“Si tenéis que
parpadear hacedlo ahora y estad atentos a todo lo que veáis…”
Pareciera que estamos ante una ficción poblada de marionetas, que empíricamente lo es, pero no sería justo quedarse en la superficie, siempre hay que mirar debajo. El plano inclinado de una mujer herida, arrastrándose por la arena de una playa nocturna, es un símbolo de perseverancia y ahínco tan poderoso para nuestra atención que automáticamente nos olvidamos de la materia prima con la que está fabricada esta película. La mano temblorosa de silicona contundente por llegar a arropar a un bebé se nos transforma en emoción humana y como si alimentase a todo su cuerpo y después al de la diégesis narrativa, se nos presenta la historia. Ya no veremos más marionetas, sólo personajes. Ya no contemplaremos la resina con la que están hechas las montañas, simplemente nos dejaremos llevar por la característica fundamental del ser humano, su emoción.
Hemos dejado la superficie y continuamos
hundiéndonos en las profundidades del relato. Otra secuencia antológica. Kubo y sus compañeros se sumergen
también, adentrándose en el Jardín de los Ojos en busca de una armadura. En el
Gran Lago, y sobre su superficie, el personaje de Mono luchando contra las adversidades y debajo del agua, un Escarabajo y el héroe enfrentándose no
sólo con unos ojos gigantes sino contra su propio olvido. La intertexualidad hace
acto de presencia. No sólo estamos viendo un momento genérico concreto
(secuencia de acción contra un monstruo) sino su interpretación contextual del
mismo, nos divertimos pero también aprendemos. La pérdida del recuerdo en el
relato es mortal para sus actantes, de hecho varios de ellos o están a punto de
perderla (la madre de Kubo) o la
recuperan intermitentemente como flashes lucidos (el Escarabajo). La transmisión del legado desaparecería, la historia
oral se esfumaría y con ello la defunción del relato.
Kubo y las dos cuerdas mágicas es su crónica, una que nos propone
un viaje paradigmático.
El periplo iniciático
del héroe. Uno que suele ser más mental que material y aunque recorramos el
vasto mundo del protagonista atravesando poblados, ruinas, bosques o montañas,
pareciese que el personaje no se ha movido jamás de su sitio. El opuesto al
mundo físico de la trama, es uno psicológico que se despliega sutilmente como
el papel manipulado por Kubo a la
hora de representar sus historias. Su aventura es una hacia su espiritualidad.
La aceptación de la muerte como comienzo y no como finalidad. El Sintoísmo se
filtra a través de su acepción animista para conquistar esos microespacios que
conforman el recorrido mítico: La Villa del Sol (sustento económico y
mundo social de los personajes por donde
se accede a través de un arco de madera con forma de Torii), La Caverna de
los Huesos (confrontación y creación mitológica) o La Fortaleza de Hanzo
(como retorno al punto de partida). Pero el héroe no está solo en esta
aventura.Sus compañeros y adversarios también tienen que tener sus propósitos. Mono sobreprotegiéndolo y Escarabajo divirtiéndolo. Se establece una curiosa relación afectiva entre los dos compañeros que inciden en el bienestar del héroe de una manera peculiar. En algunos momentos parecieran incluso una familia.
Los antagonistas, sin embargo, se preocupan por su desasosiego. El Rey Luna le quitó un ojo y ahora lo busca para sustraerle el otro. Por esa razón la búsqueda de Kubo también puede llegar a ser vista como una huida. Idas y venidas de una narración que encierra secretos. En Kubo y las dos cuerdas mágicas hay algo más. Nos encontramos también ante un drama familiar pero no uno cualquiera y su tratamiento estético es vital. Lo bueno que tiene este film es su respeto al espectador, no otorgándole toda la información, sino dosificándosela por momentos y apoyándose en diferentes disciplinas artísticas. No explicándolo todo es una motivación extra para el alma curiosa. Sus creadores aman el arte oriental como demuestra el diseño de toda la película, y nos hablan de una confrontación entre las dos disciplinas artísticas más emblemáticas del país del sol naciente. Las dos tías de Kubo junto a su abuelo, el Rey Luna, andan hieráticamente y se muestran misteriosamente camufladas bajo máscaras de porcelana. Sus formas expresivas, representaciones aristocráticas del Noh, están mortalmente selladas no dejando escapar ningún elemento emocional de su interior.
