“Parecía un
flashback pero al mismo tiempo un flashforward.”.
Steven Spielberg cuando leyó Ready Player One.
“Anal rasrag,
urbás besal, dogiel dienvé” transcrito al castellano y que en la película se
usa para poner en funcionamiento un orbe mágico dentro de una especie de “matrix”
llamada OASIS. Es una cita más en el interior de un universo pastiche que
constantemente está fabricando referencias pretéritas narrativas. Apoyándome en
el mismo, seremos testigos de un vaciado
extremo formal: uno de los avatares, Aech (Lena
Waithe), está construyendo un
coloso, igualito que el de la excelente película de Brad Bird, El gigante de Hierro (1999), ¿su finalidad? Transformarlo
en un arma de destrucción masiva, todo lo contrario de lo que perseguía el
titán animado que quería ser humano antes que arma. El plagio demuestra la
aproximación errónea de este guiño cinéfilo. Su reflejo nos devuelve uno
pervertido. No se está homenajeando la herencia cinéfila (que fue como empezó
el propio Spielberg y su amigo Lucas) se está degenerando y lo más
terrible de todo es que nos parece normal.
Bajo mi punto de vista existen dos formas de ver el
film y ambas pasan por el tamiz de la (auto) cita, es decir, del conjuro de la
creación. Ready Player One (2018), además de avisar a ese primer jugador para que se prepare (como si se tratase de esa
voz en off de los video juegos ochenteros del siglo pasado), de alguna manera habla
de un despertar. De eso trataba también Excalibur (1981), film dirigido por John Boorman y primero en agenciarse el
conjuro. Desde unos parámetros “jungianos” se centraba en la idea de la conciencia del hombre, de su
despertar dejando atrás una conciencia colectiva que lo retenía en un mundo ancestral
(Guía para ver y analizar. Excalibur. M. C. Sanmateu Martínez. Editoriales Nau
Llibres y Octaedro). Su máxima representación
era la figura del dragón (recordemos que el apellido de Arturo es Pendragon), y
de cómo el hombre dejaba atrás ese recuerdo (mito) y despertaba a un nuevo
mundo, uno bajo la sombra de una cruz (religión). El dragón no aparecía por
ningún lado pero si sus efectos, una niebla como si fuese el aliento del ser
mitológico o, en la propia estructura gramatical del conjuro, ese hálito de
la serpiente (“Anal rasrag”). Si
tuviésemos que elegir hoy a alguien que pudiese representar a ese tótem mítico,
a ese dragón, para mí no habría duda. Sería el propio rey Midas, que ha hecho
algo increíble con esta película: defenestrar el blockbuster que, irónicamente,
él mismo ayudó a fundar con Tiburón (1975). La filmografía de Steven Spielberg representa, como
ninguna otra, un vínculo con el pasado y una alianza con el futuro cinéfilo. Nadie
como él para ubicar el homenaje o referencia en sus películas y que al mismo
tiempo, se haya no sólo consolidado sino trasformado con el paso del tiempo, en
referente multidisciplinar de otros. Ahora bien, lo interesante de su propuesta
va por otros derroteros. Ya no hay cabida para la construcción, ni siquiera la
reconstrucción (¿qué sentido narrativo tiene la secuencia en el interior del
Hotel Overlook del film kubrickiano
El resplandor (1980) si no es solamente el estilístico?). Con Ready Player One
sólo prima la destrucción. El director ha llegado a su cul de sac creativo y por eso necesita la ayuda de alguien. La
figura del fan se yergue: Ernest Cline
autor de la novela en la que se basa el film y guionista de la misma. Vivimos
una época postmoderna y su máxima representación bien podría ser la del “Uróboros”
nórdico. Una serpiente que se come su propia cola, conformando un círculo
perfecto, sinónimo de ahínco y esfuerzo eterno pero también inútil, ya que el
ciclo se repite constantemente. Nos encontramos en un futuro donde la población
está enganchada a la realidad virtual. En su interior son unos perfectos
avatares cuyos objetivos son meramente dionisíacos, potenciando un escapismo
cuyo valor lúdico da la espalda al verdadero problema de una sociedad drogada,
extasiada con el culto al “yo”. Son unos actantes drogodependientes de una
realidad banal que demandan otra, egoístamente más entretenida. Y es que la
vida ya no interesa, sólo nos queda soñar despiertos digitalmente. La secuencia
de las Torres y los interiores poblados por sus habitantes-mimos puede llegar a
ser lo mejor de toda la ficción. Seres alienados en un mundo distópico y
resucitados en otro utópico. Aquí el binomio Cline/Spielberg podría haber optado por un camino más
“orwelliano” y, apoyándose en ese mundo paralelo, realizar una crítica contumaz
a un cierto despropósito referencial que estamos viviendo y sufriendo; al
ninguneo cultural favorecido por un narcisismo al sujeto y a una carnavalización
del capital, pero no, han optado por el ripio “uróborosiano”.
