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viernes, 11 de enero de 2019

Día de pre-estreno. Ghostland y algunas anagnórisis posibles.


El rostro de H. P. Lovecraft (1890-1937) da la bienvenida a la narración, de igual manera que parece hacerlo un niño amish, corriendo hacia una carretera solitaria y mirando cómo pasa un coche. En su interior viajan Beth (Emilia Jones/Crystal Reed), Vera (Taylor Hickson/Anastasia Phillips) y su madre (Mylène Farmer). Puede que este último gesto se trata más bien de un aviso, una advertencia, que solamente será vista por Vera. ¿Por qué Lovecraft? y ¿por qué un niño amish? ¿Por qué no otro autor de literatura de terror u otro niño? Pascal Laugier está enseñando sus manos, presto a realizar su truco. Desde el principio está posicionando unas referencias que jugará con ellas a lo largo de todo la trama, y aunque pareciese que estos dos elementos no tuviesen ninguna conexión, encierren concomitancias. Empecemos con el niño corriendo, de alguna manera nos retrotrae a la infancia. Aquel periodo donde todo empieza a ser consciente por primera vez dirigido por la inocencia. Precisamente, una de las características de cualquier comunidad aislada (perfectamente podríamos ubicar la Amish en el mapa) es su capacidad para establecer entre sus miembros (empezando por los más pequeños) el grado más puro. La ingenuidad funciona, además de para controlar a sus habitantes, como “tara generacional”. Y por otro lado, el peaje necesario de rendir homenaje al escritor de Providence, si quieres contar una historia de terror en la actualidad. Con este discurso en mente la historia confeccionará su particular magia en dos tiempos. El visto y no visto. Primero, transformando su geografía. Una de las características “lovecraftianas” es la sugerencia metonímica.



La casa se transformará en un personaje más de la función y segundo, centrándose en su tema ocupándose  de cercenar la ingenuidad de las protagonistas, o al menos la de Beth, de cuajo. Aunque pareciese una boutade, igualmente existen dos maneras de acercarse a esta Ghostland (Incident in a Ghostland, 2018). El director galo lo sabe, la consciente y la inconsciente. La parte en la que te lleva de la mano y la que te empuja al abismo. Es una dupla característica que ha ido perfeccionando a lo largo de su carrera (desde Martyrs, 2008, hasta El hombre de las sombras, 2012). La historia va encaminándose por una cierta cotidianidad hasta que se van detonando una serie de golpes de efectos, típicos y tópicos del género, que conducen al primer punto de giro de la narración en forma de anagnórisis. A partir de ese momento, nos adentramos en una “terra incognita”. La extrañeza suele durar poco. Lo suficiente para que, en nuestro caso, veamos una solución de puesta en escena que rinde homenaje a Hitchcock. Posicionar la cámara en picado de tal manera que no veamos el rostro de Beth y por lo tanto su “despertar” a primera vista. La ubicación de este recurso narrativo por el cual el personaje reconoce, y por lo tanto, recompone su mundo suele estar adherido a la mitad de la diégesis, configurando un curioso “parteaguas” dramático, y también desequilibrando un poco la narración, si no se hace correctamente. No es el caso. El desconcierto perdura, es más, hay una secuencia de un baile entre Beth adulta y su Madre ridículamente caníbal.



Beth ya ha visto a su hermana que sufre ataques epilépticos después de sufrir un trauma en su adolescencia, y se queda con su madre en el salón de la casa donde ocurrieron los atroces hechos. Mientras Vera permanece encerrada en el sótano, las dos mujeres se emborrachan, aunque más la progenitora que la hija, acabando en un desconcertado baile donde la madre la huele, literalmente, y llega a decir que echaba de menos ese olor de hija y que le hubiese encantado comerse a sus hijas. Beth se aparta de su madre y, aunque sabe que está ebria, la insta a parar diciéndola que no tiene sentido lo que está diciendo. Ese momento de “Saturna devorando a sus hijas” está situado en el momento justo, donde poco después se producirá el proceso de anagnórisis. Pero antes de que el verdadero sentido protagonice la parte final de la película, Beth tendrá que construir la otra realidad y existe otra secuencia maravillosa donde podemos comprobarlo. Es como si  levantásemos la tramoya “brechtiana” de la representación y viésemos todo su dispositivo.



Poco después de aparecer la incertidumbre en forma de camión de golosinas, adelantando el coche de las protagonistas, llegan a una gasolinera. Las tres se separan y Beth empieza a conquistar el interior del espacio. Camina lenta, cruza unas palabras con una dependienta que, torpemente, se excusa para dejar a la joven sola en la gasolinera. Beth explora los alrededores. Ve una pila de libros y se posiciona sus gafas para contemplarlos con más detenimiento, pero no es lo único que hace. La portada de uno de los periódicos la llama poderosamente su atención. Lógicamente se trata de un crimen en titulares. Parece ser que hay un serial killer matando familias por ahí.



Después de ojear entre sus páginas, alza la vista y observa que el fluorescente empieza a parpadear rítmicamente. El sonido aparece más intenso y ella se da cuenta, más que nunca, que está sola. Será la presencia de su hermana quien la rescatará de su proceso mental. En ese momento estaba ordenando su realidad y al mismo tiempo construyendo el andamiaje ficticio, generando la imaginación suficiente para creerse que lo extraño, lo misterioso pudiese filtrarse en ese momento, en ese espacio, avasallándola. La forma cinematográfica hace acto de presencia: la música, la fotografía, la posición de la cámara, el tratamiento del espacio, con el único propósito de asistir al nacimiento de una idea, de una historia, en la cabeza de la actante. Es como si Beth inconscientemente estuviera amoldando unos hechos en principios anecdóticos para insuflarlos una vida nueva, terrorífica. Con el paso del tiempo, el director nos hará ver que Beth se ha convertido en una prestigiosa escritora de género a lo Stephen King. De alguna manera, esa secuencia en la gasolinera establece un maravilloso juego de espejos donde el potencial narrativo juega un papel esencial, plegando la realidad más circundante e inventándose otra nueva.



Lo dice la propia Beth cuando le pregunta que qué es lo que más le gusta en la vida, y responde mirando a cámara que escribir historias. ¿Y si todo lo que hemos visto no ha sido más que eso? Una fábula donde brujas y ogros persiguen a niños, como le llegan a decir a una agente de policía. Y reforzando esa idea, no podemos olvidarnos de un plano posterior de una máquina de escribir tirada en el suelo. Nadie parece percatarse de la presencia del objeto pero el director le dedica un plano. Quizá, llegados a este punto comience otra anagnórisis pero esta vez en el narratario.



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