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jueves, 17 de enero de 2019

La crítica en construcción. Brecht en la mirada. Una resonancia.


El peligro de la resonancia es su propio eco. Empiezas a indagar y corres el peligro de alejarte de su punto de partida, acabando en un callejón sin salida. Por tanto un ejercicio complicado y fascinante. ¡Vamos con ello!

Una tormenta de arena invade la geografía circundante del casino de Vienna (Joan Crawford). Su dueña manda a uno de sus crupieres a poner un farol en la entrada del establecimiento, para que sea más visible. Sam (Robert Osterloh) se dirige al objeto, y al mismo tiempo, pareciese que mirase al espectador, ofreciéndole subrepticiamente una confesión sobre su jefa: “Nunca vi a una mujer con más temple de hombre. Piensa como hombre, obra como hombre y, a veces, lo es más que nosotros”. Rápidamente el contraplano justifica la mirada, muestra que sus palabras iban directas a Johnny Guitar (Sterling Hayden) pero han sido cuatro segundos de desconcierto, donde el sistema identificativo ha saltado por los aires. El espectador puede sentirse vulnerado ante semejante osadía formal, su espacio privilegiado ha sido violado. El “voyeur” ha sido detectado y  el actante acaba de destrozar la cuarta pared. Con esta mirada brechtiana, Nicholas Ray se saltó una de las leyes representacionales del Hollywood clásico en su Johnny Guitar (1954).

Todo nace de la subjetividad. Un momento, una anécdota, que se oculta en tu cajón de sastre particular, y que a veces por mil motivos, sale a la luz y empieza su propia odisea creativa. Este momento concreto de Johnny Guitar fue un tiro a bocajarro en mi pasado cinéfilo. Aún lo veo y me asombro, y aunque no es oficialmente una mirada brechtniana, es mucho mejor que eso porque lo parece antes que lo es. Esa micro sutura me permitió unos segundos, olvidarme del western, de ese casino surrealista, de esos personajes errantes emocionales, y sucumbir a la conciencia del artificio.



Cuando Rex (Edward Norton) se muestra cansado de la isla donde vive y, sobre todo, de su modo de subsistir, mira frontalmente a la cámara y realiza otra confesión, convierte su tedio en grito de frustración. En este caso el contraplano no existe, Rex habla al narratario directamente, no hay posibilidad de una coartada dramática que explique tal audacia. Isla de perros (Isle of Dogs, Wes Anderson, 2018) está plagada de estos instantes, ya no son simples detonaciones aisladas que minan el interior de una dramaturgia estándar, ahora confluyen en una reacción en cadena, que el entorno cinematográfico pareciese asumir.




El homenaje de Anderson a la cultura japonesa es múltiple pero también permeablemente creativo. Atari y sus sabuesos recuerdan la hierática pose “mie” del teatro kabuki pero, al mismo tiempo, podrían representar el “gestus” brechtiano del teatro épico. Partiendo del “Verfremdungseffekt”, efecto de distanciamiento, se podría establecer un interesante paralelismo en torno a la evolución de la mirada del espectador; a su formar de cómo apre(h)ende las cosas siendo consciente del propio proceso. Pasando de un momento automático, casi furtivo, del pretérito, a la consagración de un modo de ver voluntario, totalmente establecido, en el presente del artificio artístico.

Este último párrafo habrá sido uno de los más difíciles que he creado hasta el momento. Una especie de compendio donde poder intentar reflejar unas alianzas significativas y significantes, en torno a esa frontalidad visual del actante, apoyándome en el extrañamiento de Brecht y su teatro épico, que, curiosamente, está basado en una idea oriental. Concretamente, en la ópera de Pekín y en Mei Lan Fang. El actor interpretaba a un  personaje que, cada vez que sentía miedo se mordía un mechón de su pelo. De esta manera y por repetición, la gente entendía que cuando realizaba el acto, estaba asustado.

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