Desde el comienzo de la película, cuando Mildred (Frances McDormand) piensa en su plan,
contemplando los herrumbrosos anuncios, asistiremos a una representación del
dolor. Empezaremos con ella aunque como veremos, afectará a todos los
personajes de la historia de manera directa o indirecta. Carter Burwell lo sabe
y nos lo rememora cada vez que aparece ese sentimiento, homenajeando a otro
maestro, Ennio Morricone con El Bueno, el Feo y el Malo (Il Buono, il Brutto,
il Cattivo, 1966). Los acordes de una guitarra española pueden convertirse
mágicamente en vasos comunicantes con Il Tramonto del compositor romano, y es
que, de alguna manera, también había algo de absurdo en el spaguetti western de
Sergio Leone.
De la herida de la protagonista, la muerte de su
hija y la inculpabilidad de su asesino que sigue en paradero desconocido, no encontraremos
desarrollo alguno. Nos encontramos ante un férreo personaje cuya presencia destila
una masculinidad apabullante: en cómo se mueve o se encara con sus vecinos, a
una manera wayneana por ejemplo o
cómo resuelve los conflictos a una bronsoniano.
Es la personificación de un comportamiento ancestral que alimenta el vacío de
un dolor a través de una poderosa determinación. Mildred es la depositaria de
una forma de entender la justicia y de una forma de ponerla en práctica bajo la
sombra de la violencia. Su sed de venganza además de convertir al personaje en
juez y verdugo, lo parasita rabiosamente sin remedio.
Y puede que en algunos
momentos se contenga, como en la secuencia del restaurante donde tiene una cita
con su salvador/novio James (Peter
Dinklage) y repentinamente aparezca
su exmarido (John Hawkes) pero en
otros, se desate (el acto anarquista por excelencia de toda la trama, donde
James la cubrirá de algún modo frente a la presión policial) pero en ningún
caso encontraremos un progreso, algo que nos diga que el personaje haya
evolucionado como sí lo han hechos otros. Cojamos al agente Dixon (San Rockwell). Es el único que se salva de la quema, de hecho es un
personaje ubicado en un limbo narrativo, más allá del bien y del mal. Es un ser
amoral capaz de las cosas más horribles pero también de las más necesarias para
salvaguardar la llama de la esperanza en la resolución del crimen. Lo terrible que es capaz de realizar a otro
personaje, lo hace cuestionar su propio acto, empezando a comprender que quizás
esté equivocado con determinadas asunciones sociales y raciales. Su actitud
está cambiando. En una magnética secuencia donde vemos a través de sus ojos
vendados, no sólo el actante sino todo el film se pliega a un cambio nuclear.
El enfrentamiento con el otro desaparece en detrimento de su comprensión. Sus
lágrimas no son de rabia sino de desolación. Esta tipología humana es más fácil
que medre en un sistema corrupto, llamase sociedad o comunidad, ensimismado en
un pasado glorioso donde los únicos
garantes de una cierta liberación, aunque sea a través de ráfagas de hibris,
sean los outcasts y tanto él como
Mildred y el sheriff Willoughby (Woody
Harrelson) lo son.
Sus vidas de alguna manera están relacionadas
inextricablemente. Para Dixon, el sheriff es el padre que nunca tuvo y para
éste, quizás, el hijo que no pudo tener y en medio, la representación del
pasado, Mildred, que reverbera en sus heridas. La del sheriff por no resolver
el crimen y la de Dixon por avergonzar a todo el departamento de policía local.
