La historia iba a ser otra. Gracias a la MasterClass
de Andrew Stanton celebrada el día 20 de junio en Madrid, nos enteramos de
cositas. Que el comienzo por ejemplo iba a ser protagonizado por Marlin y su
hijo pero después de revisiones (¡hasta ocho veces el guion original!), se
llegó a la conclusión que aparece en la película. Nuestro pez azul preferido es
la auténtica protagonista de esta Buscando a Dory (2016). Y como si fuesen
figuras reflejadas en el océano, distorsionándose a cada nuevo oleaje, los
actantes principales de Buscando a Nemo (2003) ceden su escalafón artístico
transformándose casi en secundarios. El comienzo es muy significante. Nos
adentramos en la ficción de la mano de la propia Dory, el océano se abre ante
el espectador al mismo tiempo que eleva sus párpados por primera vez.
El punto
de vista, clave de la focalización de la historia, se hermana con el del
testigo visual. Esto lo saben muy bien en Pixar y Andrew Stanton es su garante,
él no cree en la política de autores y ejerce/delega su utopía creativa en su
grupo artístico. Sin embargo, quizás inconscientemente, no se da cuenta que ya
un tal Orson Welles puso en práctica el hecho con una simple fórmula dibujada
en tiza sobre una pizarra: una cámara es igual a un ojo humano. Bien, la imagen
aparece desenfocada y oímos primero antes que vemos a los padres de Dory.
Pronto los perderá e igual que nosotros, el establecimiento de unos lazos
emocionales construidos bajo el prisma de la identificación, resultaran
capitales para mostrar la tragedia que prologa tanto esta ficción como su
antecesora. En Buscando a Nemo el comienzo no podía ser más dramático
(coincidiendo con uno de los momentos más aterradores de nuestra historia
contemporánea, el ataque y caída de las Torres Gemelas); Marlin pierde a su
familia al completo excepto a Nemo, que a partir de ese fatídico momento vivirá
en un mundo sobreprotegido redireccionado por el miedo (como lo es ahora
nuestra sociedad tras los atentados terroristas). En su secuela la tierna y
pequeña Dory preguntando al resto de la fauna marina, se torna trágica también hasta
su aceptación desorientada dentro de los límites de esa poca retención mental
que posee. La memoria y su construcción se presentan como brújulas que dirigen
no sólo al propio personaje sino a su admisión. Primero a nivel personal y después
social conformándose un fascinante mapa imbricado, a través de los
fundamentales flashbacks para seguir su periplo en busca de sus progenitores.
La herramienta se torna imprescindible a la hora de responder a las exigencias
narrativas de sus creadores. Con un sutil giro de 360 grados vemos como Dory puede
olvidar todo lo dicho anteriormente y reprogramarse de nuevo. Ese hándicap
resultará aterrador para el equipo de Andrew. Si bien en la primera parte
proporcionaba el alivio cómico del drama, en su secuela se trasmuta y con ello
a todos sus actantes. ¿Cómo contar la búsqueda de algo que no recuerdas pero
que por momentos te vienen a la mente esporádicamente?
La clave está en su estrategia y para llevarla a
cabo solamente hace falta una cosa, seguir la lógica pero no una cualquiera
sino la que manda el relato. Nos encontramos ante una historia donde los peces
hablan, cualquier animal que aparece en la trama tiene el don de la palabra.
