Buscar este blog

martes, 29 de enero de 2019

DÍA DE PRE-ESTRENO. VERANO DEL 84 / DECEPCIÓN DEL 84.


El título de la película  hace contextualizar su diégesis, irremediablemente. ¿Qué pasaba en aquel verano en las pantallas de medio mundo? Aparte de asistir a otra fase expansiva del blockbuster norteamericano en el globo, están los estrenos de Indiana Jones y el Templo Maldito (Indiana Jones and The Temple of Doom, Steven Spielberg) o de Calles de fuego (Streets of Fire, Walter Hill), aunque los títulos más significativos para esta crítica serían Gremlins (Joe Dante) o Starfighter: La aventura comienza (The Last Starfighter, Nick Castle). En ambas ficciones una comunidad era zarandeada por “lo extraño”, bien en forma de bichejos a los que no se podían alimentar después de la medianoche o bien en forma de extraterrestres, reclutando pilotos para defender la frontera galáctica contra Xur y la armada Ko-Dan. Además sus actantes compartían una misma geografía: un municipio o suburbio residencial donde creían vivir protegidos. Todo esto se vuelve a presentar en la película de Yoann-Karl , Anouk Whissell y François Simard, los creadores de Turbo Kid (2015) pero quizás su propuesta se acerque más a “ lo real” que otros homenajes como pudieron ser Super 8 (J. J. Abrams, USA, 2011) o la serie Strangers Things (Matt y Ross Duffer, USA, 2016-), como puntos de partida de un legado Amblin que, por supuesto, Verano del 84 prolonga. Hasta aquí todo lo que se puede esperar pero más allá, sólo existe una profunda decepción y sobre todo una que enfada. Existían motivos suficientes para construir otro ejercicio de estilo. Otro periplo por recorrer que estuviese preñado de las características de los productos anteriores, pero que al mismo tiempo, pudiese incluir alguna novedad, es decir, dar más juego. Dos ejemplos pivotan las posibilidades, aminorándolas negativamente. El primero es la aproximación a los personajes.


El tratamiento al grupo se ha visto infinidad de veces pero aquí se muestra una pequeña evolución en su acercamiento, que los hermana ligeramente con los personajes de Cuenta conmigo (Stand by Me, Rob Reiner, USA, 1986), mostrando a un grupo de adolescentes en plena efervescencia sexual continuada. De hecho, los chistes sexuales están diseminados por todo el metraje, repitiéndose a cada segundo como herramienta de distensión/distanciación que los creadores quieren otorgar a su ficción. Pero, además, existe algo que saca de quicio a la propuesta desarticulándola completamente. Los cuatro protagonistas, aunque se podía hacer extensible a la chica de turno, están horriblemente dirigidos. Y frente a la construcción de potentes imágenes como las de “la caza del hombre” nocturno, realizadas en planos cenitales, donde los vemos corriendo apoyados en los haces de luz de sus linternas, los planos y movimientos que sustentan la presencia del grupo se muestran incómodos. Es más, hay momentos cuando están los cuatro compartiendo algún plano general que no saben qué hacer. No saben dónde colocarse, pareciesen desorientados, bien no sabiendo donde ubicarse o bien, no creyéndose la mayoría de tonterías que sueltan entre ellos, cuestionando la credibilidad de la propia representación. Sería interesante preguntarse hasta qué punto hemos llegado a ese territorio donde la contaminación es tal, que ya da lo mismo escribir una cosa u otra, enseñar lo que sea.


El segundo ejemplo sería el peligro al que tendrán que enfrentarse el grupo, que es uno más férreamente anclado a su actualidad: los esquemas y estructuras narrativas se mezclan endogámicamente, mostrándonos otro verano inolvidable para los protagonistas que se tornará pesadillesco en forma de investigación en busca de un serial killer. La película está constantemente cuestionándose la posibilidad de que el vecino de al lado sea un asesino en serie y esa insistencia narrativa, pronto irá desinflando la estructura de la película. Eso sí, frente a un guion vacuo siempre podremos agarrarnos a una serie de ítems, elementos característicos con las demás ficciones citadas, como la utilización de las bicicletas, en concreto y haciendo un autohomenaje a su film anterior, las BMX o la utilización de la música pop del momento, ese Cruel Summer  de Bananarama, que nos ayuden a sobrellevar el sopor del visionado de la película.

martes, 22 de enero de 2019

CODA: LA MUERTE DE LA CRÍTICA, 1989.


"Termina uno envejecido y negando el presente, diciendo cositas como que la novela ha muerto, que ya nadie lee poesía, esa melancolía del hombre que se va agostando..."
                                                                                                      Fernando Aramburu.

