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martes, 7 de octubre de 2014

DÍA DE NIEBLA, NOCHE DE MISTERIO.

Desde principios de Octubre hasta prácticamente todo el invierno y un poco de primavera, es frecuente ver bancos de niebla en la zona donde me crié, Medina del Campo. Era muy poético ir a la Universidad a las siete de la mañana y ver tu autobús siendo rodeado de mantos de espesa niebla. También tenía un aspecto ciertamente gótico que lo relacionaba con las películas de terror que había visto, sobre todo con aquellas que tenían como escenario principal un castillo. Si a eso le sumamos que en Medina se encuentra el maravilloso Castillo de la Mota y que todas las mañanas lo veía por mi ventana, ya podéis imaginaros de dónde puede provenir parte de mi creatividad. Bueno aquí os dejo con el séptimo Sueño de Los, donde la niebla juega un papel primordial.

0. Introducción.

     “Cecil B. DeMille era un gran narrador de historias, pero yo prefiero ocuparme de los personajes.”
                                                                                               George Cukor.

Toca pasar una de miedo pero, entiéndame el lector, una de los años cuarenta donde los elementos que construían la diégesis eran definidos por las incertidumbres, el suspense y los hechos inexplicables, el misterio y no por la sal gorda, es decir la sangre. Un viaje claustrofóbico por los recovecos de la mente humana y el desiderativo uso de la misma, esto es, un trayecto desde la luz de la inocencia, representado por un amor puro hacia una persona, hasta la oscuridad del deseo, escenificado por un intenso amor hacia un “objeto”. Luz que agoniza es un camino de ida hacia el reino de la sombras, o en este caso al de la niebla, donde Paula, nuestra heroína, encontrará el coraje suficiente para poder escalar en esa metafórica escalera de su casa-mazmorra, los impedimentos, obstáculos puestos por su marido Gregory hasta lograr subir a ese ático, espacio-museo, y encontrar la liberación total de su triste pasado, el asesinato de su tía-madre y conseguir el (auto)control de la situación; no en vano durante todo el metraje somos testigos del viaje iniciático de la protagonista: una Paula guiada, llevada, “ser pasivo” por la mano de su maligno marido, y una Paula subida en el balcón del ático mirando, “ser activo” a un Londres fuera de campo, rodeado de nubes que avecinan tormenta, confeccionando un final Stevensionano a la trama. Señores y señoras empezamos EL SUEÑO DE LOS.

1. Ficha técnica y artística.

Título original: Gaslight.
Año de producción: 1944. Una producción de Metro-Goldwyn-Mayer.
Productor: Arthur Hornblow Jr.
Director: George Cukor.
Guionistas: John Van Druten, Walter Reisch y John Balderston sobre una obra de
                   teatro, Angel Street, de Patrick Hamilton.
Fotografía: Joseph Ruttenberg en blanco y negro. 35 mm.
Montaje: Ralph E. Winters.
Dirección artística: Cedric Gibbons y William Ferrari. Decoración de Paul
                                Huldchinsky y Edwin B. Willis.
Sonido: Douglas Shearer.
Música: Bronislau Kaper. Jakob Gimpel toca al piano la Patética de Beethoven.
Reparto:
Paula Alquist – Ingrid Bergman.
Gregory Antón – Charles Boyer.
Brian Cameron – Joseph Cotten.
Miss Thwaites – Dame May Whitty.
Nancy Oliver – Angela Lansbury.
Elizabeth Tompkins – Barbara Everest.
Maestro Guardi – Emil Rameau.
Williams – Tom Stevenson.
General Huddleston – Edmund Brean.
Duración: 114 minutos.

2. Un ejemplo de dualismo narratológico. Un prólogo circun(scrito) a la narrativa cinematográfica.

    Dos almas, ay, habitan en mi pecho”.
                                                                                              Goethe.


