“De lo que
trata es de lo de menos […]. Lo que pasa con lo que trata es lo más importante.”
Guillermo Del Toro.
Desde el título se nos ofrece una entelequia y desde
su misma génesis, ese piso de Elisa (Sally
Hawkins) sumergido cual Atlántida emocional, su representación. El elemento
líquido no tiene forma. Lentamente, como si se tratase de un rebobinado
sensorial hacia atrás, las aguas vuelven a dejar el contenido sobre la
superficie, el continente narrativo puede empezar. Elisa manipula en varias
ocasiones el tiempo, bien preparando su despertador o su huevo electrónico,
convirtiéndose en la garante de la parábola, es decir, su protagonista y, de
esta manera, el escenario queda engullido en una abstracción sublime, la
temporal: los años sesenta norteamericanos del siglo pasado. Pero no sólo en su
contexto político (la guerra fría) o social (la supremacía machista), incluyendo
el componente ideológico (el racismo, en palabras del director: “El otro simplemente existe por ideología, es
lo único que te permite pensar en una rivalidad entre dos humanos, […] te
permite la violencia, la separación”. ), sino también en sus espacios. Ahí tenemos la
geografía claustrofóbica de los apartamentos de Elisa y su vecino Giles (Richard Jenkins); lugares antitéticos
donde el de ella bien podría representar al agua con sus humedades y tonalidades
azuladas y el de él, al aire donde la calidez irrumpe en cada plano y donde el
día es perenne, incluso en secuencias de noche. Ambas geografías comparten un mismo
ventanal pero son distintas una vez que te introduces en sus interiores.
No
podemos dejar de mencionar el “sanctasanctórum” Orpheum, donde se proyecta un
cine dominguero, o los interiores del laboratorio gubernamental, proponiéndonos
asideros estéticos/éticos para mostrar una realidad pre-fabricada: el
nacimiento del concepto bigger than life, de alguna manera
alimentado por el american way of life.
Existe un plano donde Elisa está esperando el autobús y está sentada al lado de
un personaje orondo, que porta una gran tarta de cumpleaños rodeado de globos y
completamente solo. Nada es gratuito en esta ficción nos lo recuerda Del Toro, “la película está ambientada en 1962. […]. En ese año se está
cristalizando un sueño que nunca llega a realizarse. El sueño de la abundancia
suburbana, de los coches, de la carrera espacial… América puede ser grande,
aparentar un progreso.”
Podríamos decir, por tanto, que el director azteca
es uno esteta y su filmografía lo corrobora, realizada con esmero y dedicación
a un género, el fantástico. Sus historias muestran cariño y devoción por una
cierta artesanía narrativa que desnuda su pasión creativa. Son característicos
sus golpes de violencia como esa porra electrificada que deja un reguero de
sangre sobre el lavabo, pero también los de humor protagonizados por la “verborreíca”
Zelda (Octavia Spencer), custodia de
la comicidad de la historia con su despreciable “Brewster”, así como aquellos
de una locura contenida inusitada como cuando el agente Strickland (Michael Shannon) se enfrenta a sí mismo
delante de un espejo, mostrándonos su carácter esquizoide paranoico, y es que no
tendría que extrañarnos que a menudo se apoye en los cuentos, palimpsestos
narrativos excepcionales, para alegorizarlos. Guillermo nos advierte de su “modus operandi”: “La estética no es independiente del
contenido, es parte del mismo en contar una historia, que es lo que dicta la
forma de narrarla. […] La clave de una estética es que venga del contenido.”
¿Y cómo hacerlo? ¿Cómo mostrarlo? Muy fácil, insinuándolo.
Nos adentramos en lo
abstracto. Y no me refiero al arte abstracto sino, más bien a una cualidad que
deambula a lo largo del metraje excluyendo al propio sujeto del mismo. Existe
un número musical que metaforiza el sentimiento de Elisa por la Bestia (Doug Jones). Esa secuencia responde a
la representación subjetiva de la actante excluyéndola para contemplar su
pensamiento. Es uno de esos momentos mágicos por donde se filtra el discurso
artístico del creador. La estética da la espalda al texto. Es un hiato
narrativo de tinte “brechtiano” consciente de un hecho: soñar dentro de una
ficción. Ella sentada se arropa en la oscuridad y se formaliza el milagro. Un
cambio cromático en el mismo plano, apoyado por un movimiento de cámara, muta
su geografía en escenario musical. Y es que, más que el fantástico, habría que
hablar de otro género, el musical. Regresemos a las palabras del mexicano: “Es un momento en el que USA se define a través
de la mitología mediática, es decir, la transformación de cómo se mira así
mismo un país a través de la televisión, el cinematógrafo o la música.”
Existen infinidad de planos donde los personajes están viendo un show musical o
directamente un musical delante de una televisión, como si solamente estuvieran
trabajando para malgastar sus vidas en
el poder catódico convirtiéndose en esclavos de una realidad alternativa. Una
amable donde ellos mismos ejemplarizan lo contemplando, imitándolo perfectamente
en pareja sentados o solitariamente, andando hacia el trabajo. Son seres
felices, abstrayéndose de una realidad tormentosa que cuando tienen la
oportunidad de relacionarse en sociedad, genera la tragedia, la exclusión
racial o sexual. Pero todo eso cambiará a partir del momento en el que Elisa
tome la decisión de rescatar al espécimen amazónico. Esa representación banal,
cotidiana, bañada en neón, se disolverá en pos de la acción. El espectáculo da
comienzo. El suspense hace acto de presencia en el desafío. La espectacularidad
otorga una fidelidad en el espectador clásico, más interesado en la trama de
espionaje ruso, o de sí podrán salvar a la Bestia de las garras del agente
Strickland. Y es en ese momento cuando el relato permite más imperfecciones,
naufragando sus intenciones en determinadas situaciones, forzándolas. Como el
momento en el que el doctor Hoffstetler (Michael
Stuhlbarg) delata a aquellas que había subido al olimpo de la bondad por
haber rescatado a la Bestia. Pero también aprueba otras excepcionales, como la
anagnórisis que sufre Giles optando por un bando, después de haber comprobado
que él también pertenece al otro lado, a la otredad, junto con Elisa y su
compañera negra, Zelda y de la Bestia,
alegoría mítica del “otro”. Y es que La Forma del Agua, siendo una historia de
amor, también habla de la aceptación del otro. De la tolerancia y su
compresión, ya seas hombre o mujer, ya seas humano o monstruo, de la índole
sexual que seas. Al fin y al cabo, el reconocimiento es el saber más abstracto
que nos rodea.
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