Se terminó el primer trimestre del Máster de Crítica Cinematográfica, Caimán Cuadernos de Cine / ECAM, y me gustaría escribir una pequeña coda sustentada en variaciones.

                         Plaza de Tiananmén. Pekín. China. 4 de Junio.

1. Hacia el tanque. 

Un hombre armado, con lo que parecen dos bolsas, camina decidido hacia un tanque. El vehículo de guerra intenta amagar al hombre pero éste lo sigue.

Con asombro y pesar me enfrenté al segundo día de clase (02/10/18) cuando, de entrada, el profesor correspondiente dijo que la crítica estaba muerta, o más concretamente, la cinematográfica. No está mal empezar desde las cenizas. Si bien es cierto que después de semejante exclusiva, a más de uno se nos quedó la sonrisa congelada, después vino la explicación, eso sí, auspiciada bajo el contexto laboral. Lo que quiso decir, qué duda cabe, fue que dedicarse a esto de opinar sobre las películas estaba devaluado. O sea que la amenaza se tornó en advertencia pero la sonrisa nerviosa se mantuvo. Y lo cierto es que, pasados los días y los meses, se volvió a incidir, quizá con menor intensidad y formulada de otra manera, la misma cuestión. Y siempre desde el púlpito, demandando un porqué, una razón a los que conformábamos el Máster de asistir al mismo. ¿Autocrítica en la génesis de un proceso educativo? O más bien, no estaremos ante una ¿cierta insensatez promiscua docente? No es una buena manera de establecer un punto de partida, o quizás sí, pero uno nefasto. Si no se pudiese ejercer la crítica, ¿qué sentido tendría ser crítico?

2. Posicionamiento.



El hombre, imperturbable, frente a la hilera de tanques.

Habría que matizar algunas cosas e intentaré no excusarme, en la medida que pueda, intentando no convertir este texto en uno plañidero. En primer lugar, aquellos que defendían la defunción de la crítica en términos laborales, eran los que después, curiosamente, ponían el ejemplo de un "tipo" que parecía ser el único crítico que podía vivir de ello en nuestro país. Y en segundo, podría afirmar que, efectivamente, el trabajo crítico estuviese muerto. Ya, desde el comienzo, surgiría un problema de carácter cronológico. Exactamente, ¿cuándo sucedió? Si me pusiese categórico podría sentenciar que la crítica (y todo lo que conlleva, sujeto y predicado) está muerta. Si es así entonces, ¿qué es lo queda? Cuando algo desaparece o alguien muere, racionalmente, permanece un vacío o una ausencia. En nuestro caso, ¿qué sería? Podría presumir dos respuestas. Una, que se sepa lo que es remanente, es decir, que se defina lo que hay, lo que ha quedado o sobrado, después de la crítica. O dos, que no se sepa, y por tanto, se desautorice la defunción de la crítica para hacerla resucitar con otro sentido. Se diría que la crítica ha evolucionado o ha mutado en ese caso.

3. ¿Diálogo?



El hombre consigue avanzar y, encaramándose al tanque, logra subir a su cumbre y se inclina para ¿parlamentar?

Asumir que la crítica está muerta es llegar a una conclusión vespertina. Pareciese que aquellos que defienden tal pensamiento lo hiciesen amparados, resguardados bajo una cierta "hybris", sabiéndose intocables de que el trajín laboral no les afectará lo más mínimo. Puede que en su pretérito fuese un elemento condicionante de sus vidas pero ahora, esa preocupación no les salpica lo más mínimo. Podrían erigirse como personificaciones, o mejor dicho, ramificaciones de las que se nutriría el Imperio de la conformidad. Y es que al decir que ya no es posible trabajar haciendo crítica, no solamente estamos cuestionando una opción laboral en decadencia sino que el mero hecho de pensarlo, constata su proceso inane sentenciándolo casi, a un acto de fe. ¿Qué sentido tendría mirar una imagen y no opinar al respecto? Por lo tanto, frente a la idea tóxica de la muerte súbita de la crítica, se podría utilizar un pensamiento antitético haciéndola resucitar bajo el parámetro de una yuxtaposición conceptual. Una clave que nos permitiese arrogarnos cierta seguridad en nuestro razonamiento, validándolo como herramienta fundamental de un análisis. ¿Y dónde podríamos encontrarla? No hay que rascar mucho. Del mismo sujeto de estudio, de las películas.


