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martes, 13 de noviembre de 2018

Día de pre-estreno. 3 caras. El devorador de historias.



Siempre he estado fascinado por la idea de que tiene que haber un camino correcto para contar una historia o un modo de hacer una película. ¡Es tan estúpido! Es tan difícil creer que la gente realmente piensa que si tienes una adecuada luz o usas una cámara portátil y no mueves nada fuera ni dentro del marco fílmico, la verdad emergerá, casi de una manera epistemológica. No tiene ningún sentido. Contar una historia, hacer un film es un propósito, una búsqueda, investigas, miras, piensas, estudias con la esperanza de que aprenderás algo a cerca de ese mundo, pero pensar que la verdad está conectada con el estilo…”.
                                                                       Errol Morris en Gates of Heaven (1978).

En el anterior "juego al escondite" que se tiene Jafar Panahi con el gobierno iraní, Taxi (2015), que sería su tercer intento,  una niña le lee la cartilla cinematográfica al propio director para hacer un film distribuible en Irán. Ella coge una cámara de fotos digitales y Panahi  la da un consejo: “o filmas o lees. Elige siempre una opción.” Y ella opta. La niña se pone a leer las diferentes reglas, casi todas prohibiciones, del éxito cinematográfico en su país. También el director iraní escoge. En vez de mostrar un Irán esquemáticamente moribundo, claustrofóbicamente delimitado por las puertas y la carrocería de un coche, lo expande compartiendo a través de sus gentes, un mundo rico, un país vivo, un punto de vista, una mirada, en definitiva, construida sobre la cotidianidad y no sobre la apariencia.
El director continúa seleccionando y aunque seguimos montados en un coche, esta vez no será una farsa de un taxi y además, no siempre estaremos en el interior del mismo, de hecho, la historia sufrirá una mutación geográfica: el escenario urbano permutará en uno rural. Y si de vehículos hablamos, el concepto de trayecto es lógico en la estructura física y narrativa de 3 Caras (2018). Un camino que roza, más que nunca, el lado “kiarostamico” en su vertiente “trilogía de Koker”, adentrándonos en la película más deudora de una etiqueta;  aquella donde mejor se puede ver la construcción de la diégesis basada en el género cinematográfico, siempre teniendo en cuenta el carácter elusivo, metafórico, de su propuesta narrativa.




Tras recibir un misterioso video de una joven, Marziyeh Rezaei donde comete un aparente sacrilegio, esto es, un suicidio, una actriz, Behnaz Jafari acompañada por Jafar Panahi, intentaran saber la veracidad del mismo y saber qué ha pasado con su protagonista. Las cortinas se levantan, nos encontramos ante una pesquisa en un contexto de thriller, donde los actantes pulularán a modo de road movie por una zona de Irán frontera con Turquía. Es bueno saber dónde nos encontramos y también hacia dónde nos dirigimos, por tanto la localización del contexto narrativo del cual beberá el texto cinematográfico es importante, e igualmente el saber hacerlo también, presentando infinidad de elecciones. Desde las más típicas, formalmente, con un plano general, hasta las más atípicas, en una conversación: hay un momento en el que un personaje le espeta al director que hable turco y éste le responde que no sabe muy bien, a lo que su interlocutor responde que nunca se olvida una lengua materna. Es cierto, algunas veces el director iraní hará de intérprete de su acompañante. La lengua (persa/turca) como unificadora cultural de dos países musulmanes opuestos y arraigo indisociable del hombre. No es baladí que Panahi haya localizado su historia en este pueblo fronterizo, quizás desde la distancia se pueda obtener una mirada más cercana, certera, de una sociedad.


El camino se desarrolla mediante una serie de mojones narrativos en busca de una respuesta, alimentada por un sentimiento de culpa de la actriz, que de alguna manera empuja la primera parte de la trama. Al principio el video se torna enigmático. La joven que quiere ser actriz no aguanta más y decide quitarse la vida. Lo hace en un ambiente cavernoso, sus pasos lentos y cuidados nos hablan de la construcción de una escena característica del género de terror. La cámara en mano ayuda a crear un agobio tétrico. A medida que caminamos con ella, vemos la superficie rocosa sobre su cabeza y oímos otra acuosa, sobre el ligero chapoteo de sus pies. ¿Qué es el cine de terror sino una edificación de su ambiente? Mientras la actriz con Panahi mira el video, y de  manera lógica lo volvemos a oír fuera de campo visual, sobre su rostro caen lágrimas de culpa. Su rostro es desasosegantemente dramático. Vemos cómo reacciona al visionado, nos encontramos ante el melodrama, aquel que se nutre de una cierta realidad cinéfila: un rostro, un sentimiento, una decisión. Formalmente nos regala un giro de trescientos sesenta grados sobre el eje de la cámara en el interior del coche para constatarlo. El personaje anda, desorientada, en círculos, siendo atacada por ese sentimiento de culpa mientras el director de pie impertérrito, habla a su madre de que no está haciendo otra película. El humor sutil, filtrado débilmente, es otra constante del director iraní y aquí se contrapone a la emoción que está sufriendo su compañera. Frente al rostro contenido del propio Panahi, el de la actriz es uno febril. Dos puntos de vista diferentes (otra característica del (sub)género, en este caso el de las buddy movies) intentado solucionar su particular caso. Y ¿con qué propósito? Ya lo dijo el director en el primer escondite, Esto no es una película (2011),: “si no podemos contar una película entonces, no podemos hacerla.