 Las palabras del protagonista de Fausto nos anuncian la dualidad del alma del héroe y resume nuestras expectativas finales; esto es, la relación existente entre el tema del doble y su trasfondo literario, el romanticismo en la película de Cukor, aunque desde este artículo solo hablemos del prólogo, y haciendo un inciso, valdría señalar que no solo el principio o el final como se ha señalado con anterioridad en la INTRODUCCIÓN, sino a lo largo de toda el film existe un “vaso comunicante” que nos hace recordar cierto espíritu romántico, ya no solamente en la historia contada, sino en su forma, es decir desde un punto de vista del relato, narratológicamente hablando.
Según Masao Miyoshi en su libro sobre la literatura del diecinueve (The Divided Self. A Perspective On The Literature Of The Victorians) citado en el libro-estudio de Manuel Garrido sobre la novela, El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, la idea del doble es una obsesión en la literatura del siglo XIX. Masao prosigue: “su raíz se encuentra quizá en la protesta romántica contra el espíritu de la Ilustración, que redujo exclusivamente las fuentes de conocimiento a la razón y el sentido”. Toda la literatura romántica, de alguna u otra manera, han bebido del dualismo desde Mary Shelley (Frankstein, 1818), Dostoievski (El doble, 1846) o Oscar Wilde (El retrato de Dorian Gray, 1891) entre otros, y sin olvidar pero señalándolo sucintamente también, la heredera de esta corriente en el siglo pasado, es decir, la vanguardia expresionista y más tarde surrealista cinematográfica.
De entre todos los escritores de los últimos cien años, y de acuerdo a Frank McLynn (Robert Louis Stevenson. A Biography, 1993), Robert Louis Stevenson sería el hombre que mejor representase ese dualismo. Según el escritor el drama paterno-filial, el conflicto de intereses e ideales entre la nacionalidad escocesa y la inglesa, las tensiones entre el deseo de acción y la salud precaria, o entre el autor perfeccionista y el autor de masas, son factores que contribuyen a desestabilizar el equilibrio de una personalidad. A esto se le podría añadir, lo que ha señalado Manuel Garrido, el verdadero problema que suscitaba al escritor escocés: el conflicto entre el hombre y la moral de los dos lados de la naturaleza, el “bueno” y el “malo”. Es por esta razón que hemos escogido como relación existente entre el tema del doble y el film, una novela de Stevenson que no agota ningún género literario tratado, como el detectivesco o el científico entrelazándolos a ambos, sino más bien que los expande a límites insospechados. Estamos hablando de El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde; un relato donde la sutilidad narrativa, su concesión elíptica de la descripción de los acontecimientos antes y después de la acción, despiertan en el lector esa llama(da) de atención/curiosidad avezada para, acto seguido, embarcarle en la progresión de la trama, ya transformado en autentico narratario de la historia.
Establecidos los antecedentes teóricos pasemos a los hechos empíricos, conformándose una relación comunicante entre diferentes medios artísticos (literatura-novela/cine-película), contrarios autores (Stevenson-Cukor) y distintos lugares (espacio-temporales), construyéndose un prisma interior que muestra la mimesis del relato desde dos puntos de vista, desde dos formas de confrontar la creación narrativa.