Existe una secuencia en Ben-Hur (William Wyler, USA, 1959) donde Messala (Stephen Boyd) habla con Sextus (André Morell), el comandante de Jerusalén al que va a relevar, de cómo luchar contra una idea. La  conversación se torna reveladora en su intención. Messala le responderá que con otra idea, es decir, combatiendo ya no en un mismo plano físico sino psicológico. Ese enfrentamiento metafísico de las ideas nos podría servir como apoyatura referencial para explicar lo complejo de "sacudir" tu cabeza y lo imposible de eliminar su proceso mental. Hasta ese momento, Roma había destruido las diferentes rebeliones haciendo muy bien lo único que sabía hacer un Imperio de turno, torturar, destruir, arrasar, el cuerpo del enemigo. Generando más odio si cabe que, como muy bien dice Timónides (James Mason) en La caída del Imperio Romano (The Fall of the Roman Empire, Anthony Mann, USA, 1964), es lo único que perdurará. Esa nomenclatura nihilista enclaustrada en la sentenciosa "la crítica está muerta" bien podría representar ese odio exacerbado del que habla el actante en la ficción bronstoniana.


Tenía que ser un esclavo, que ganó su libertad; un griego, que ganó su ciudadanía romana, quien ponga en su sitio a los "padres" de Roma en una ejemplar secuencia donde el maestro se pregunta, realizando un proceso de autocrítica hermosísimo, el porqué de los fallos en sus lecciones cuando se las tiene que explicar repetidamente a sus alumnos. Y llega a una conclusión lógica: o bien es la propia lección, por lo tanto habrá que modificar su contenido, o bien es el propio maestro el que tiene que cambiar su modo de exposición. Como se percibe el debate de fondo vs forma es uno milenario. El Imperio no puede hacer frente a la idea, no tiene la más mínima oportunidad frente a la innovación de la misma. El mundo de las ideas es uno inquieto. Timónides lo sabe pero está en inferioridad de condiciones, por tanto, no llegará a convencer pero su pensamiento quedará sellado a fuego en ese senado romano. Y el esquema se nos hace realidad, la semilla se ha sembrado: alguien de otra esfera, otro modo de ver las cosas, diferente punto de vista, será capaz de ir más allá proponiendo preguntas desafiantes, suplantándolas por contundentes respuestas. El legado es brutal, la filosofía es copartícipe de tal desafío.

                          Bethaniendamm. Berlín. Alemania. 9 de Noviembre.

4. Desde un lado. Primer giro.


Las ganas de un hombre, alzando su martillo, a punto de impactar contra un muro de hormigón armado.


Por supuesto, y me gustaría ser orgullosamente tajante en afirmar que la crítica no está muerta, porque su antítesis sería condenar al ser humano. Sería afirmar que el pensamiento no tendría cabida en la especie. El concepto antropológico es importante porque "algunos" han intentado usurparlo en su nombre, estableciendo exterminios. ¿Lo consiguieron? No se puede acabar con una civilización, salvo que ella misma vaya cambiando. Y sobre todo, ¿quiénes eran los que se atrevieron? Lo explica Jared Diamondbrillantemente en Colapso (Collapse, DeBolsillo, 2007): “Los pueblos del pasado no eran ni malos gestores ignorantes que merecieran ser exterminados o desposeídos, ni concienzudos ecologistas bien informados que resolvieran problemas que no sabemos resolver en la actualidad. Eran gentes como nosotros, que se enfrentaban a problemas en líneas generales similares a los que nos enfrentamos nosotros hoy día. Tuvieron tendencia a triunfar o a fracasar en función de circunstancias similares a las que nos hacen triunfar o fracasar a nosotros en la actualidad. Sí, hay diferencias entre la situación a que nos enfrentamos nosotros hoy en día y la que afrontaron los pueblos del pasado; pero, no obstante, sigue habiendo las suficientes semejanzas como para que podamos aprender del pasado." (Prólogo, página 32).

5. Desde el otro lado. Segundo giro.



Otro hombre, alimentado por las mismas ganas, hace huecos en el mismo muro.

Ya no sólo cuando te enfrentas a una película, puede ser un libro, una obra de teatro, una partitura, una pintura, un cómic, una escultura, un edificio, todo genera una especie de “arjé” donde se incuba un pensamiento primigenio. Una especie de punzada interior que sólo siente uno, específicamente. Algo que ha despertado y ya no puede ser silenciado. Suele empezar sonando muy bajito pero es persistente, va aumentando en volumen y ritmo, transformándose en un interés creciente referido a lo que has visto, oído o sentido. ¿Cómo se puede eliminar eso? ¿Cómo se puede destruir ese complejo proceso de interconexión neuronal? Seamos sinceros, no se puede. A lo más que se puede llegar es a un camino a la inversa, es decir, a una deconstrucción pero incluso ese proceso, es uno constructivo donde una idea pervierte a otra. Se podría decir que es un proceso simbiótico que al final del mismo, generará otro pensamiento, otra idea.

