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viernes, 11 de enero de 2019

ENTRE LA PARADA Y EL DESFILE. Introducción a un ejercicio crítico.

Cuando el misterio es demasiado impresionante no es posible desobedecer”.
                                                            Antoine De Saint-Exupéry. (El principito, 1946).

De igual manera que este texto tiene como misión relacionar otros tres subsiguientes, también convendría señalar que mi background forjará una peculiar alianza con mi trabajo comprendiendo, espero, mis intenciones. Lo dice el propio Aristarco en su Prólogo a la edición española, “para leer en su integridad […] un texto cinematográfico, son necesarios enfoques pluridisciplinares”. Bien propongamos pues un misterio. Imaginémonos una película pasando por la ventana de un proyector, desfilando del carretel de alimentación al de recuperación y repentinamente, se para en un fotograma concreto. Hasta ese momento no éramos conscientes del engaño cinematográfico, de la ilusión del movimiento de la imagen fotográfica, contenida en la cinta de celuloide que se ha detenido. La parada nos hace (re)pensar la imagen, la significación nos enseña el camino, de otra manera no hubiese sido posible la detención de ese desfile de fotografías.


Si continuásemos en el reino del signo, convendría citar las palabras de Jacques Aumont y Michel Marie en su Análisis del film (Editorial Paidós. Comunicación. Cine), siguiendo la estela de gente como Raymond Bellour (de hecho su libro está dedicado al crítico y ensayista) para metaforizar el análisis en esa parada mítica, aunque como bien señalan, no se pueda condensar a todo un juicio pero que “a partir de la posibilidad de dicha parada […], el film se convierte en algo plenamente analizable. A partir de los elementos localizables durante la parada de la imagen, pueden construirse las relaciones lógicas y sistemáticas que son siempre el objetivo del análisis”.
Comencemos conjeturando que los tres textos difieren en su estructura, e incluso en su morfología, pero a priori pareciesen hablar de lo mismo, conformándose una peculiar correspondencia a tres bandas sucediéndose en el tiempo (los textos de Farber y Guarner son contemporáneos, ambos de 1962, y el de Aristarco, aunque fechado en 1996 de la edición española de la Universidad de Valladolid, Los gritos y los susurros, se trata de un compendio de escritos sobre diferentes películas a lo largo de los años). ¿Y de qué hablan los tres textos? Podríamos entender, sintetizándolo, que de dos conceptos (lo “contundente” y lo “discutible”), de dos maneras de entender la creación cinematográfica (desde el altar de la obra maestra hasta la cloaca de la serie B); eso que dice el escritor italiano de la persistencia “de viejos lugares comunes y tópicos” y del uso de “etiquetas, una vez aplicadas”, transformándose en “prejuicios sin que nadie le entre curiosidad de, por lo menos, realizar una verificación”. Pero no es tan fácil. Si los leyésemos con más detenimiento, nos daríamos cuenta de sus discrepancias internas, situándonos en una encrucijada entre prestar importancia al detalle (una revelación, un estado de gracia quebradizo) o al conjunto (el continuo apoyo “baziniano” de Guarner a la perpetua puesta en escena) de una película. Para complicar el asunto, además, existen coincidencias en la génesis entre dos de las obras, ya que sus textos se publicaron en sendas revistas cinematográficas.
Farber escribió para Film Culture y Guarner  para Film Ideal,  por lo tanto, poseen un hilo conductor que se origina, más o menos, en un mismo espacio, en una redacción que después se irá desenhebrando con diferente ritmo y tino. Ambos trabajos crean sentencia a su manera. El Arte termita contra el Arte elefante blanco, nos habla de una “parte” y Las gafas de Parménides, de un “todo”. Farber, iconoclasta, representante de la concepción de esa parada alegórica, potenciaría la importancia de  la anécdota, la cosa inédita, sujeta al escrutinio del estudio, la mirada microscópica de una película hallando una especie de  clarividencia que golpea un plano, un rostro o va más allá de la propia forma, como bien advierte: “los mejores ejemplos de arte termita aparecen fuera de campo del cine, en lugares donde la antorcha de la cultura no brilla por ninguna parte, para que el artesano pueda mostrarse  vulgar, pródigo, obstinadamente hermético, y producir arte que no sirve para nada sin preocuparse del resultado”. Y Guarner, esteta, ejemplo del punto de vista, ahondará en las herramientas del desfile fílmico para declarar que “la enorme fuerza del cine es la mirada personal que el autor dirige hacia la realidad a través de la puesta en escena: en unos segundos se nos ofrece la plena revelación de los sentimientos de un ser humano en toda su desnudez”.