La presentación de la novela empieza con el genérico título de La historia de la puerta, invitándonos a cruzar “esa puerta” donde el misterio aguarda acechando y con la presentación de los personajes, el abogado Utterson y el Sr. Enfield. El comienzo es todo un alarde de concreción sujeta a los elementos gramaticales correspondientes, léase, adjetivos, adverbios, proposiciones que aligeran el contenido descriptivo y nos introducen rápidamente en el quid del relato. De esta manera Stevenson logra momentos de una tensión abrumadora y nos conduce de la mano de la práctica literaria por antonomasia, el diálogo entre los dos hombres, hablando acerca de ese extraño ser que atacó a una niña, a una sensación escalofriante apoyándose en lo dicho y visto por otros, ya que los protagonistas aún no han sido testigos de la apariencia del extraño individuo, creándose una mórbida curiosidad, ya no solo entre los personajes de la novela sino también en el lector, que podría ser como la que describe el propio escritor, cuando expresa el sentimiento que se tiene al contemplar a Mr. Hyde por primera vez:
Mr. Hyde era pálido y diminuto; daba una impresión de deformidad sin que se le pudiera señalar ninguna. […] y hablaba con una voz ronca, susurrante, y algo quebrada”. Pero ahí no termina el desasosiego sino todo lo contrario, solo estamos en el umbral de ese malestar desesperante que se instala en el lector y se edifica bajo la teoría literaria por antonomasia, la narración; la descripción del lugar donde se vio a Mr. Hyde actuando vilmente: “[…] su deambular les condujo a un callejón. [...] La calle era pequeña y tranquila […] la línea de las fachadas quedaba interrumpida por la entrada a un patio; y justo en ese lugar proyectaba su alero sobre la calle el siniestro bloque de un edificio […] todos sus detalles mostraban las señales de una prolongada y sórdida negligencia”. O su creación de atmósferas es elocuente al respecto: “Los pequeños sonidos se podían percibir desde lejos; […] y cuando un transeúnte se aproximaba, el rumor de sus pasos le precedía con mucha antelación. Llevaba Mr. Utterson algunos minutos en su puesto, cuando se percibió de un ligero y extraño sonar de pasos que se acercaban”. De una forma precisa y sintética  pero efectiva, el autor ha marcado los parámetros por los que se moverá su ficción. Un camino transitado por el film de Cukor como veremos a continuación; mimética, teóricamente hablando, diferente en la praxis cinematográfica.
El comienzo del prólogo fílmico es todo un ejemplo de esa sutilidad narrativa: ambientado en un oscuro y neblinoso Londres, ayudado por una luz lechosa abismalmente misteriosa, nos introducimos en la vivienda donde se ha cometido el homicidio, y observamos a una pequeña Paula trastornada por el terrible suceso, caminando indecisa del interior de la mansión al interior del carro tirado por caballos que espera fuera. En ese corto lapso de tiempo, escasos segundos, están descritas las constantes vitales de un “corpus” capital, porque es en ese espacio pequeño (el interior del carromato), envuelto en una oscuridad eterna, donde se explica, sin florituras psicológicas, el estado mental de la pequeña totalmente náufraga en un mar amenazador de rostros anónimos, que bien podría corresponderse al del asesino huido, como muy bien indica la portada del periódico que está leyendo una pareja de ciudadanos, mirando a la niña, impúdicamente, alejarse del lugar del crimen. Hasta aquí se ha logrado más o menos una atmósfera heredada de la novela pero, a diferencia de la misma, se crea una situación divergente construida bajo el yugo de la narratividad cinematográfica y, no hay que olvidarlo, deudora del teatro. Aquí lo importante no serán las palabras, incluso se prescinde de diálogo, elaborándose la llamada puesta en escena: todo en la secuencia está construido para que la imagen, como potente signo comunicativo, centre/manipule al espectador para captar su interés. Obsérvese al respecto los diferentes “ítems”, elementos diseminados en la escena, que la evocan a una parquedad semántica gramatical devastadora:

1.      La localización de la trama, elemento fundamental para contar una historia y porque, empero, será el lugar donde acontecerá la acción: Thorton Square.
2.      La atmósfera que describirá toda la historia, y que aquí se apunta con una ligera ironía, referida al título del film, la luz de gas, la que hace “ver” a la gente del siglo XIX y, también, la que hace observar al espectador del siglo XX la representación de la trama.
3.      El tema en cuestión, el asesinato, a través de una noticia del periódico.
4.      El hecho factible, gente arremolinada alrededor de la entrada de la mansión.

Ambos prólogos están construidos de una manera formal similar, cada uno con sus respectivos elementos pero en definitiva, la misma finalidad, el mismo objetivo de, no solo contar una historia, sino de también ambientarla. Quizás no exista una conexión “dualista” en su significación pero sí que la hay en su sentido formal. En ambos casos estamos hablando de dos personajes, por un lado el Sr. Utterson y el Sr. Enfield, y por el otro, Paula y su administrador; en ambos lugares la oscuridad se cierne sobre los personajes, la situación es la misma en los dos casos, desarrollada en plena calle y como nota curiosa ambos tienen el elemento común de la niña para hablar de ella en el caso de la novela, y para hablar con ella en el del film; un elemento recurrente que une el misterio a lo más recóndito de nuestro ser, la infancia y dibuja la eterna lucha, como ya hemos señalado con anterioridad, del fuerte sobre el débil, del bien sobre el mal o viceversa. Como consecuencia se crean paralelismo de una cierta índole “dualista” anticipada en el visionado de la película y heredera de la novela.
Ya habrán podido leer que Cukor no se consideraba un gran narrador de historias, más bien se centraba en los personajes, y curiosamente Stevenson tampoco se vanagloriaba de ser un gran contador de cosas: “Me siento a veces tentado a suponer que no soy en absoluto un narrador de historias, sino una criatura con no mayor entidad que la de un fabricante de quesos o incluso la de un queso, y un realista hundido hasta las cejas en la actualidad”. Ironías aparte del britano, a ambos se les denota un desarrollo en la precisión descriptiva de las atmósferas, los ambientes, que perfectamente hilvanan a los personajes dentro de ellos. La atmósfera describe la mente del personaje ya sea un abogado en la novela, el Sr. Utterson en el laboratorio del Dr. Jekyll, ya sea una mujer en la película, Paula en su mansión asfixiada por el barroquismo de sus paredes. Lo dicho un ejemplo de dualismo narratológico.

