. Según el propio director, para diseñarlo se
contrató a un arquitecto en vez de a un director de arte. Es más, la abuela que
custodia al pequeño, llegará a criticar el espacio que habita diciendo, despectivamente, que sólo se puede vivir en ese tipo de construcción si te casas con un
arquitecto. Y es que la diégesis de la ficción se desarrolla íntegramente en lo
que no es la típica y tradicional casa japonesa, como se puede llegar a
percibir desde la propia génesis de la narración. Pasando de un plano general
del cielo a un plano general de la casa a través de un movimiento pendular
aproximativo. Con esto no sólo se potencia un viaje de lo general a lo
particular, sino que además, se establece una distinción conceptual entre la
pluralidad de la igualdad constructiva de las demás viviendas que rodean a la de
Kun, singular y diferente. Frente al acabado impecable de todas las casas del
barrio, el hogar del niño es uno donde su construcción parece no estar
terminada. La diferencia se establece en una anomalía arquitectónica, que la
aísla del resto, como producto finalizado.
Cogiendo la idea de una arquitectura conceptual,
cuya importancia reside sobre las ideas que guían un proceso antes que en su
propia resolución, esto mismo se podría permutar al propio relato. Y es que la
estructura de la casa nos proporciona claves formales para construir la odisea de
Kun. Las habitaciones no están separadas
por paredes ni puertas y se encuentran conectadas por una escalera vertical. Lo
único que divide a las estancias es la propia elevación de su edificación.
Solamente de esta manera se puede vislumbrar el tema vertebrador del guion:
conocer la verdad de una familia. Eliminando los muros de la casa, se permite
ver el interior de la misma en su totalidad. Existe un paneo de derecha a
izquierda (heredero de uno de los travelling laterales de Los niños lobo, 2012) que desnuda la intimidad del núcleo familiar.
De hecho es solamente en el interior del hogar donde el niño descubrirá los
secretos familiares, y de esta manera irá progresando en sus pesquisas, escalón
a escalón, como se verá en varias ocasiones a Kun subiendo por la escalera.
Tampoco no es baladí que aparezcan muchas superficies acristaladas, como aquella
donde el pequeño, impaciente por el regreso de su madre, hace círculos de vaho
espiando la calle.
La transparencia como una de las características de su
búsqueda. Una que empieza con una frustración. Kun se llevará una gran sorpresa
cuando su madre regrese y no lo haga sola. Además de con su padre, vendrá con
una hermanita. La atención sobre Mirai pondrá patas arriba su mundo, quebrándose de tal manera que descubrirá su particular agujero “carrollniano”,
en forma de morera por donde se adentrará, ya no sólo a otro mundo, sino a su
propia genealogía. El árbol como índice familiar y elemento fantástico de la
trama, por donde se pliega el espacio y el tiempo (mundos opuestos divergentes
en un mismo lugar, como lo dejó claro el director en su primer film, La chica que saltaba a través del tiempo,
2006 o en su penúltimo El niño y la bestia, 2015).
La idea de construir la narración sobre un andamiaje
simbólico abre las posibilidades al camino del aprendizaje, o a ser consciente
del mismo. Hasta que Kun no diga que es el hermano mayor de Mirai, no podrá
superar su desafío. Es decir, hasta que no se dé cuenta del papel que juega en
su familia, no podrá evolucionar y para eso tendrá que redescubrir a sus
parientes y sobre ellos revoloteará una cuestión: ¿qué significa ser buen padre
o buena madre? Los padres llegan a planteárselo cuando están colocando una
miríada de objetos, casi al final de la película. A medida que los van
colocando en la parte trasera de su vehículo, irán cubriendo el plano
inconscientemente. Quizá a su pregunta solamente la sigan otras más que lo
único que hacen es crear más dudas y generar menos respuestas, no dejándoles
ver con “claridad” que ser padre o ser madre, es una prueba eterna de éxitos y
fracasos, y que quizá tengan que dar la razón a la abuela cuando dice que en
una crianza lo más importante sea el deseo, las ganas de mejorar, de no repetir
los mismos esquemas educativos que te han sido legados. Bajo este punto de
vista el descubrimiento que hace el niño de sus padres en dos momentos
concretos, es sintomático del proceso de aprendizaje que sufrirá.
El primero será cuando el padre intenta enseñar a
Kun a montar en bicicleta. Una y otra vez insiste en cómo tiene que hacerlo
pero no consigue ningún éxito. Tendrán que aparecer otros niños para que Kun se
dé cuenta de cómo llegar a conseguirlo. Bien, Kun viajará al pasado y será
testigo de la derrota de su progenitor intentando montar en bicicleta. Una y
otra vez se caerá y no será hasta ya muy mayor cuando aprenda. Y el segundo cuando
la madre insta a Kun a recoger todos sus juguetes. Aquí también el niño viajará
al pretérito para comprobar que su madre era peor que él mismo en cuestión de
orden, incluso llegando no a desordenar una habitación sino una casa entera.
Ambas secuencias y sus réplicas en el pasado son ejemplos de vasos comunicantes,
donde se puede concluir que tanto la paternidad como la maternidad son deseos
de superación con el paso del tiempo. De hacer, quizá, lo contrario de lo que
ha hecho uno. De seguir el camino contrario, y ese viaje conceptual es el que
también experimenta Kun cada vez que sale a su jardín.