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lunes, 1 de julio de 2019

Día de post-estreno. Mr. Link. El origen perdido. Cuestionando el paradigma de la aventura.



“El lugar que buscas no está perdido. Esta oculto por azar. Quizá, los hombres que lo buscan son los que están perdidos.”                                                                           
                                                                                                                             Gamu.

Al final de la historia, en la secuencia de los títulos de créditos suena “Do – Dilly – Do” compuesta por Walter Martin y repentinamente, desde la conciencia de saberse en los confines del relato periclitado, una nueva ruta se abre camino. Sin dejar de tararear el dicharachero estribillo, confeccionado sobre las tres notas transcritas onomatopéyicamente que recuerda, y no sólo en el subtítulo de la misma (A Friend Like You) al trabajo de Randy Newman en Toy Story (John Lasseter, 1995, USA), el espectador oirá un “toe-tapper”. Hasta aquí la anécdota ya que la tipología de la construcción musical encierra algo más, presupone una connotación sexual. Además de ser un código, una clave que permite un hipotético intercambio sexual, desde el 2007 en la lengua de Shakespeare, versión “slang”, un “toe-tapper” es un homosexual escondido en las sombras. Como se puede percibir, Mr. Link no es solamente una película de “stop motion” rodada a 24 fotogramas por segundo. A decir verdad, ninguna propuesta de LAIKA se circunscribe inocentemente al visionado de su narración, siempre hay algo más subyacente sobresaliendo.



Mr. Link, como relato propone un viaje y además establece una serie de paradas de posta en su desarrollo, cuestionándolo al mismo tiempo. Parte de una tradición genérica, como es el film de aventuras para darle varias vueltas de tuerca a su paradigma con el propósito, ya no sólo de disfrutar de sus imágenes que también, sino de generar debates sobre las mismas: en la superficie laten los elementos pertinentes para un buen espectáculo de acción y sumergidos, palpitan una serie de revelaciones aditivas a un discurso poco explorado en la animación.


El arrogante Sir Lionel Frost (Hugh Jackman) tiene como misión rescatar del anonimato a Mr. Link (Zach Galifianakis), un “sasquatch” que vive parapetado en los remotos bosques de Oregón. La hazaña no resta ni un ápice de arribismo a las intenciones del protagonista: conseguir la fama pertinente para ser admitido en esa copia de club reformista a lo  Phileas Fogg verniano, que es el Club Óptimo. El prototípico “action-hero” es el encargado de conducir por el globo al eslabón perdido para otorgarle su correspondiente sitio en el mundo. Desde el comienzo la película juega con los estereotipos narrativos, y no sólo aquellos pertenecientes a la construcción de personajes que sería los más obvio de ver (la mixtura entre Indiana Jones, Sherlock Holmes o James Bond), sino también a los sexuales, más difíciles de detectar. Sir Lionel se encuentra en las Highlands escocesas buscando pruebas de la existencia de Nessie. Su pose desafiante (casi a horcajadas en el bote y recto como un tronco) y su actitud bravucona frente al peligro, le otorgan al personaje un  puesto en la vanguardia metrosexual.


Frente a ese vigor súper vitaminado, escenificado en la secuencia del Lago Ness, se opone el carácter retraído, marginal, casi de fantasmagoría de Mr. Link. El anverso de esa rectitud anatómica de Lionel sería el perfil  "pera" de Mr. Link. Uno se mostrará inamovible en su convicción de garante del orden establecido y el otro, no dejará de curvarse ante las nuevas vicisitudes a las que se enfrenta. La recta indica un trayecto y la semicircunferencia divaga sobre su propio perímetro. Mientras el primero decidido, conquista la geografía el segundo dubitativo, la está descubriendo. No obstante ambos parte de una misma tendencia, de un común punto de partida: un cierto individualismo. Uno otorgado y el otro heredado. La primera parte, prácticamente, estará estructurado sobre esa dicotomía hasta que los personajes se lleguen a conocer/conectar.



Lionel sería el representante de ese individualismo otorgado abocándole a una vida casi cartuja. Se ve perfectamente en la secuencia de embarque en el barco que lo llevará a Norteamérica. Mientras la gente se despide de sus seres queridos, el protagonista subirá solo y se mantendrá en su camarote aislado del resto de la tripulación.



La individualidad heredada de Mr. Link es una más radical, amiga de la soledad y hermana de la desolación física, adquirida durante una evolución que jugó a la ruleta rusa con su especie. La secuencia que hará explosionar ese individualismo será la del encuentro de ambos. Lionel asombrado encuentra al “sasquatch”  y suelta la carta que los ha unido. El trozo de papel, gracias a un “socorrido” golpe de viento, es conducido al vuelo hasta que lo coge Mr. Link de espaldas, recepcionando la misiva.