3. El estigma eterno y las constantes variables del creador.

    Tanto se me ha dicho, en público, en privado y en letras de molde, que siempre pinto lo mismo y que pinto lo de siempre es en mí una verdad indiscutible…Ahora bien, pensarán ustedes, ¿por qué pinta, pues, siempre lo de siempre?, ¿Por qué no sabe hacer otra cosa? Podría ser, y también por no haber realizado lo de siempre tal como yo querría, tal como lo sueño desde que vine a este mundo, por donde pasan tantas generaciones sin haber hecho nunca nada…ni lo de siempre”. 
                                                                                              Modest Urgell.

La historia está escrita ¿desde la originalidad o desde el ripio?, como decía el escritor Eugenio D’ors. Si lo “contado” nace en la repetición, en la copia, habrá tenido algún comienzo y en esa génesis habrá existido “lo original” pero con otro nombre, “el comienzo” o “el nacimiento” o “la materia primigenia” filosófica, etc, etc. Y así volveríamos a la eterna repetición como hemos comprobado, así que la pregunta sería un círculo latente, una serpiente que se come su propia cola, símbolo vikingo del mundo creado, antiguo pasado anglosajón. O es, quizás, ahí donde resida la respuesta a la pregunta; la historia está escrita desde un lugar recóndito de nuestra mente donde albergamos los secretos, los misterios más inconfesables y donde campa a sus anchas la imaginación (subconsciente). Ya lo decía Truffaut: “La imaginación al poder”. Ahora bien, el camino en obtener resultados, en imaginar las cosas puede ser un arma de doble filo y transformar un viaje hacia lo imaginado en una terrible pesadilla. Goya lo vaticinó hace mucho: “El sueño de la razón produce monstruos”.
Digresiones (meta) artísticas aparte, las palabras del pintor catalán también refuerzan esa búsqueda mítica original de las cosas; búsqueda cruel que desestima todo lo que no es original lastrándolo al olvido y la desaparición. ¿Cuántas pérdidas de grandes maestros, de grandes obras se han cometido en nombre de un latrocinio enmascarado en el estigma eterno de las frases: “es que no es original” o “eso ya lo he visto en otro lado”?
La respuesta a esa pregunta solo puede ser justificada por la certificación de una realidad: la inanidad expandida hoy en día sobre la cultura de la originalidad elaborada entre los ínclitos garantes de la cultura por y para el pueblo, que abarca a todas las artes y expresiones culturales de toda índole. Refiriéndonos al cine la lista de “olvidados” se convierte en legión. Son innumerables los cineastas que se han visto ahogados por esa falta de tacto hacia esa mascarada que es la originalidad, y entre ellos está George Cukor. Maticemos. Hoy en día es innegable el talento de Cukor pero siempre colocándolo en un segundo plano con respecto a otros directores hollywoodienses, como por ejemplo John Ford. Volveremos a matizar no se preocupen los lectores. George Cukor siempre se consideró un artesano del cine, su filmografía es prueba irrefutable; un hábil artesano, puntualiza Augusto M. Torres en su libro editado por Cátedra acerca del director, y el único serio escrito en castellano en este país; y antes hablábamos del olvido, ¿se acuerdan? Prosigamos, el crítico dice acerca del director: “En sus películas hay excelentes retratos femeninos, le gusta contar historias de actores, le apasionan los ambientes teatrales y siente especial predilección por los personajes que representan otro ante los demás. La apariencia y la realidad se confunden en sus mejores obras en un mundo donde el espectáculo y el espectáculo dentro del espectáculo tienen especial importancia”. Esas constantes variables de las que habla Torres, y con las cuales estoy totalmente de acuerdo, configuran un hecho, a saber, que los temas de las películas de Cukor estaban creados, configurados bajo el crisol del ripio, nada despreciable por cierto, si traemos a colación a Ford, cuyas constantes eran las mismas siempre; ¿y entonces porqué a unos se los trata mejor que a otros? La respuesta nos ocuparía diez folios más y el objetivo de este artículo no es tal, pero cabría señalar que muchas veces es debido a  la subjetividad de cada uno, o más concretamente, a la pasión, a ese estado inconsciente que nos transforma en seres embriagados y sedientos del ídolo al que estamos venerando en ese momento, y que consigue encumbrar al Olimpo de la maestría a unos y al anonimato de la artesanía a otros. Dicho, o más bien, escrito todo esto, introduzcámonos en la materia a analizar, en el objeto analítico para ser partícipes de una autentica autopsia de la secuencia, dentro de una de las películas menos valoradas dentro de la carrera artística de Cukor: Luz de gas.