6. Lo que queda.



Tendría doce años cuando vi esta imagen por televisión. No llegué a entender nada de lo que estaba sucediendo. Observaba a gente subirse a un muro, sentarse sobre él y alzar los brazos en señal de no sé qué. Parecían contentos, a gusto y juntos, por primera vez.


En el año 2005, Morgan Freeman era entrevistado por el gurú periodístico, Mike Wallace, en uno de los programas más populares de la CBS, 60 Minutes. El veterano periodista se asombraba de que al actor no le gustase que hubiese un mes de historia negra establecido en su país. No solamente no le gustaba sino que le parecía ridículo, relegar parte de su historia a un mes concreto. La entrevista fue calentándose. Le tocaba mover ficha a Morgan, preguntando al entrevistador si le gustaría que hubiese un mes dedicado a la historia blanca. Mike tardó unos segundos en contestar y, viéndose acorralado, se defendió atacando al actor, excusándose de que él era judío. Freeman insistía, preguntándole si le gustaría que hubiese un mes de historia judía, a lo que Wallace negó contundentemente. El actor  tampoco quería un mes de historia negra. Para él la historia de sus descendientes era también la historia americana. En ese momento el periodista, le puso una pica en Flandes, preguntándole que cómo iban a combatir entonces al racismo y el actor le respondió, lacónicamente, que dejando de hablar del mismo.



                                 Parla. Madrid. España. 22 de Enero, 2019.

Y si nosotros también dejásemos de hablar de la muerte de la crítica, aunque sea laboralmente, y nos pusiéramos a trabajar en favor de la misma. Ya sé cómo está el panorama y no estoy hablando solamente de la gente joven que viene presionando, con razón, fuertemente, no, no soy tan inocente. Y si dejase de perder tiempo en lamentos pueriles, y  me enfocase en lo que de verdad me apasiona, lo que realmente me hace moverme, aquello que me sacude, que me incomoda y escribiese sobre ello.
Jamás pensemos que la praxis de la crítica está muerta porque tendríamos que enterrar su efecto teórico, su forma de pensar. No podemos dejar de malgastar nuestro tiempo en ese tipo de conclusiones. ¡Tenemos tanto qué hacer con nuestra vida! que sería irresponsablemente injusto concluirla en un "cul de sac" vacío. Por esa razón, cuando alguien vuelva a decir que la crítica está muerta, le diré que deje de mentir, que deje de despistar. El ejercicio crítico antes que un trabajo, un empeño, es sobre todo una actitud, un posicionamiento ante la vida. No me importa enfrentarme con paredes de granito, las romperé. No me importa que haya un agujero, lo saltaré. No me importa que exista un gigante, lo pisaré. La crítica pervive entre nosotros.


                                                                     



jueves, 17 de enero de 2019

La crítica en construcción. Brecht en la mirada. Una resonancia.


El peligro de la resonancia es su propio eco. Empiezas a indagar y corres el peligro de alejarte de su punto de partida, acabando en un callejón sin salida. Por tanto un ejercicio complicado y fascinante. ¡Vamos con ello!

Una tormenta de arena invade la geografía circundante del casino de Vienna (Joan Crawford). Su dueña manda a uno de sus crupieres a poner un farol en la entrada del establecimiento, para que sea más visible. Sam (Robert Osterloh) se dirige al objeto, y al mismo tiempo, pareciese que mirase al espectador, ofreciéndole subrepticiamente una confesión sobre su jefa: “Nunca vi a una mujer con más temple de hombre. Piensa como hombre, obra como hombre y, a veces, lo es más que nosotros”. Rápidamente el contraplano justifica la mirada, muestra que sus palabras iban directas a Johnny Guitar (Sterling Hayden) pero han sido cuatro segundos de desconcierto, donde el sistema identificativo ha saltado por los aires. El espectador puede sentirse vulnerado ante semejante osadía formal, su espacio privilegiado ha sido violado. El “voyeur” ha sido detectado y  el actante acaba de destrozar la cuarta pared. Con esta mirada brechtiana, Nicholas Ray se saltó una de las leyes representacionales del Hollywood clásico en su Johnny Guitar (1954).

Todo nace de la subjetividad. Un momento, una anécdota, que se oculta en tu cajón de sastre particular, y que a veces por mil motivos, sale a la luz y empieza su propia odisea creativa. Este momento concreto de Johnny Guitar fue un tiro a bocajarro en mi pasado cinéfilo. Aún lo veo y me asombro, y aunque no es oficialmente una mirada brechtniana, es mucho mejor que eso porque lo parece antes que lo es. Esa micro sutura me permitió unos segundos, olvidarme del western, de ese casino surrealista, de esos personajes errantes emocionales, y sucumbir a la conciencia del artificio.