No tenemos que olvidar que estamos hablando de una
película, un espectáculo, un entretenimiento formativo y es que el cine puede
llegar a ser un encantamiento de vida y muerte (“urbás besal”). Un hechizo que nos anestesia como si fuésemos esos
personajes del film, manipulados hasta la saciedad (las equivalencias en
nuestra sociedad que las ponga quien quiera, existen muchas). Pero también coexiste
otra opción. El cine también puede llegar a ser un reflejo de nuestra sociedad
y una comprensión del mismo y puede que aquí resida, la segunda manera de ver el
film, como si fuese un condicionamiento de nosotros mismos. A simple vista no
podemos verlo pero si demostrásemos tener un poco de pa(ciencia), quizás
observaríamos cambios sustanciales. Para mí existe una secuencia que
ejemplifica lo dicho. Percival (otra conexión artúrica) avatar de Wade (Tye Sheridan) decide dar marcha atrás
en una carrera donde el resto de pilotos marchan veloces hasta la meta.
El
avatar se introducirá en un túnel que lo llevará a correr por debajo de la
pista de carreras, siendo testigo no sólo de como los demás avatares van
fracasando en su objetivo, sino viendo por dentro, en sus propias carnes
digitales, como la carrera va generando los diferentes obstáculos en forma de
iconos populares (desde el Tyrannosaurus rex de Jurassic Park (1993) hasta el
mismísimo King Kong (1933). Es decir, Percival es consciente de la creación de
la propia carrera al mismo tiempo que está sucediendo. Es consciente de su
alteridad. Ese tipo de sabiduría nos
avisa de la importancia puesta en el análisis, porque lo que vamos a contemplar
es un reflejo distorsionado de nosotros mismos. Y lo perturbador de la
propuesta es que no tiene necesidad de apoyarse en ninguna coartada identitaria
con el narratario. Son/Somos seres aburridos, infantiloides, ¿peterpanescos?
Anulados y solamente preocupados en pasar al siguiente nivel. Si existiese algún
mensaje cifrado en el interior de la historia, sería uno de revolución pero
de una gestada entre algodones
(demoledora es la secuencia en la que los actantes asumen seguir como estaban
pero dedicando un par de días a desconectarse de la virtualidad).
Y el conjuro termina con algo muy interesante: signo
tuyo de creación (“dogiel dienvé”).
Y es que una historia es el remanente de su propia creación. Como hemos dejado
claro, en el film artúrico todo giraba en torno a la idea del despertar del
héroe. Pues bien, Wade también despierta y quiere despertar al mundo de la realidad
que encierra OASIS. El culto al protagonista cinematográfico le hubiese
encantado al ego jungiano, uno que llega a convertirse en arquetipo pero que ya
no relaciona un posible mundo interior inconsciente con uno exterior consciente,
ya sólo le interesa vanagloriarse de uno virtual. Se dejan atrás los esquemas
arcaicos para moldear las ficciones con sistemas binarios de ombliguismo. Llega
otra cosa, un fenómeno que arrasa con todo lo demás. No hay salida posible
salvo que te pongas una gafitas y empieces a soñar el efecto especial deseado.
Quizá no estemos tan lejos de esas torres donde vive hacinada esa sociedad del
futuro y nos encontremos más cerca de ese ser humano que prefiere desinhibirse
de la realidad, preocupándose por una
farsa. Todo un ejemplo de irresponsabilidad cívica. Ya hablaremos otro día de
otro conjuro “Klaatu Barada Nikto”.
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