Film que desarticula los mecanismos clásicos del suspense para, una vez eliminada la tensión, crear otro tipo de “estado en suspenso” reforzándolo, construyéndolo, dirigiéndolo a los propios personajes de la trama, a los actores reales de la representación para crear una verdad ficticia. A Cukor no le interesa mantener el suspense hasta el final; se sabe muy bien, y la película no engaña al respecto que Charles Boyer es el asesino y eso se demuestra innumerables veces de una manera formal, cuando Gregory cambia su tono de voz, chillando desenfrenadamente a Paula, o bien de una manera estética, cuando le vemos mirando a su futura mujer / victima, rodeado de una penumbra tenebrosa configurando un aura terrorífico al personaje.
Lo que de verdad fascina al director es la resolución de dicho suspense; es la reacción de los protagonistas ante el peligro, el verdadero misterio no es descubrir quién es el asesino sino más bien cómo enfrentarse a ese asesino y cómo derrotarle, y es ahí donde radica la valía del film, en la de-construcción del suspense, verificando sus parámetros y (re)conduciéndolos hacia esas “constantes variables de las que hemos hablado y que muy bien ha señalado el Sr. Torres.
A lo largo del metraje de la película asistimos al acoso y derribo por parte del personaje de Gregory, el marido, autentico Dr. Jekyll y Mr. Hyde consciente de ello, hacia Paula, su mujer. La presión es tal que Paula ya no sabe distinguir la realidad de la ficción, objetivo del marido desde el principio para conseguir que su mujer se volviese loca y, de esta manera, conseguir los diamantes de su tía. Pues bien llegados casi al final de la historia sucede una secuencia antológica que demuestra los temas recurrentes en la filmografía del director, y de los cuales iremos enumerándolos, y que definen, no ya solo un estilo sino la forma de llegar a él, y la (de)construcción de un género.


La secuencia tiene como protagonismo a la cocinera, Elisabeth, un personaje secundario durante toda la película pero que en este momento concreto del film adquiere un valor capital porque es en ella, o más bien sobre su mirada, sobre la que se cierne el sentimiento de “anagnórisis”; los otros dos personajes son los protagonistas: Paula y su marido Gregory que aquí están en un segundo plano, no narrativamente hablando pero si emocionalmente para que se produzca ese “reconocimiento” en el personaje de la cocinera. Durante toda la trama el pérfido marido ha intentado volver loca a su mujer y ha intentado que lo parezca delante de todos, de la nueva y descocada sirviente, fantástica Angela Lansbury y de la cocinera sorda, genial Barbara Everest; de esta manera anulados a todos los personajes/obstáculos de su incansable búsqueda, Gregory consigue su objetivo y logra encontrar los diamantes anhelados. De regreso a su casa él se da cuenta que alguien ha abierto su escritorio y rápidamente se dirige al dormitorio de su esposa, pensando que ha sido ella. Paula le espera en la sombra de un rincón de su habitación, emulando a la presentación de Gregory en la penumbra de una calle al principio de la película; Cukor quiere decir que la Paula inocente del comienzo, rodeada por la luz idílica de esa Italia de ensueño, no tiene nada que ver con la Paula martirizada, encerrada en su propia mansión de Londres y que el personaje femenino ha evolucionado psíquicamente. Paula ya no es la pequeña y ensoñadora enamorada, sino más bien la fría y calculadora mujer que va a tomarse la venganza por su cuenta, porque ya ha descubierto con quién está viviendo, gracias sobre todo a la figura de apoyo, el investigador Brian Cameron, interpretado por Joseph Cotten.
Gregory se acerca a su mujer y la empieza a acosar y ella utiliza lo único que ha aprendido de él, “representar un papel”. Paula se hace la “loca” con el fin de desenmascarar a su marido. Gregory pregunta incansable a Paula que quién ha abierto su escritorio, y ésta le dice que ha sido el hombre; el marido se confunde, la duda nace en la mente de Gregory por primera vez, ¿qué hombre? En ese momento aparece la cocinera que trae un vaso de leche a su señora. Es en este momento donde Gregory se aprovecha de la presencia de la mujer, como en muchas veces anteriores, para desestabilizar  y humillar a Paula, y pregunta a la cocinera si sabe quién es el hombre que ha visitado a la señora. Solo basta un cruce de miradas entre ambas mujeres para comprender todo la “representación”; la sirvienta no ha visto a nadie y le dice al señor que no ha entrado nadie, que Paula ha estado siempre sola. Paula entra en un estado de desconcierto “pre- fabricado” y su marido, creyendo que ella ha perdido completamente la cabeza, sonríe a la sirvienta y le comenta que hasta donde ha llegado. La cocinera mira a Gregory y después le dice que ya se da cuenta. El marido mira extrañado, por segunda vez en la secuencia, a la sirvienta; ésta se marcha de la habitación. Su trabajo ha terminado y no era precisamente el de llevar leche a Paula, sino en darse cuenta, “reconocer”, constatar que Paula, su ama, estaba siendo engañada por su propio marido y que éste la intentaba volver desquiciada. Esa respuesta que da al marido es totalmente elocuente con el sentimiento que tiene el personaje, el “ya me doy cuenta”, genera un despertar, un darse cuenta literal de la situación, de una infamia, de una mentira, de un teatrillo durante todo este tiempo.