Cuando Rex (Edward Norton) se muestra cansado de la isla donde vive y, sobre todo, de su modo de subsistir, mira frontalmente a la cámara y realiza otra confesión, convierte su tedio en grito de frustración. En este caso el contraplano no existe, Rex habla al narratario directamente, no hay posibilidad de una coartada dramática que explique tal audacia. Isla de perros (Isle of Dogs, Wes Anderson, 2018) está plagada de estos instantes, ya no son simples detonaciones aisladas que minan el interior de una dramaturgia estándar, ahora confluyen en una reacción en cadena, que el entorno cinematográfico pareciese asumir.




El homenaje de Anderson a la cultura japonesa es múltiple pero también permeablemente creativo. Atari y sus sabuesos recuerdan la hierática pose “mie” del teatro kabuki pero, al mismo tiempo, podrían representar el “gestus” brechtiano del teatro épico. Partiendo del “Verfremdungseffekt”, efecto de distanciamiento, se podría establecer un interesante paralelismo en torno a la evolución de la mirada del espectador; a su formar de cómo apre(h)ende las cosas siendo consciente del propio proceso. Pasando de un momento automático, casi furtivo, del pretérito, a la consagración de un modo de ver voluntario, totalmente establecido, en el presente del artificio artístico.

Este último párrafo habrá sido uno de los más difíciles que he creado hasta el momento. Una especie de compendio donde poder intentar reflejar unas alianzas significativas y significantes, en torno a esa frontalidad visual del actante, apoyándome en el extrañamiento de Brecht y su teatro épico, que, curiosamente, está basado en una idea oriental. Concretamente, en la ópera de Pekín y en Mei Lan Fang. El actor interpretaba a un  personaje que, cada vez que sentía miedo se mordía un mechón de su pelo. De esta manera y por repetición, la gente entendía que cuando realizaba el acto, estaba asustado.

viernes, 11 de enero de 2019

Día de pre-estreno. Ghostland y algunas anagnórisis posibles.


El rostro de H. P. Lovecraft (1890-1937) da la bienvenida a la narración, de igual manera que parece hacerlo un niño amish, corriendo hacia una carretera solitaria y mirando cómo pasa un coche. En su interior viajan Beth (Emilia Jones/Crystal Reed), Vera (Taylor Hickson/Anastasia Phillips) y su madre (Mylène Farmer). Puede que este último gesto se trata más bien de un aviso, una advertencia, que solamente será vista por Vera. ¿Por qué Lovecraft? y ¿por qué un niño amish? ¿Por qué no otro autor de literatura de terror u otro niño? Pascal Laugier está enseñando sus manos, presto a realizar su truco. Desde el principio está posicionando unas referencias que jugará con ellas a lo largo de todo la trama, y aunque pareciese que estos dos elementos no tuviesen ninguna conexión, encierren concomitancias. Empecemos con el niño corriendo, de alguna manera nos retrotrae a la infancia. Aquel periodo donde todo empieza a ser consciente por primera vez dirigido por la inocencia. Precisamente, una de las características de cualquier comunidad aislada (perfectamente podríamos ubicar la Amish en el mapa) es su capacidad para establecer entre sus miembros (empezando por los más pequeños) el grado más puro. La ingenuidad funciona, además de para controlar a sus habitantes, como “tara generacional”. Y por otro lado, el peaje necesario de rendir homenaje al escritor de Providence, si quieres contar una historia de terror en la actualidad. Con este discurso en mente la historia confeccionará su particular magia en dos tiempos. El visto y no visto. Primero, transformando su geografía. Una de las características “lovecraftianas” es la sugerencia metonímica.



La casa se transformará en un personaje más de la función y segundo, centrándose en su tema ocupándose  de cercenar la ingenuidad de las protagonistas, o al menos la de Beth, de cuajo. Aunque pareciese una boutade, igualmente existen dos maneras de acercarse a esta Ghostland (Incident in a Ghostland, 2018). El director galo lo sabe, la consciente y la inconsciente. La parte en la que te lleva de la mano y la que te empuja al abismo. Es una dupla característica que ha ido perfeccionando a lo largo de su carrera (desde Martyrs, 2008, hasta El hombre de las sombras, 2012). La historia va encaminándose por una cierta cotidianidad hasta que se van detonando una serie de golpes de efectos, típicos y tópicos del género, que conducen al primer punto de giro de la narración en forma de anagnórisis. A partir de ese momento, nos adentramos en una “terra incognita”. La extrañeza suele durar poco. Lo suficiente para que, en nuestro caso, veamos una solución de puesta en escena que rinde homenaje a Hitchcock. Posicionar la cámara en picado de tal manera que no veamos el rostro de Beth y por lo tanto su “despertar” a primera vista. La ubicación de este recurso narrativo por el cual el personaje reconoce, y por lo tanto, recompone su mundo suele estar adherido a la mitad de la diégesis, configurando un curioso “parteaguas” dramático, y también desequilibrando un poco la narración, si no se hace correctamente. No es el caso. El desconcierto perdura, es más, hay una secuencia de un baile entre Beth adulta y su Madre ridículamente caníbal.



