Nos encontramos ante un documental que interpela a parte del corpus cinematográfico francés del siglo xx. Desde el fundacional Jean Vigo al refinado Claude Sautet, pasando por el esencial Marcel Carné, sin olvidarnos de la totémica figura de Jean Renoir y de otros maestros como Truffaut, Melville, Chabrol o Godard pero lo interesante en este caso no es la cita sino el descubrimiento de una metodología de trabajo. Para ello tuve la oportunidad de entrevistar al director (fueron 22 minutos en un hotel de Madrid), que empezó diciendo que su máximo objetivo al realizar el documental era ofrecer un amplio abanico de opciones artísticas alrededor del séptimo arte, mencionando otras disciplinas, sin centrarse en la de dirección. Por tanto, nos encontramos lejos de las “masterclass” de Martin Scorsese. Tanto su mirada al cine norteamericano con Un viaje personal a través del cine norteamericano (1995) como Mi viaje a Italia (1999) son dignos y ejemplarizantes al respecto pero Las películas de mi vida (2016) es otra historia. Ambos directores aman el cine y parten del mismo formato, llegando a veces a idénticas aproximaciones formales, pero la estrategia del francés subyace la sensación frente al sentido del norteamericano. Se podría decir que el primero aboga por el conjunto artístico y el segundo se limita al genio. De esta manera el documental es una aproximación a directores inaccesibles como Edmond T. Gréville pero también a guionistas como Jacques Prévert o a compositores de la talla de Joseph Kosma, al igual que actores o actrices como Arletty, creando un auténtico panteón cinéfilo galo.
Tavernier no quiere educar y prefiere mostrar, describiendo un modo de ser (moral) y un modo de vida (ética) a modo de carta de agradecimiento a todos aquellos que le inspiraron desde su infancia. Su punto de vista es uno memorialista que va extrayendo sus recuerdos (¿qué son si no las películas de su vida?). Pequeños fragmentos de celuloide pero también de cotidianidad. Modificando el tiempo y el espacio a través de la siempre fascinante ejecución de un buen montaje, integra a cada personaje (llega a realizar un estudio casi antropológico de Jean Gabin) con sus virtudes y, lo más importante, sus defectos (impagable las cartas de Renoir sobre un posible colaboracionismo alemán) compartiendo con ellos unos valores caducos y hermanándolos en la defensa de una cierta decencia, básica para una sociedad razonable.
Pero no lo hace solo, necesita la ayuda de un guía y
ese no es otro que Jacques Becker.
Es el centro, el punto cardinal, por donde pivota todo el metraje (el propio Tavernier me lo certificó). La primera
impresión es la que queda pero puede que no sea la idónea hay que seguir
madurándola. Cuando uno estudia un documental, las interpretaciones personales
se van devaluando en favor de la rotundidad objetiva de las propias imágenes.
Si éstas, además se convierten en un torrente de apuntes, ideas, detalles, la
presión analítica puede resultar estresante. Al principio pareciese que los
nombres, los hechos, fuesen escogidos por una cierta subjetividad caprichosa y nostálgica
del director pero no es así. Lo maravilloso de su propuesta es su construcción,
su método. La ordenación de una serie de elementos artísticos/creativos
responde a la idea de una decencia común “orwelliana”. George Orwell creía en una decencia otorgándola un fondo moral y bueno que permanecía en las
relaciones personales de la gente corriente pero que había desaparecido de la
vida política y la disputa intelectual. Quien mejor la representaba eran las
clases trabajadoras, el proletariado (en una de las presentaciones,
concretamente la ocurrida hace alrededor de cinco meses en el Centro Lincoln de
Nueva York, Tavernier increpaba a
los políticos de su país esa falta y también a los del resto del mundo, a los
que me sumo yo contra “los míos”). Pues bien, Becker también hacía hincapié en algo parecido, compartiendo rasgos
formales con el escritor. En todas sus películas existen la sensación de una
cierta colectividad, ya no sólo laboral (todos sus protagonistas están
trabajando en algo) sino social (pertenecientes a un mismo grupo de gente
corriente, aquellos situados en los márgenes legales). Muestra la generosidad y honestidad de estos hombres y
mujeres, situándolos a un mismo nivel, interpretativo y narrativo. Por ejemplo,
el tratamiento de la posición de la mujer (dentro y fuera de la ficción)
incluso antes de la eclosión de los movimientos feministas es de alabar o el
concepto de sacrificio, cuando un personaje está dispuesto a dar algo sin
recibir nada a cambio y resaltar el concepto de legado, la importancia de las
raíces, del pasado. Jacques Becker, igual que el resto de creadores del documental, nos
regala momentos íntimos alejados de la fastuosidad de la “gran historia” para
contarnos que lo importante es el ser humano, independiente de la cronología.
Ahí están las nucleares secuencias donde Bertrand
Tavernier comenta la manera de
planificar de Marcel Carné con una
escalera en Al salir el día (1939) o el “modus operandi” de Jean-Pierre Melville, autentico samurái de su tiempo, encerrado en su
estudio/templo donde construyó obras imperecederas del polar francés como El
silencio de un hombre (1967). O el increíble relato (corroborado por Tavernier en la entrevista) que
encierra El triunfo de la carne (1935) de Edmond T. Gréville, donde se
explicita la impotencia masculina del protagonista y la perseverancia de su
creador, queriendo que las instituciones públicas de su país apoyasen una iniciativa
educativa para sensibilizarlo. Sin dejarnos en el tintero la extraordinaria
manera de trabajar de los compositores, centrándose en partituras como la de La
bestia humana (1935) de Joseph Kosma,
donde imagen y música crean una entelequia indestructible o la de los actores
como Jean Gabin, cuyo rostro para
muchos franceses representaba al Frente Popular de entreguerras, y en Al
salir el día (1939), es el modelo del auge y caída de dicho movimiento
político.
Si tuviéramos que buscar
el sentido a las imágenes del documental, tendríamos que filtrarlo bajo esos
parámetros donde el trabajo conducía a una decencia común. Agruparlas en una
pluralidad artística comprometida con la sociedad con la que le tocó vivir. Ahí
descansa el valor del documental, nos habla de la honradez mostrándonos su
característica más inmediata, su lucha. No solamente en el plano ficcional (los
protagonistas y secundarios del relato) sino en el real (la gente que hacía
posible la ficción) sacando adelante sus ideas en un marco complicado. El arte
a veces está muy cerca de la vida, aquella época retratada fue uno de esos
momentos y esperemos que no el último. Como me comunicó Bertrand Tavernier ahí
están Alexander Payne, Nanni Moretti, Aki Kaurismäki, Pedro
Almodóvar o él mismo para atestiguarlo. En Hoy empieza todo (1999),
el personaje del profesor Daniel Lefebvre (Philippe
Torreton) increpa a una madre. Ella le contesta que no tiene la culpa de no
tener trabajo a lo que él responde: “Pero
si no hacen nada, ¿qué hago yo? No tienen derecho a darse por vencido, no lo
tienen.” Orwell fue testigo de
la decencia en un periodo de lucha, la guerra civil española, y lo dejó
plasmado en su impagable Homenaje a Cataluña (1938). “Es curioso, pero estas vivencias no han disminuido sino aumentado mi fe
en la decencia del ser humano.” Todavía seguimos combatiendo. (Eso también
fue una de las últimas cosas que me dijo Tavernier).
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