Este tipo de sociedad está muy bien escenificada en la secuencia en la que
Willoughby explica a sus hijas como tienen que pescar, sin salir de los límites
de una manta, siendo observadas por un osito de peluche mientras se escapa con
su mujer a los arbustos. Éste último personaje además se convierte en pieza
clave para el proceso de anagnórisis que sufre los otros dos a través de una
narración epistolar muy singular. El sheriff escribe tres cartas. Una para su
mujer, otra para su rival, Mildred, y una tercera para su compañero, Dixon. Es
un momento brechteniana conmovedor donde
su teatro épico, antesala del teatro moderno y postmoderno, muestra las tripas
de la narración (somos conscientes de la ficción) enmarcando la secuencia en un
espacio abstracto, donde no es pasado ni presente sino todo lo contrario y donde
no existe una identificación cortés con el espectador, más bien requiere de su
participación. No resulta descabellado citar al dramaturgo alemán, ya que el
absurdo está presenta a lo largo de toda la historia, funcionando como comedia
y drama justificando las diferentes acciones de sus participantes,
confraternizándose con la supura de sus heridas. No hay absurdo mayor que
querer seguir teniéndolas en vez de cicatrizarlas. Y es que estas taras son
también ramificaciones que engloban a Ebbing, Missouri, donde la característica
preponderante de sus habitantes es la quiebra. Sus actantes están, o bien rotos
o desahuciados de un sistema corrompido, pululando por un escenario post-crisis
a la deriva. Todos están buscando algo. Unos redención por lo no hecho, otros
por lo hecho en un pasado que los tormenta. Los hay que buscan una finalidad en
su odio y otros que intentan mantener un “statu quo” que se resquebraja con la
presencia de esos tres tablones, presagiando la debilidad del mismo, donde el
machismo y el racismo junto al caciquismo son los puntos cardinales de una
veleta estática. El sistema está estancado no por un personaje, sino por su
voluntad grotesca de hacer justicia. Y es que el orden establecido no es tan idílico como se refleja en la cena
de Pascua en casa del sheriff. Su cáncer es también uno metafórico
narrativamente. No hace falta esperar a los bárbaros para que el imperio caiga,
ya está desmoronado por dentro. ¿Desde cuándo? Quizás desde que Mildred
soportara palizas de su exmarido o se despeñase en el rol de madre, o quizás
desde que Dixon se diese cuenta que convivía con una madre alcohólica, que a
veces soportaba sus palizas y otras se sintiese dirigido como si su progenitora
fuese la mismísima Lady Macbeth o desde que la comunidad afroamericana eran la
única población preponderante en las celdas de la prisión.
Puede que el final sea
uno de los más abiertos que existan pero en la búsqueda de Mildred y Dixon, hay
algo “quijotesco” que no sólo analiza una sociedad sino que la entierra.Aquel que sufre una perdida, busca irremediablemente su causalidad. Su herida está viva y se transforma en asignatura pendiente. Antes de dicho final existe una secuencia, a mitad de guion, donde Mildred sufre acoso por parte de un hombre que dice ser amigo del sheriff. Simplemente hablan pero ya sabemos que la violencia puede ser de muchos tipos. El primer plano del tipo diciéndole que ojala hubiera sido él el agresor y asesino de su hija, no solamente deja helada a la protagonista. Ese mismo personaje regresa a escena después, hablando con un colega de una violación en un bar. Dixon se encuentra parapetado detrás de él y escucha ¿la revelación? Martin McDonagh crea una serie de expectativas y después las elimina. Ése será el tipo que irán a buscar los dos misfits de la trama, dejando un reguero de especulación acercar de ¿qué harán con él? O si efectivamente ¿será el asesino? El propio guion nos dice que no es el homicida en palabras del nuevo sheriff pero no queremos creerlo, queremos seguir sentados en el coche de Mildred y acompañarla, junto a su Sancho Panza particular. Y es que lo genial de este the end es que está vivo. Durante casi dos horas hemos asistido a un catálogo de seres moribundos y sin embargo, Tres anuncios en las afueras es participe de la característica contraria. Sigue conviviendo con el espectador, incluso después de que la luz de la sala se encienda, continuando en nuestras cabezas e hipotecando nuestras hipótesis. Lo absurdo también puede ser viral, que le vamos a hacer.
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