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martes, 8 de noviembre de 2016

Día de post-Estreno. Que Dios nos perdone o el trasfondo del relato.



“Siempre que sea posible, el público tiene que estar informado”.
                                                                                                               Alfred Hitchcock.

Los inspectores de homicidios Alfaro (Roberto Álamo) y Velardo (Antonio de la Torre) se convierten en la dupla perfecta, el engranaje narrativo imprescindible de este thriller que roza la perfección en algunos momentos de su metraje. Ambos son personajes nacidos de la imaginación del propio director, Rodrigo Sorogoyen y de la guionista Isabel Peña, y sin embargo también son mostrados como arquetipos. Por lo tanto también el guion sufre esta dualidad desde el comienzo, escenificada sobre el rostro frontal de Velardo ensimismado, dejando unas flores en el nicho de su progenitora, hasta el cierre del mismo con su rostro de perfil entristecido. Ambos planos tienen una profundidad interior casi abismal: todo lo que piensa el actante es interiorizado al principio y todo lo que piensa, explota al final dando una concesión al “modus operandi” de su compañero a modo de homenaje. Este ejercicio de trasmisión (herencia) de un protagonista a otro se repite en otra ocasión prefigurando el resultado de la investigación. Pero primero empecemos por las diferencias y después llegaremos a las similitudes. Comencemos por la narración, aquello que lee el espectador a priori, esto es, un relato policial, y acabaremos en el trasfondo, aquello que no lee o por lo menos requiere de un esfuerzo debido a su ubicación estratégica al fondo, casi desenfocado, diríamos que oculto, esto es, la representación de una cierta masculinidad opresora apoyada por una feminidad pasiva social supeditada a una serie de organismos represores incondicionales como son la iglesia o el gobierno. Existen dos secuencias donde sus máximos responsables se desestabilizan por sus propios actos.


Una es cuando el comisario jefe reúne a su grupo de inspectores de homicidios en una cena, explicándoles infantilmente su acometido (no debemos olvidarnos del trasfondo varonil inmaduro que subyace en el guion) y la otra es cuando un párroco jubilado está a punto de comer e interrumpido, muestra el pasado del asesino a uno de los inspectores que lleva el caso. En ambos casos el poder se inclina por el dinamismo de la investigación: la posible presencia de un psicópata en el verano de 2011, coincidiendo con la visita del Papa (excelente macguffin), y su posible captura.
Centrémonos en los actantes. Sus caracteres son contradictorios, y no obstante, su concesión antitética logra descifrar el enigma, aunque el narratario vaya por delante de los intérpretes, homenajeando al concepto hitchcockniano del suspense. No sólo sabremos quién es el asesino sino que también asistiremos a uno de sus ataques (secuencia que sobraba por otra parte). Los personajes (la ficción) de la trama son diseños propios del género, a saber, desde las pelis de polis/colegas hasta el policiaco psicológico no hay nada nuevo a la vista, lo hemos visto trescientas veces ahora bien dejando a un lado el estilo, la forma se muestra despojada de todo atributo clásico para dejarnos ver entre bambalinas este teatro callejero. Y es que la calle funciona como fondo y trasfondo, regalándonos una secuencia que no tiene desperdicio alguno.



Los dos inspectores siguen la pista por el centro de Madrid de un sospechoso a la fuga hasta llegar al Metro, produciéndose un ejemplarizante modelo representacional de dictadura donde los agentes de la ley y el orden sobrepasan sus propios límites, transformándose en agentes controladores de una sociedad golpeada por el miedo terrorista. Pero a la realidad es imposible ponerla ataduras y los prototipos estallan y aquí la película no deja títere con cabeza. Nos encontramos ante una historia que enseña ejemplos de masculinidad desaforada, en algunos casos. Desde complejos de Edipo “conscientes” hasta la niñez truncada (que bien lo reflejó Clint Eastwood en Mystic River, 2003), nos vamos moviendo por un mundo donde la violencia ya no es utilizada como último recurso sino como primera opción (y ahí radica el problema de nuestra sociedad) a la hora de solucionar las cosas. Tenemos una secuencia de una primera cita que se trasforma casi en una violación que lo explica muy bien. Y es que la gran damnificada es la femineidad. La encontramos representada en todas sus edades menos en la infancia (curioso apunte ya que ese hueco es rellenado por lo masculino, la relación velada de Velardo con su madre y la del propio asesino desvelada con la suya, etapa formativa “peterpanesca” para ambos y auténtica patria del hombre). La adolescente hijastra de Alfaro, su ex de casi mediana edad y las diferentes ancianas asesinadas en la trama. Y lo curioso del asunto es que todas circulan, directa o indirectamente, alrededor de la figura más violenta, y no me estoy refiriendo al homicida naturalmente. La representación de lo masculino prosigue también de manera doble; por un lado obvio los inspectores presentan divergencias. La pasividad de Velardo frente a la acción de Alfaro. La psicología del primero se hermana con la física del segundo. Lo explica muy bien Alfaro cuando le dice a Velardo: “ tú ya sabes muy bien como reaccionaria yo. La pregunta sería ¿cómo reaccionarias tú? El metódico Velardo se queda callado, posiblemente porque ni él mismo sabría contestar a su caótico compañero. Y es que uno es la atención y el otro es la desesperación. Uno estudia y el otro acusa. Uno se lo guarda y el otro lo expulsa. Uno contiene y el otro estalla. Y lo que le quedaba al relato es su capacidad de continuar, de trasmitir la enseñanza, por muy venenosa que ésta sea. Ya lo hemos citado al principio. La propia herencia de los diferentes “modus operandi” de los actantes se conforman en vasos comunicantes entre sí para resolver el caso. Alfaro es el primero en ver al asesino y en su manera de imitar los procedimientos de su compañero, localiza una pista, la única valiosa para que Velardo pueda seguirla. Pero sólo será posible con la ayuda de la hijastra del propio Alfaro, quien ayudará a descubrir al asesino. Lo hemos señalado antes. Lo femenil al servicio de lo varonil, ya sea como víctima inocente (las ancianas) o como compañera. Y el escenario perfecto, la confluencia del cazador con su presa será palpable en el recinto religioso.
El lobo vestido con la bondad se sienta al lado del cordero, esperando paciente su acometida. La iglesia, o más bien sus representantes en este caso, sabían de la enferma relación antinatural de la madre del asesino con éste pero en vez de denunciarlo, lo admiten y lo amparan bajo, quizás secreto de confesión, aunque el clérigo jubilado se lo dice claramente a un joven cura delante del inspector Velarde: “O e lo dice usted o lo hago yo”.  Todo tiene un trasfondo.



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