Ese “fuera de campo cinematográfico” (por cierto un tanto “noëlburchiano” vertiente Praxis del cine, 1970) nos da la clave en el texto del norteamericano. El objeto físico de una película va allende lo que vemos en su interior, lo que está sustentado por su contenido y limitado por el propio cuadro de la cámara. Pero si nos atreviésemos a ver “más allá”, podríamos descubrir cosas nuevas, sub-historias relevantes que pudieran descubrir nuevas legibilidades de la obra o partes de la misma. Diríamos, por tanto, que mientras un autor busca en el film su exterioridad, otro se sumergirá en su interioridad. La defensa de la “mise en scène”, como herramienta nuclear, es apabullante en el barcelonés: “descubrir el modo peculiar como un cineasta dispone la realidad ante su cámara, […] es esencial para la plena comprensión de su pensamiento” y prosigue, “la técnica no es más que la lógica consecución de la puesta en escena. De ahí el profundo y decisivo error que entraña la separación de estos conceptos en compartimentos estancos. En cualquier caso, el hecho de ir “más allá” implicaría una cierta metafísica y aquí, Farber, obligatoriamente, tendría que aliarse con el Parménides del texto de Guarner, que apoyándose en el filósofo presocrático y padre de la metafísica, también incide en un ejercicio de exploración hacia lo desconocido para comprender mejor la propuesta cinematográfica. Los dos defenderán  la idea de viajar a una “terra incognita” en busca de respuestas que a veces no llevaran implícitas soluciones sino, más bien, otras preguntas.


Pero todo peaje cuesta un precio. Guarner defiende el “todo”, imposibilitando la cesura entre la forma y el fondo, y vendría a decirnos lo que un espléndido manual me recordó en mi época estudiantil (Cómo se comenta un texto literario. Fernando Lázaro Carreter y Evaristo Correa Calderón. Catedra. Edición 29, 1992). En su capítulo introductorio, en el apartado siete se podía leer: “No puede negarse que, en todo escrito, se dice algo (fondo) mediante palabras (forma). Pero eso no implica que forma y fondo se puedan separar. Separarlos para su estudio sería absurdo […]. Ambos forman la obra artística, y no por separado, sino precisamente cuando están fundidos”. Y Guarner dictamina: “Hacer distingos artificiales de “forma” y “contenido” es perder el tiempo, porque en las obras dignas de este nombre ambos forman una síntesis armoniosa e indisoluble”. El impuesto de Farber no puede ser más concluyente: “Ciudadano Kane, 1941, se anticipó a varios años a un cambio crucial en el cine, partiendo de la vieja y fluida historia naturalista que hace salir a flote una película-iceberg de ocultos significados. […]. En la actualidad […] se ha visto superada por una nueva técnica cinematográfica que ha surgido de pronto como un feo matorral en medio  de películas que son auténticas joyas. […] IKiru (1952) de Kurosawa, es un jalón involuntario que sugiere un nuevo enfoque cerrado en sí mismo. Resume buena parte de aquello a lo que apuntaba el arte termita: inmersión entomológica en una pequeña superficie sin dirección ni propósito y, sobre todo, dedicación a fijar un instante sin embellecerlo, pero olvidándose  de ese logro una vez conseguido; el sentimiento de que todo puede sacrificarse, de que puede ser despedazado y recompuesto en otro orden sin sufrir deterioro”.


En definitiva, de lo que se trata aquí es de desmenuzar un arte, bien realizándolo clandestinamente (como los directores contrabandistas citados por Martin Scorsese en su Viaje personal al cine americano, 1995) ubicando su carga explosiva en el detalle más inesperado y detonarla en el momento preciso, o bien elaborando un complejo esquema que desnude la narración extrapolándola a un sentido, sin necesidad de explosionarlo, construyéndole un discurso. Uno que de la mano de Aristarco nos deja un regusto suspicaz. Leyendo su texto pareciese que este tipo de conclusiones críticas (y no sólo las de Farber y Guarner) pudiesen realizarse en una época de crisis. Una especie de era de la sospecha (Nathalie Sarraute, 1956) que describía la incertidumbre con la que convivían la obra creativa y su potencial testigo, lector o espectador. Si siguiésemos su juego, de igual manera que él estaba dispuesto a realizar un trabajo semejante al realizado por Flaubert en su diccionario de las ideas habituales y de los lugares comunes, podríamos también hacer un ejercicio de malabares crítico apostando por cómo vemos y reaccionamos hacia una película, estableciendo la dicotomía entre “un juicio de valor o uno cultural” sobre el punto de vista cinematográfico. Ante tal osadía, leyendo el texto de Guarner, podríamos concluir, por lo menos a un nivel nacional (todavía quedaba lejos la globalización que nos contamina) la constatación de una tímida esperanza en su “desfile” argumental: “Cuando empieza a despertarse en España poco a poco una cierta conciencia de la función crítica. […] testimonios de jóvenes que empiezan a tener una idea clara de lo que significa […]. Una edad profesional de la crítica.” Mientras tanto, Farber se quedaría a gusto, usando unas palabras de Cézanne para explicar su “parada”, su  logro termita como si fuese “su pequeña sensación”. […]. “El mudable tronco de un árbol, el choque infinitesimal de colores complementarios en suave matiz sobre la pared de una casa de labor”. No estamos muy lejos de esa defensa que hacía André Bazin a cierto cine impuro. ¡Espléndida sinergia!

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