Beth ya ha visto a su hermana que sufre ataques epilépticos después de sufrir un trauma en su adolescencia, y se queda con su madre en el salón de la casa donde ocurrieron los atroces hechos. Mientras Vera permanece encerrada en el sótano, las dos mujeres se emborrachan, aunque más la progenitora que la hija, acabando en un desconcertado baile donde la madre la huele, literalmente, y llega a decir que echaba de menos ese olor de hija y que le hubiese encantado comerse a sus hijas. Beth se aparta de su madre y, aunque sabe que está ebria, la insta a parar diciéndola que no tiene sentido lo que está diciendo. Ese momento de “Saturna devorando a sus hijas” está situado en el momento justo, donde poco después se producirá el proceso de anagnórisis. Pero antes de que el verdadero sentido protagonice la parte final de la película, Beth tendrá que construir la otra realidad y existe otra secuencia maravillosa donde podemos comprobarlo. Es como si  levantásemos la tramoya “brechtiana” de la representación y viésemos todo su dispositivo.



Poco después de aparecer la incertidumbre en forma de camión de golosinas, adelantando el coche de las protagonistas, llegan a una gasolinera. Las tres se separan y Beth empieza a conquistar el interior del espacio. Camina lenta, cruza unas palabras con una dependienta que, torpemente, se excusa para dejar a la joven sola en la gasolinera. Beth explora los alrededores. Ve una pila de libros y se posiciona sus gafas para contemplarlos con más detenimiento, pero no es lo único que hace. La portada de uno de los periódicos la llama poderosamente su atención. Lógicamente se trata de un crimen en titulares. Parece ser que hay un serial killer matando familias por ahí.



Después de ojear entre sus páginas, alza la vista y observa que el fluorescente empieza a parpadear rítmicamente. El sonido aparece más intenso y ella se da cuenta, más que nunca, que está sola. Será la presencia de su hermana quien la rescatará de su proceso mental. En ese momento estaba ordenando su realidad y al mismo tiempo construyendo el andamiaje ficticio, generando la imaginación suficiente para creerse que lo extraño, lo misterioso pudiese filtrarse en ese momento, en ese espacio, avasallándola. La forma cinematográfica hace acto de presencia: la música, la fotografía, la posición de la cámara, el tratamiento del espacio, con el único propósito de asistir al nacimiento de una idea, de una historia, en la cabeza de la actante. Es como si Beth inconscientemente estuviera amoldando unos hechos en principios anecdóticos para insuflarlos una vida nueva, terrorífica. Con el paso del tiempo, el director nos hará ver que Beth se ha convertido en una prestigiosa escritora de género a lo Stephen King. De alguna manera, esa secuencia en la gasolinera establece un maravilloso juego de espejos donde el potencial narrativo juega un papel esencial, plegando la realidad más circundante e inventándose otra nueva.



Lo dice la propia Beth cuando le pregunta que qué es lo que más le gusta en la vida, y responde mirando a cámara que escribir historias. ¿Y si todo lo que hemos visto no ha sido más que eso? Una fábula donde brujas y ogros persiguen a niños, como le llegan a decir a una agente de policía. Y reforzando esa idea, no podemos olvidarnos de un plano posterior de una máquina de escribir tirada en el suelo. Nadie parece percatarse de la presencia del objeto pero el director le dedica un plano. Quizá, llegados a este punto comience otra anagnórisis pero esta vez en el narratario.



ENTRE LA PARADA Y EL DESFILE. Introducción a un ejercicio crítico.

Cuando el misterio es demasiado impresionante no es posible desobedecer”.
                                                            Antoine De Saint-Exupéry. (El principito, 1946).

De igual manera que este texto tiene como misión relacionar otros tres subsiguientes, también convendría señalar que mi background forjará una peculiar alianza con mi trabajo comprendiendo, espero, mis intenciones. Lo dice el propio Aristarco en su Prólogo a la edición española, “para leer en su integridad […] un texto cinematográfico, son necesarios enfoques pluridisciplinares”. Bien propongamos pues un misterio. Imaginémonos una película pasando por la ventana de un proyector, desfilando del carretel de alimentación al de recuperación y repentinamente, se para en un fotograma concreto. Hasta ese momento no éramos conscientes del engaño cinematográfico, de la ilusión del movimiento de la imagen fotográfica, contenida en la cinta de celuloide que se ha detenido. La parada nos hace (re)pensar la imagen, la significación nos enseña el camino, de otra manera no hubiese sido posible la detención de ese desfile de fotografías.


