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miércoles, 14 de mayo de 2014

DÍA DE PRE-ESTRENO: LA MIRADA DE UN DIOS.


¡No sabéis lo que viene!... y nos mandará a la Edad de Piedra.

                                                    El ingeniero Joe Brody (Bryan Cranston) en la película.

Me tengo que sincerar. Iba con dudas a ver esta nueva versión de Godzilla (2014), sobre todo después de otras versiones con la misma especie o de igual carácter destructor. Además, si a eso le sumamos el detallito de la carpeta vacía como regalo en el pase de prensa por parte de la organización, enseguida puse a funcionar mi proceso subjetivo analítico relacionando su inexistente contenido con el que podía existir en el film. Pero todo se fue disolviendo, igual que esa espesa niebla que arropa al ser antediluviano en varias ocasiones en la película, descubriendo un producto digno, entretenido (me recordó a otro reboot, el de Star Trek de J.J. Abrams) y sobre todo confrontándome con una mirada. ¿Qué es el cine sino una mirada, un punto de vista?

O más que una mirada, su construcción. No nos engañemos, he empezado con una verdad, la mía. Nos encontramos ante un producto de entretenimiento cien por cien hollywoodiense, cargado de efectos especiales y visuales donde por primera vez se ha visto un uso correcto del 3D, aquel que no sirve absolutamente para nada salvo como cebo económico para las salas. Por lo tanto no estamos ante una obra maestra y con el paso de los años, quizás nadie hablará de esta película ni siquiera de esta crítica, pero eso no es óbice para que podamos descubrir pequeñas piezas conformando un puzle más que interesante, dejando a un lado los lugares, decorados artesanales o digitales que están a punto de ser detonados para el disfrute del vulgo. Existen ridículos momentos a lo largo de la narración que bien podrían haber sido eliminados, como la secuencia del tren que pasa por encima de la ciudad (tantas veces repetido en otras ficciones), donde el protagonista tiene que reforzar su papel de héroe, por sí no había quedado claro a la platea, y multiplicar su nivel de heroicidad rescatando a un niño que torpemente se ha separado de sus padres, y que destino narrativo por medio, regresa a los brazos de sus progenitores del mismo modo. Pero enfocándonos en esos minúsculos objetos que dan sentido a la trama, desperdigados a lo largo de la misma y reforzándola, puede que seamos capaces de disfrutarla de otra manera. Serían un reloj o un simple cartel de feliz cumpleaños los que nos avisarían del proceso constructivo que nos llevaría a esa mirada antes citada. Aparecen desde el principio, el primero sobre la palma de la mano del doctor Ichiro Serizawa (Ken Watanabe) y el segundo siendo arrastrado por la mano del niño (C.J. Adams) que luego será el protagonista. El tiempo como representación congelada de un hecho, la bomba de Hiroshima, que carga el personaje del doctor japonés durante toda la diégesis y el cartel como elemento sorpresivo hacia un padre demasiado ocupado en su trabajo. La sorpresa funciona como herramienta de suspense, que será el género por donde andará toda la primera mitad de la película. El niño escondido con su cartel de cumpleaños para que no le vea su padre, es aterrador. Su mirada lo dice todo, está cargada de miedo al fracaso de no cubrir las expectativas de su padre. Está ante su primer Gozdilla particular pero habrá más oportunidades. Más tarde la tragedia se cierne sobre la familia y será el propio padre (Bryan Cranston) quien observe el cartel carbonizado, colgado aquella fatídica mañana donde se produjo el escape radioactivo. Tenemos a dos personajes heridos y sus llagas reforzarán su presencia en la historia. Por un lado el japonés que perdió a su padre en Hiroshima y por otro el teniente norteamericano Ford Brody (Aaron Taylor-Johnson) que perdió no solo a su madre sino a su padre en la central nuclear. En ambos casos la energía atómica es la causante de la tragedia y también fue el origen metafórico de la primera película japonesa que inició todo la saga (Japón bajo el terror del monstruo, Ishirô Honda, 1954). Que sea un oriental y un occidental los que se ayuden frente a un peligro común no dice mucho, pero sí lo que descubrimos acerca del titán japonés. El director Gareth Edwards, curtido en el campo del documental y en la producción de bajo coste inglesa ya nos sorprendió con su primer salto (Monsters, 2010) en Sitges, y vuelve a hacerlo jugando con las perspectiva del aficionado al Kaiju y al que no lo es tanto. No estamos ante un nuevo Spielberg, cosa que sí parece que se ha convertido el señor Abrams y también en un nuevo Lucas por lo que nos espera. Aquí se juega con otro tipo de truco. La aparición de niños siempre son un problema pero Edwards lo soluciona rápidamente, cortando por lo sano. No le interesa lo más mínimo. De hecho no cuenta cómo se han encontrado el padre y el hijo y dedica muy poco tiempo al lacrimógeno encuentro con su mujer. Y aunque es cierto que se apoye en el compositor, Alexander Desplat, como lo podría hacer Spielberg con Williams, para regalarnos secuencias magistrales como la caída del comando, que nos recuerda con las luces rojas que más que descender a la ciudad de San Francisco, lo hacen al infierno apoyándose en una partitura atonalmente dantesca, que emula al maestro Ligeti, o cuando es rescatado el protagonista de las aguas, colgado como si ascendiera a los cielos, todo lo envuelve un manto sugestivo de irrealidad pocas veces visto en un film de entretenimiento puro y duro. Pero no estamos ante magia sino truco y a veces se nota. Se han aprovechado de la figura de Gozdilla (desde el primer tráiler que lanzaron) para hacernos creer que es el malo de la función (legado erróneo) hasta que nos damos cuenta que, más bien está para ayudarnos, es el sumo aliado humano (legado correcto, el de las películas de la Toho). Hablo de legado porque la película funciona como trasmisión generacional de aprendizaje entre un padre y un hijo, pero a su vez también es una prueba de fe entre ambos.


El hijo piensa que su padre se volvió loco al perder a su madre y está continuamente buscando excusas para saber la verdad de lo que ocurrió. Pues bien la verdad al final será revelada sobre una mirada de unos pocos segundos de duración. Es la mirada de un hombre frente a la de un monstruo. El hijo ve representado en el animal, ya no solo a la fuerza de la Naturaleza que estuvo asustando a generaciones de espectadores del siglo pasado, sino a la incontestable razón de su padre. Es refutar el hecho demente de que no estaba loco, que era verdad que había algo más en la desaparición de su madre. Gozdilla deja parte de la ciudad en ruinas pero se aleja sumergiéndose en sus aguas, regresando a una cierta calma. El orden retorna a la Tierra porque un dios ha venido a salvarla y también ese cruce de miradas son las correspondientes a dicho dios y a su adepto. 

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