El relato se gesta en este enlace, que a partir de ese momento, hará transformar ese individualismo escenificado en uno compartido en pareja, aunque se tratará de un periodo iniciático (la relación de profesor-alumno se dibuja en cada obstáculo al que se enfrentan como la “cartooniana” secuencia de pelea en el salón de McVities o el irrisorio intento de hurto de una caja fuerte) caduco porque entrará en acción un tercer personaje, el de Adelina (Zoe Saldana), desestructurando esa pareja y remodelándola sobre la base de un triángulo de misfits.



Eso solamente puede pasar cuando un actante es lo suficientemente fuerte para poder mantener esa desestabilización narrativa o cuando se torna avalista de su tema nuclear. La incorporación de la mujer en el relato avisa del cambio en el paradigma de la aventura pero no es su garante principal. Es decir, lo cede a otro personaje. Adelina es heredera directa del carácter de Marion (Karen Allen) de En busca del Arca Perdida (Raiders of the Lost Ark, Steven Spielberg, 1981, USA) y a su vez ambas son herederas de un carácter femenino hawksiano. Su forma de afrontar las situaciones, directa, aguerrida y contundente, la confiere una masculinidad soterrada posicionándola al mismo nivel que Lionel y restándole espacio a su feminidad, si entendemos por tal y aquí entraría en juego el concepto conservador del género, la enumeración vergonzosa de “apéndice al héroe” que ha comportado siempre la definición de “compañera”.



Es decir, el cine de aventuras salvo en contadas ocasiones, ha estado formateando el papel de la mujer como objeto de comparsa, igual que podría ser una mochila o una pistola, o bien como premio de feria a la férrea voluntad del protagonista. Pues bien, Adelina se encuentra lejos de esos parámetros, enclaustrada en esa villa colonial californiana (trasunto del propio género a reconfigurar) esperando con recelo al héroe.



Y es que en la relación que mantiene con Lionel emerge el fuera de campo narratológico: ella escenifica su pasado por tanto su incorporación no responderá a una figurativa, como tampoco lo era la de Marion, sino que se tornará activa llegando a tomar la iniciativa en varios momentos, uno de los cuales será aquel que revele al “toe-tapper” de la diégesis.



En el viaje de vuelta del SS Manchuria al viejo mundo se produce la revelación. La esperanza va alimentando la decisión de Mr. Link  de continuar y encontrar a sus parientes en los remotos parajes del Himalaya, pero Adelina ve en la actitud de Lionel una arrogancia, disfrazada de encantadora superioridad, que la hace pensar que quizá el explorador tendría que resetear su relación con su compañero, planteándola más de tú a tú antes que de profesor a discípulo. Lionel accede y lo primero que le pregunta es por su verdadero nombre, si lo tiene o cómo le gustaría que le llamase. La pregunta no hace aguas en el Atlántico que están atravesando los personajes. En la introducción del fascinante libro sobre la película (The Art of Missing Link. Inside Editions, 2019), Chris Butler dice que su película “también versa sobre los nombres” y matizando “sobre el significado de nombrar” y sentencia: “es acerca de cómo los nombres que nos damos son mucho más importantes que aquellos que nos ponen otros.”



El nombre como identidad, consciencia del ser autónomo y único, que proporciona seguridad en un mar de incertidumbres que hasta ese momento había sido la vida de Mr. Link. Y delante de los actantes, de su némesis e incluso del espectador, Mr. Link decide llamarse Susan, en homenaje a una chica que conoció y no salió huyendo. El momento es importante pero el contexto lo es aún más. Decide posicionar su identidad antes que la impuesta por otros, llámese “Big Foot” o Mr. Link, en una geografía zigzagueante como muy bien lo escenifica la animación del interior del barco, donde los objetos parecen cobrar vida moviéndose de un lado a otro al son del oleaje, y donde las personas se inclinan peligrosamente a un margen del plano, desequilibrando su centro de atención. En un clima de vaivén político, de inestabilidad social, la única, la verdadera centralidad es la decisión férrea de Mr. Link en llamarse Susan. En el Club Óptimo, Lord Piggot-Dunceby (Stephen Fry) exige continuar en un mundo conservador y arcaico manteniendo una sociedad clasista y defendiendo sus privilegios. Es decir, el villano de la función está apoyando un statu quo que incorporaciones como las de Lionel en su elitista Club, proponiendo desafíos disparatados como la búsqueda del “sasquatch”, ponen en peligro. Si permutásemos el personaje de Lionel por el de Mr. Link seguiríamos haciendo peligrar ese control pero si lo hiciésemos por el de Susan, sobre su dudosa condición sexual (es esencial la modulación en el tono de voz con la que juega el actor en la versión original del film), lo que tendríamos entre manos es un cambio y no uno cualquiera.



