La sinopsis se alimenta de personajes errantes. Héroes
inconscientes, la mayoría de las veces, de sus propósitos que vagan entre los
pliegues narrativos de una historia. Lagasca o Lepanto bien podrían ser ese
tipo de náufragos, aferrados a sus modos de vida y siguiendo unas normas (más
la segunda que el primero), junto a Voyage y a otros muchos de índole
secundaria, que pululan la diégesis sobreviviéndola. Pero hay algo que
comparten todos: son característicos, pertenecen a una caracterización. En el
caso de los dos pilotos, por poner un ejemplo, podríamos etiquetarlos de proletarios (en su acepción adjetiva): dirigen
subviones de mercancías en el Mundo Cupular. Durante micraños ha sido así pero
todo eso va a sufrir una mutación trascendental. La aventura hará acto de
presencia y solamente cuando se active, perderán su anonimato y se convertirán
en protagónicos. Y el proceso creativo que diseña esa transformación es
curioso. En la gestación de una idea, los personajes son originariamente
ignorados y a media que se va desarrollando, van adquiriendo rasgos, tipos,
especialidades, que irán construyendo su existencia. Aparecerán después sus
nombres, su aspecto físico, sus anhelos, miedos o virtudes. El andamiaje
narrativo queda fijado y solamente faltará resucitarlos. La Aventura es el
mecanismo que produce el milagro creativo. Y de esta guisa, el género literario
caníbal por excelencia, metástasis narrativa frenética, invade nuestro sopor
diario. Llamémosle búsqueda, empresa o hazaña, lo que es innegable es el
protagonismo de la acción, tomando el control del desarrollo del personaje y
del testigo, ya sea lector o espectador. Y aquí se filtra el hecho
narratológico: el pacto disciplinado entre el actante y el narratario
confeccionado por el escriba. La posición activa del primero desarticula la
posición pasiva del segundo: aquel que hace siendo contemplado por el que observa.
De alguna manera esa alianza tendría que abolirse en detrimento de una
simbiosis entre ambos.
Algo de esto sabía Bertolt
Brecht (1898-1956) y su “Opera de tres centavos” (1928) o, siguiendo en
territorio teutón, Michael Ende
(1929-1995) que en su “Historia Interminable” (1979) el librero Koreander
defiende la veracidad de lo que acontece en la novela, frente al incrédulo
Bastian. Cualquier aproximación a la Aventura tendría que ser calibrada bajo
estos parámetros. Y es que leer podría considerarse un acto arriesgado, uno en
el que nos jugásemos la vida parafraseando al profesor y coach Álvaro González-Alorda, cuando dice que
nos jugamos la vida en las conversaciones y también en las que no tenemos. Lo
que se cuenta en un libro, o mejor dicho, aquello que recreamos leyéndolo puede
perfectamente convertirse en una realidad y por tanto su amenaza(s), su peligro(s),
arranca(n) lo azaroso y permite desperezar a la aventura indicándola un
posible(s) trayecto(s). Y cito posible(s) porque al principio es una mera
opción, es la teoría de la trama que se desliza a su práctica, el relato.
Lagasca y Voyage bien podrían a haber seguido trabajando como pilotos mercantes
de subviones, yendo de un lado a otro con el Fortaleza pero el azar quiso que
en su último encargo aterrizasen en la posibilidad de una aventura, en la
ciudad de Dundee. A partir de este momento lo irracional bien podría dirigir
sus historias. La Aventura suele alimentarse del adjetivo desvergonzadamente
pero eso es lo baladí. La lógica del relato no tiene por qué ser la de su
forma, es decir, lo capital del asunto no es el qué te cuentan sino el cómo te
lo cuentan. Y ahí sí que es importante una cierta razón constructiva. La
concatenación de hechos, enumerada sucintamente en la sinopsis de más arriba,
nos permite vislumbrar el mapa de hechos a los que tendrá que hacer frente el
héroe(s) y también nos muestra, sutilmente, sus objetivos y los de la trama. A
veces será una carrera contrarreloj y otras veces una huida. Una confrontación
entre un acto valeroso frente a uno cobarde o ser testigos de momentos
insuflados por una alta tensión frente a otros, drenados de todo peligro.
Siempre andando en una cuerda floja dramática, sin dejar de empujar al lector
en pos de una aventura o al menos de su posibilidad. Siempre es bueno cerrar un
libro y pensar que todo lo leído pertenece al reino de la ficción, que todo
aquello que hemos podido imaginar, se haya quedado en ese estado mental, pero
que al despertar a la mañana siguiente, algo, un detalle, una conversación te
haga replantear tu propia existencia logrando poder observar la realidad con
otros ojos. Y esto nos llevaría a una gran conclusión: aquello que te hace
pensar, te transforma. No digo que La caída de Dundee lo haya lograda pero espero
que por lo menos se mantenga en ese camino denunciándolo, o por lo menos,
rasgando el telón de la escenificación. Así que… ¡Bon Voyage!
¡Siéntense
en el Fortaleza y agárrense fuerte de la mano de uno de los pilotos de
subviones más irresponsables del Mundo Cupular, adentrándose en un universo de
trúhanes, traidores y aventureros!
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