La valía de esta secuencia también esta denotada por sus constantes variables que aparecen como marcas dentro de la narración de la escena; la representación dentro de una misma representación está clara dentro de la comunicación que hay entre las dos mujeres frente al hombre, el único que no se entera de lo que acontece ya que ha caído presa de su propia mentira, pero es que además el papel que hace Charles Boyer, representa en este momento concreto al del público mirando una obra de ficción, teatral o cinematográfica, es decir, Gregory como el espectador no sabe lo que se le viene encima. La apariencia y la realidad se hermanan  también en este momento del film, Paula finge/aparenta estar completamente ida y Gregory se lo cree, lo hace real, y además se lo hace ver a la cocinera. En este momento también se vislumbra el buen hacer de Cukor, su excelente trabajo con los actores para llegar a conseguir momentos de una perfección intolerable. Angela Lansbury lo explica muy bien: “George tenía un maravilloso rostro móvil. Él nunca me dio nada para leer  pero me indicaba cómo tenía que sentir, cómo tenía que reaccionar o cómo tenía que mirar” Todo un estudio psicológico cargado en una mirada.
Hoy en día muchos directores reconocidos por un montaje exasperante y sincopado haría de esta secuencia carne de planos a mansalva, pero hubo un tiempo donde las cosas se hacían con otro ritmo, otro modo; George Cukor se planteó la secuencia como si de una obra de teatro se tratará pero no innovó, no quiso ser original sino todo lo contrario, estudio el terreno, el decorado, analizó a sus personajes y después los dispuso sobre la escena creando un tempo mucho más rítmico a través de un plano secuencia memorable, no supeditado a los movimientos de cámara, sino a los personajes, lo que hacen y, lo más importante, como miran, a su elemento escópico, convirtiéndoles en seres observantes de la acción; en roles que ellos mismo sienten y creen, y de esta manera transmitir al público ese sentimiento de reconocimiento.
En alguna ocasión Cukor llegó a decir que “los planos largos dependen de la capacidad del actor para sostenerlos y también del estilo de la narración” ¿Qué pensarían Tarkovsky acerca de estas palabras? A veces no hace falta hablar de la maestría de alguien, simplemente observar, analizar su trabajo. Cukor al igual que Ford no hablaban de su talento, simplemente hacían su trabajo; sus obras hablan y hablarán de ellos por mucho tiempo porque, entre otras cosas, están confeccionadas con sus propias constantes variables y eso es síntoma de maestría.


4. Bibliografía.

I. George Cukor. Augusto M. Torres.
    Edita Cátedra. Signo e Imagen/Cineastas.
    Primera edición de 1992.
                 
II. El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Robert Louis Stevenson
     Edición de Manuel Garrido.
     Edita Cátedra. Letras Universales.
     Quinta edición de 2005.

III. Revista Fundación Cultural Mapfre Vida CUADERNO nº 15.
      Especial Luz de gas. La noche y sus fantasmas en la pintura española. [1880-
      1930].


5. Videografía.
Luz que agoniza, 2004.
D.V.D. Warner Home Video.


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