Si continuásemos en el reino del signo, convendría citar las palabras de Jacques Aumont y Michel Marie en su Análisis del film (Editorial Paidós. Comunicación. Cine), siguiendo la estela de gente como Raymond Bellour (de hecho su libro está dedicado al crítico y ensayista) para metaforizar el análisis en esa parada mítica, aunque como bien señalan, no se pueda condensar a todo un juicio pero que “a partir de la posibilidad de dicha parada […], el film se convierte en algo plenamente analizable. A partir de los elementos localizables durante la parada de la imagen, pueden construirse las relaciones lógicas y sistemáticas que son siempre el objetivo del análisis”.
Comencemos conjeturando que los tres textos difieren en su estructura, e incluso en su morfología, pero a priori pareciesen hablar de lo mismo, conformándose una peculiar correspondencia a tres bandas sucediéndose en el tiempo (los textos de Farber y Guarner son contemporáneos, ambos de 1962, y el de Aristarco, aunque fechado en 1996 de la edición española de la Universidad de Valladolid, Los gritos y los susurros, se trata de un compendio de escritos sobre diferentes películas a lo largo de los años). ¿Y de qué hablan los tres textos? Podríamos entender, sintetizándolo, que de dos conceptos (lo “contundente” y lo “discutible”), de dos maneras de entender la creación cinematográfica (desde el altar de la obra maestra hasta la cloaca de la serie B); eso que dice el escritor italiano de la persistencia “de viejos lugares comunes y tópicos” y del uso de “etiquetas, una vez aplicadas”, transformándose en “prejuicios sin que nadie le entre curiosidad de, por lo menos, realizar una verificación”. Pero no es tan fácil. Si los leyésemos con más detenimiento, nos daríamos cuenta de sus discrepancias internas, situándonos en una encrucijada entre prestar importancia al detalle (una revelación, un estado de gracia quebradizo) o al conjunto (el continuo apoyo “baziniano” de Guarner a la perpetua puesta en escena) de una película. Para complicar el asunto, además, existen coincidencias en la génesis entre dos de las obras, ya que sus textos se publicaron en sendas revistas cinematográficas.
Farber escribió para Film Culture y Guarner  para Film Ideal,  por lo tanto, poseen un hilo conductor que se origina, más o menos, en un mismo espacio, en una redacción que después se irá desenhebrando con diferente ritmo y tino. Ambos trabajos crean sentencia a su manera. El Arte termita contra el Arte elefante blanco, nos habla de una “parte” y Las gafas de Parménides, de un “todo”. Farber, iconoclasta, representante de la concepción de esa parada alegórica, potenciaría la importancia de  la anécdota, la cosa inédita, sujeta al escrutinio del estudio, la mirada microscópica de una película hallando una especie de  clarividencia que golpea un plano, un rostro o va más allá de la propia forma, como bien advierte: “los mejores ejemplos de arte termita aparecen fuera de campo del cine, en lugares donde la antorcha de la cultura no brilla por ninguna parte, para que el artesano pueda mostrarse  vulgar, pródigo, obstinadamente hermético, y producir arte que no sirve para nada sin preocuparse del resultado”. Y Guarner, esteta, ejemplo del punto de vista, ahondará en las herramientas del desfile fílmico para declarar que “la enorme fuerza del cine es la mirada personal que el autor dirige hacia la realidad a través de la puesta en escena: en unos segundos se nos ofrece la plena revelación de los sentimientos de un ser humano en toda su desnudez”.


Ese “fuera de campo cinematográfico” (por cierto un tanto “noëlburchiano” vertiente Praxis del cine, 1970) nos da la clave en el texto del norteamericano. El objeto físico de una película va allende lo que vemos en su interior, lo que está sustentado por su contenido y limitado por el propio cuadro de la cámara. Pero si nos atreviésemos a ver “más allá”, podríamos descubrir cosas nuevas, sub-historias relevantes que pudieran descubrir nuevas legibilidades de la obra o partes de la misma. Diríamos, por tanto, que mientras un autor busca en el film su exterioridad, otro se sumergirá en su interioridad. La defensa de la “mise en scène”, como herramienta nuclear, es apabullante en el barcelonés: “descubrir el modo peculiar como un cineasta dispone la realidad ante su cámara, […] es esencial para la plena comprensión de su pensamiento” y prosigue, “la técnica no es más que la lógica consecución de la puesta en escena. De ahí el profundo y decisivo error que entraña la separación de estos conceptos en compartimentos estancos. En cualquier caso, el hecho de ir “más allá” implicaría una cierta metafísica y aquí, Farber, obligatoriamente, tendría que aliarse con el Parménides del texto de Guarner, que apoyándose en el filósofo presocrático y padre de la metafísica, también incide en un ejercicio de exploración hacia lo desconocido para comprender mejor la propuesta cinematográfica. Los dos defenderán  la idea de viajar a una “terra incognita” en busca de respuestas que a veces no llevaran implícitas soluciones sino, más bien, otras preguntas.