Y no hay duda que en cada desafío narrativo, Jafar Panahi quiere relatar una historia y lo apasionante del hecho es la consciencia de su propia estructura. Uno tiene la “sensación” de que el director  no sabe cómo contarla al principio, y que a medida que se van desarrollando los sucesos, al mismo tiempo, se va construyendo la ficción retroalimentándose del propio proceso creativo. Pero hemos hablado de “sensación”. Panahi es un gran prestigiador y sabe muy bien cómo realizar su truco. Te puede presentar, por ejemplo, en medio de la historia un pueblo que espera a que alguien los ayude con sus problemas circunstanciales, y que después se confronten con la frustración comprobando que los protagonistas no están para ese propósito, sino para saber dónde está una niña díscola, según algunos. El alcalde resignado vocifera a los suyos que tendrán que arreglárselas ellos solos, como siempre. Pareciera una comunidad conformista y dependiente del otro, en este caso, de una administración que nunca está y, como consecuencia de esa ausencia, la necesidad de crear unas normas ancladas en el pasado. Las costumbres pesan como una losa aunque haya personajes que las estén desafiando, en nuestro caso, las mujeres, como la anciana que duerme en su propia tumba pero sin losa, a cielo abierto. Parece feliz, esperando su final, eso sí, lo hace resguardada con una lámpara de queroseno para espantar las picaduras de las serpientes durante la noche.


O el reducto de la actriz madura, Maedeh Erteghaei,  tercera cara de este triángulo actoral femenino, es un oasis dentro de una sociedad iraní esclavizada de su pretérito (¿qué sociedad no lo está?) pero que mira al futuro con cierto optimismo, uno limitado por las cuatro paredes de la pequeña casa. Es un lugar fascinante, que crea envidia narrativa para el hombre, para Panahi. Vemos como se queda en el coche sin poder acceder al lugar. Vemos su rostro, el tiempo pasa, el foco de una farola golpea las gafas del director, creando excitación por saber qué pasa, está deseando de contarlo. No deja de mirar y solamente, igual que el espectador, atisbamos a través de las cortinas unos gestos, unos brazos alzados, un movimiento de cuerpos, ¿están bailando? ¿Están celebrando algo? El director se transforma en testigo, mirando sin poder hacer nada, sin poder ejercer un control absoluto de la situación, solamente potenciando su imaginación. Para un devorador de historias como él no es fácil, aunque ya nos tiene acostumbrados a momentos pregnantes como éste, más por lo que insinúa que por lo que enseña: un acto de creatividad enmarcado en un ejercicio de libertad, una mirada política camuflada.



Este proceso de tirar del hilo narrativo e ir constatando una serie de historias subterráneas (la del prepucio, la del claxon o la del semental), a medida que va sucediendo la que se encuentra en la superficie, nos hace partícipe de esta gula por narrar del creador iraní concluyendo, un tanto humanísticamente, que su sociedad puede estar cambiando, o al menos y curiosamente, una parte de la misma; la más ancestral, la más olvidada, aquella que colinda con otra forma de ver las cosas, de cómo construirlas. Lo que sucede en la secuencia de la casa de la joven desaparecida es muy sintomático.



Primero porque no sólo enmarca la situación en ese justo momento, volveremos a ella en otro momento, abocetando esa sensación de lo que hablábamos antes, como de work in progress del film, sino que también desde el plano narrativo, asistimos a un cambio que enlazará directamente con el final de la historia, uno de connotaciones culturales y sociales. El fondo y la forma se dan la mano constantemente en el cine de Panahi. Lo primero que aparecerá, o más bien emergerá, es una mano y después un cuerpo tensionado, un volcán en erupción. El hermano iracundo de la joven desaparecida se presenta ante los protagonistas. Sujetado por la madre, la sensación de agresión es constante, el peligro acecha en toda la secuencia. Es la representación de las tripas; el odio atávico siendo frenado por un cuerpo frágil de una anciana, zarandeado pero persistente en su propósito: frenar a su “Goliath” armada con una valentía inquebrantable, en definitiva de un amor, y por tanto, de una comprensión de madre. El tiempo pasará y después el padre retornará a esa casa. Durante su ausencia pareciese que el hijo hubiese hecho un golpe de estado en el hogar y al regresar el "regente", y contra todo pronóstico, lo expulsará no solamente de la casa sino lo sacará de la historia. No existe mayor castigo para un actante que no saber lo que está sucediendo a su alrededor.  No obstante las cosas no son tan fáciles y menos los cambios. El personaje del hijo esperará pacientemente con una piedra a que Panahi se vaya del coche para después volver a explotar. Quizás las cosas estén cambiando pero muy lentamente, a otro tipo de ritmo, a uno que no estamos acostumbrados por estos lares y que desembocará en ese plano fijo final. Optimista y descorazonador al mismo tiempo. Volvamos a la historia y su herramienta fundamental, la interpretación. Misteriosamente formal con ese impacto en la luna del coche, vemos como dos mujeres van caminando hacia un presumible punto  de fuga, al final del camino. El director se queda en su coche esperando a que pase otro por ese camino de único sentido, generador de un cómico código morse. Las grietas del golpe de la piedra están distribuidas caóticamente por la luna del vehículo, nuestra pantalla esporádica. Vamos viendo a las mujeres alejarse hasta que llegan a desaparecer justamente debajo de una de las grietas sobre el cristal. Las mujeres caminan solas por ese camino milenario, sobre la sombra de una ramificación violenta. Miremos las cosas bellas con cuidado. Puede que algo está cambiando pero es casi imperceptible. Equipémonos con la paciencia, que es la madre de todas las historias, o por lo menos, de las buenas.






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