Frente a esto, la alegría del movimiento de Kubo y sus recreaciones de origami dignas del mejor kabuki. Lo popular entra en conflicto con lo selecto. Las secuencias en el poblado transmitiendo su algarabía son de un análisis kurosawano (todo aquel que quiera hacer una película de samuráis tiene que pagar un tributo al cineasta nipón) de como un pueblo se divierte, aprende, cree y en definitiva vive frente a la rigidez expresiva, necrófila de la estirpe de Kubo. Por tanto tenemos el linaje ensamblado en el relato pero existe otro elemento importante para hacer posible su trayecto. Su finalidad, la enseñanza de este haiku de stop-motion.
La grandiosidad de la geografía humana y natural podría empañarnos la visión pero ahí tenemos a esa brújula en forma de un Hanzo diminuto de papel para dejarnos ver solamente lo esencial, el detalle. Sin riesgo no habría desafío y la elaboración de Kubo y las dos cuerdas mágicas va asociado a su historia, a otro viaje interior. Los títulos de crédito nos otorgan un regalo, un momento mágico donde ficción y realidad se dan la mano para señalar la importancia de lo minúsculo. Es como si se construyese cada parte de una marioneta como si fuese cada fragmento de la historia. Es algo que no se suele hablar en una crítica pero la creación de la película, o más bien el “fuera de campo” creativo, va intrínsecamente relacionada con su narración.
Estamos hablando de una forma de trabajar íntima y pausada que se elabora artesanalmente apoyándose en la tecnología. En Laika están acostumbrados a eso, dicen que son un grupo de artistas que creen que el más simple detalle puede ayudar a contar una gran historia y sus diez años en la industria lo corroboran (Coraline, El alucinante mundo de Norman y Los Boxtrolls), llegando a convertirse en una referencia, ya no sólo de la animación sino de la narración. La marioneta tiene que ser movida segundo a segundo delante de una cámara. Entre parpadeos se produce el milagro de la ilusión de movimiento. El personaje se dirige al “otro” para que sea testigo de su hazaña y para que la transmita. El legado se establece y las tres cuerdas que conforman el Shamisen canalizan su magia para ofrecernos un apasionado viaje íntimo. Una representaría al recuerdo (el amor por el ser querido, detonante de su inmortalidad y fuerza) la otra, la perteneciente al instrumento en sí, sería la prueba factible de la realidad mágica y la última sería la que constata la enseñanza. Aquella que extrae el protagonista de su propia cabellera. Solamente en el final de su trayecto es consciente de su valía, solamente en el momento decisivo podrá volver a sonar su música. Es cierto que durante toda la narración somos testigos de su talento musical, pero es en el duelo final donde se desata la consciencia de su poder. El hecho de tocar el instrumento podría haberse convertido en algo anecdótico pero aquí se fusiona con la misma historia, llegando a complementarla. La música, o más concretamente sus notas musicales, acompañan a las palabras de su interlocutor para confeccionar su historia. Relato oral y narración visual se mezclan de una manera exquisitamente armoniosa. La partitura juega un papel decisivo en la película (por un lado los acordes del Shamisen y por otro la melodía de Dario Marianelli, que en varios momentos llegan a unirse, sobre todo en los magistrales momentos en los que Kubo relata sus historias inconclusas), ya que gracias al instrumento medieval japonés, la narración fluye y es posible su magia. Pero el trayecto no es gratuito exige implicación. Hay que pagar un peaje. Igual que el héroe no será el mismo al final, el espectador tendrá que experimentar una sensación. ¿Cuál? Eso dependerá de cada uno. Talento y trabajo fragua este viaje entre parpadeos.
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