Pero todo peaje cuesta un precio. Guarner defiende el “todo”, imposibilitando la cesura entre la forma y el fondo, y vendría a decirnos lo que un espléndido manual me recordó en mi época estudiantil (Cómo se comenta un texto literario. Fernando Lázaro Carreter y Evaristo Correa Calderón. Catedra. Edición 29, 1992). En su capítulo introductorio, en el apartado siete se podía leer: “No puede negarse que, en todo escrito, se dice algo (fondo) mediante palabras (forma). Pero eso no implica que forma y fondo se puedan separar. Separarlos para su estudio sería absurdo […]. Ambos forman la obra artística, y no por separado, sino precisamente cuando están fundidos”. Y Guarner dictamina: “Hacer distingos artificiales de “forma” y “contenido” es perder el tiempo, porque en las obras dignas de este nombre ambos forman una síntesis armoniosa e indisoluble”. El impuesto de Farber no puede ser más concluyente: “Ciudadano Kane, 1941, se anticipó a varios años a un cambio crucial en el cine, partiendo de la vieja y fluida historia naturalista que hace salir a flote una película-iceberg de ocultos significados. […]. En la actualidad […] se ha visto superada por una nueva técnica cinematográfica que ha surgido de pronto como un feo matorral en medio  de películas que son auténticas joyas. […] IKiru (1952) de Kurosawa, es un jalón involuntario que sugiere un nuevo enfoque cerrado en sí mismo. Resume buena parte de aquello a lo que apuntaba el arte termita: inmersión entomológica en una pequeña superficie sin dirección ni propósito y, sobre todo, dedicación a fijar un instante sin embellecerlo, pero olvidándose  de ese logro una vez conseguido; el sentimiento de que todo puede sacrificarse, de que puede ser despedazado y recompuesto en otro orden sin sufrir deterioro”.


En definitiva, de lo que se trata aquí es de desmenuzar un arte, bien realizándolo clandestinamente (como los directores contrabandistas citados por Martin Scorsese en su Viaje personal al cine americano, 1995) ubicando su carga explosiva en el detalle más inesperado y detonarla en el momento preciso, o bien elaborando un complejo esquema que desnude la narración extrapolándola a un sentido, sin necesidad de explosionarlo, construyéndole un discurso. Uno que de la mano de Aristarco nos deja un regusto suspicaz. Leyendo su texto pareciese que este tipo de conclusiones críticas (y no sólo las de Farber y Guarner) pudiesen realizarse en una época de crisis. Una especie de era de la sospecha (Nathalie Sarraute, 1956) que describía la incertidumbre con la que convivían la obra creativa y su potencial testigo, lector o espectador. Si siguiésemos su juego, de igual manera que él estaba dispuesto a realizar un trabajo semejante al realizado por Flaubert en su diccionario de las ideas habituales y de los lugares comunes, podríamos también hacer un ejercicio de malabares crítico apostando por cómo vemos y reaccionamos hacia una película, estableciendo la dicotomía entre “un juicio de valor o uno cultural” sobre el punto de vista cinematográfico. Ante tal osadía, leyendo el texto de Guarner, podríamos concluir, por lo menos a un nivel nacional (todavía quedaba lejos la globalización que nos contamina) la constatación de una tímida esperanza en su “desfile” argumental: “Cuando empieza a despertarse en España poco a poco una cierta conciencia de la función crítica. […] testimonios de jóvenes que empiezan a tener una idea clara de lo que significa […]. Una edad profesional de la crítica.” Mientras tanto, Farber se quedaría a gusto, usando unas palabras de Cézanne para explicar su “parada”, su  logro termita como si fuese “su pequeña sensación”. […]. “El mudable tronco de un árbol, el choque infinitesimal de colores complementarios en suave matiz sobre la pared de una casa de labor”. No estamos muy lejos de esa defensa que hacía André Bazin a cierto cine impuro. ¡Espléndida sinergia!