Pero Mr. Link no tiene nada de revolucionario, más bien propone hipótesis, alternativas o modos de enfrentarnos al paradigma de la aventura. Es cierto que no es el género más indicado para los procesos introspectivos pero cuando los hay, se agradecen. Más que los hechos de los personajes, lo que empieza dibujando la narración son sus deseos de evolucionar (convertirse en el explorador más mediático del mundo, salir de una jaula de oro en pos de aventuras, o emprender un proceso socializador). El discurso dominante de la cultura del esfuerzo bien podría ceñirse a esos vectores. La insistencia en conseguir algo, repitiendo tozudamente las mismas acciones una y otra vez, al final los premiará en sus objetivos. ¿Qué hacer con el fracaso? ¿Cómo gestionarlo? Quizá, en vez de obsesionarse con una meta lo que haya que hacer es cambiarla por otra. Mr. Link propone algo muy sencillo, que el éxito o el fracaso son conceptos relativos de una cierta cultura preponderante y que saber administrarlos, implica una sabiduría que no está conectada a la velocidad instantánea de la victoria ni de la derrota. La artimaña es valiente porque golpea directamente en el corazón del imperio, y no precisamente del británico, sino del American Way of Life. Sobre todo viniendo de donde viene, usando el género hollywoodiense como mapa, y no sólo de la aventura, sino de otros géneros clásicos como el fundacional, para su cultura, western rozando la comedia slapstick y descubriendo por momentos, retales de drama.



Se podría rastrear estos quiebros en prácticamente toda la narración pero existen dos momentos muy reveladores. Uno es en la estación de Santa Ana (California). El trío protagonista está a punto de coger un tren pero aparece su némesis, Willard Stenk (Timothy Olyphant) obstaculizando su viaje. Se produce un tiroteo y el jefe de la estación decide, oportunamente, que el tren arranque. La rica situación de peligro está generada por dos contratiempos: el primero, la amenaza de una muerta segura bajo la ráfaga de plomo de la pistola de Stenk y el segundo, es una cuestión de tiempo, ¿llegarán a coger el tren? Este tipo de inconvenientes que presionan el desafío, escenifican su complejidad y multiplica su amenaza, recíprocamente, al valor de superarla. La forma de comprenderlo será la de posicionarnos ante una encrucijada. El cambio de dirección comporta otra posibilidad. Como la opción de subir al tren cada vez es más complicada, habrá que cambiar de estrategia: hacer ver al enemigo que se ha cogido el tren para acto seguido, elegir otro medio de transporte en este caso una diligencia. Los héroes han contemplado la posibilidad de subir al tren pero después han optado por otra alternativa.


El segundo momento está ubicado en la misteriosa Shangri-La, donde Susan se confronta con una desilusión: comprobar con desagrado que la comunidad yeti allí acantonada no es lo que parece ser. Frente a una pared de hielo, se reflejan varios rostros multiplicados del personaje, diferentes facetas de futilidad y depresión. Pues bien, por qué pensar en derrota o frustración cuando bien podría ser lo contrario, opciones que se le presentan a Susan. Solamente dejando atrás la incertidumbre, la inseguridad o el miedo a no ser encajado en un grupo (recordemos que pertenece al grupo de los “que son difíciles de combinar”, los misfits) podrá armarse de valor  para afrontar su prueba de fuego en una espectacular “set piece” que tiene como protagonista un puente.


Curioso, porque además de hacernos recordar a la excepcional El hombre que pudo reinar (The Man Who Would  Be King, John Huston, 1975, UK), génesis de esa desestructuración genérica del cine de aventuras hustoniano, es conceptualmente un elemento bisagra en la concepción de un mundo separado, divergencia entre dos lados, dos culturas, salta por los aires como el paradigma. Si la meta de la odisea de Susan era localizar a sus parientes lejanos y resulta que su posicionamiento endémico escenificado en su reina (Emma Thompson) racista es inviable, habrá que abrazar las segundas oportunidades: asociarse con Lionel y continuar viviendo de la manera más digna posible. Frente al espectáculo, la calma. Frente a un posicionamiento, una mirada. Adelina tiene la clave. No se quedará con Lionel y continuará por el mundo zascandileando. Adelina encierra la posibilidad de una esperanza, puede llegar a transformarse en la novia de…, algo por otra parte a lo que el film juega durante su metraje, pero también entraña la posibilidad del desencanto. Y es que el “happy end” va por otros derroteros. Está muy bien representado en una pared con unos cuadros. Al principio, sobre esa pared hay un cuadro de Lionel y otro de Adelina separados; al final de la película seguirán habiendo dos cuadros, uno estará habitado por Adelina y en el interior del otro estarán Lionel y Susan juntos. Puede que no sea un final conformista pero es sumamente revelador: Lionel y Susan, dos personajes de alguna manera perdidos, como se aprecia en las palabras de Gamu al principio, aparecen juntos. La individualidad ha sido vencida, Adelina lo sabe contemplando a sus compañeros con una sonrisa, el paradigma de la aventura ha sido puesto en duda.