No
nos sorprende en Pixar ni en Disney, y a decir verdad, ni en cualquier relato
ficticio que se precie. Ya lo hicieron con anterioridad haciendo enamorarse a
dos androides (Wall-E, 2008) o también en la rebelión de ciertos insectos
luchando por su colonia (Bichos, 1998), sin olvidarnos de la amistad entre un
juguete viejo y otro nuevo (Toy Story, 1995). Es asombroso hasta qué grado de
indefensión puede llegar el espectador cuando se apagan las luces y comienza el
relato. Niño y adulto se encogen en el asiento para creerse lo que sea con tal
de disfrutarlo. Todas las premisas son válidas para pasar un buen rato perdido
entre las sombras. Una ayuda inestimable es el concepto antropomorfo que no es
nuevo. Dory y compañía son los últimos ejemplares de esta característica,
aunque se logre de una manera sutil, diferente al Espantatiburones (Rob
Letterman, Vicky Jenson y Bibo Bergeron 2008) por ejemplo. La sutileza se
trasforma en norma. Aquí no nos encontramos con peces vestidos y actuando como
humanos. Ni siquiera existen edificaciones o accidentes geográficos hechos por
la propia humanidad. No, simplemente utilizan el don dramático por excelencia,
el rostro (parte expresiva por antonomasia), para jugar con las emociones y
sentimientos pertenecientes a la raza humana. Y la aplicación de esta norma es
su propia agudeza para utilizarla. La fauna en presencia del hombre no habla,
ni se expresa, pareciese que sólo la habilitan cuando están solos. El resorte
narrativo salta de golpe ya que la intimidad entre la historia y el espectador
es incorruptible, creándose un poderosísimo vínculo metanarrativo de
confidencialidad para sostener la veracidad del relato. Una vez forjado todo es
posible y la realidad sobresale a la superficie (aunque en este caso sea al
contrario, sumergida) ayudada por la técnica. El uso del flashback es capital
(fue la clave para poder contar la historia de Dory y la que llevó a Andrew
Stanton y los suyos a trabajar tanto tiempo en el guion según nos contaron en
la pasada MasterClass).
Nos encontramos ante un
despliegue de la herramienta narrativa sin igual, no ya sólo desde la forma más
primaria y ya conocida por todos, sino que de la más revolucionaria posible (y
eso demuestra el background cinéfilo de
sus creadores). El flashback aparece sobre la propia imagen presente mediante
superposiciones de imágenes pasadas mostrándonos lo imposible: el presente y el
pasado conectados de una manera física y casi mental (esa casa de los padres de
Dory rodeada de conchas que salen en todas las direcciones bien podría ser una
imagen metafórica de los circuitos neuronales de nuestra mente, ¿de la de Dory
quizás?). Todo esto que parece muy teórico nos lleva a la práctica del
afianzado real de la narrativa, regalándonos secuencias tan increíbles como
ridículas pero que en definitiva funcionan en la captación de la verosimilitud. La de la liberación de los peces, que conecta con la huida en un
camión conducido por un octópodo (septópodo según Dory), Hank contrapunto de la heroína. Sidekick del héroe y reflejo invertido de Dory. Mientras ella refleja la esperanza, él es el símbolo de la decepción (sentimiento heredado de aquel Oso Lotso en Toy Story 3, 2010). O también la secuencia
magistral del reencuentro entre Dory y (¡cuidado spoiler!) sus progenitores,
digno ejemplo de estudio psicológico donde Dory es derrotada por la acumulación
de errores en su búsqueda y la depresión está a punto de invadirla. Sólo su
infancia, la verdadera patria del ser humano que diría el poeta austriaco
Rainer María Rilke (1875-1926), puede hacerla guiar en la recta final de su
aventura. Solo el recuerdo vivo de su persistencia (unas conchas le indicarán
el camino) logrará su propio objetivo pero el viaje iniciático no será fácil.
Dory tendrá que responderse a sí misma quién es. La paradigmática frase encontrada
en el templo dedicado a Apolo en Delfos, “Conócete a ti mismo” bien podría
ayudarnos a entenderlo. Sólo cuando uno conoce sus límites es posible
sobrepasarlos o no. La valentía no reside siempre en superarlos, sino en
constatarlos y decidir su resolución. Dory concluye que jamás llegará a
encontrar a su familia porque no recuerda nada pero Nemo la prestará una
sensacional ayuda, siempre de la mano, aunque en este caso sería de la aleta,
de su padre Marlin. La dice que tiene que empezar a actuar cómo lo haría ella
misma. Es decir que Dory por mucho que olvide las cosas tiene que afrontarlas.
Más que pensarlas, repensarlas a su propia manera. En el pasado la perjudicó
(llegó a perder a los suyos) pero también la ayudó (consiguió sobrevivir ella
solita en la inmensidad oceánica). La coda es sensacional. Marlin y Dory miran
al arrecife en todo su esplendor. Ya no les da miedo. Uno lo tenía pavor por su
propio desconocimiento consciente y la otra, quizás por su desconocimiento
inconsciente pero ambos han aprendido la lección. Los personajes han pasado las
pruebas y por eso el título genérico de Fin es tan concluyente, no ya solo para
finiquitar ambos relatos hermanándolos (¡después de trece años!) sino también
para mostrar su lógica. ¿La hemos encontrado?
La persistencia de una sola cosa: mantener la ilusión. Solo eso, nada
más.
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