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martes, 29 de mayo de 2018

LA CAÍDA DE DUNDEE. (XXVI). LA POSIBILIDAD DE UNA AVENTURA.

Podría haber sido una noche cualquiera en Dundee pero será su última. Lagasca se encuentra en la ciudad-cúpula para entregar unas mercancías cuando, repentinamente, el suelo empieza a temblar a sus pies. Los reactores de la plataforma de sujeción de la urbe empiezan a apagarse misteriosamente abocándola a una caía inminente. Pero ese será uno de los muchos problemas a los que tendrá que enfrentarse el piloto, además del encuentro con su expareja Lepanto, controladora jefe del Aeropuerto; al aire contaminado que va invadiendo rápidamente la ciudad dejando un paisaje desolador de muerte y destrucción; a la desaparición de su copiloto Voyage, visto por última vez en el Complejo Ocioso, lugar del epicentro de los extraños seísmos, y a las intrigas de los hombres del Convenio representados por el profesor Antónimus, que arde en deseos de conseguir una enigmática llave y una información secreta que puede salvar o condenar a la humanidad. ¡Y todo eso en una sola noche!


La sinopsis se alimenta de personajes errantes. Héroes inconscientes, la mayoría de las veces, de sus propósitos que vagan entre los pliegues narrativos de una historia. Lagasca o Lepanto bien podrían ser ese tipo de náufragos, aferrados a sus modos de vida y siguiendo unas normas (más la segunda que el primero), junto a Voyage y a otros muchos de índole secundaria, que pululan la diégesis sobreviviéndola. Pero hay algo que comparten todos: son característicos, pertenecen a una caracterización. En el caso de los dos pilotos, por poner un ejemplo, podríamos etiquetarlos de  proletarios (en su acepción adjetiva): dirigen subviones de mercancías en el Mundo Cupular. Durante micraños ha sido así pero todo eso va a sufrir una mutación trascendental. La aventura hará acto de presencia y solamente cuando se active, perderán su anonimato y se convertirán en protagónicos. Y el proceso creativo que diseña esa transformación es curioso. En la gestación de una idea, los personajes son originariamente ignorados y a media que se va desarrollando, van adquiriendo rasgos, tipos, especialidades, que irán construyendo su existencia. Aparecerán después sus nombres, su aspecto físico, sus anhelos, miedos o virtudes. El andamiaje narrativo queda fijado y solamente faltará resucitarlos. La Aventura es el mecanismo que produce el milagro creativo. Y de esta guisa, el género literario caníbal por excelencia, metástasis narrativa frenética, invade nuestro sopor diario. Llamémosle búsqueda, empresa o hazaña, lo que es innegable es el protagonismo de la acción, tomando el control del desarrollo del personaje y del testigo, ya sea lector o espectador. Y aquí se filtra el hecho narratológico: el pacto disciplinado entre el actante y el narratario confeccionado por el escriba. La posición activa del primero desarticula la posición pasiva del segundo: aquel que hace siendo contemplado por el que observa. De alguna manera esa alianza tendría que abolirse en detrimento de una simbiosis entre ambos.


Algo de esto sabía Bertolt Brecht (1898-1956) y su “Opera de tres centavos” (1928) o, siguiendo en territorio teutón, Michael Ende (1929-1995) que en su “Historia Interminable” (1979) el librero Koreander defiende la veracidad de lo que acontece en la novela, frente al incrédulo Bastian. Cualquier aproximación a la Aventura tendría que ser calibrada bajo estos parámetros. Y es que leer podría considerarse un acto arriesgado, uno en el que nos jugásemos la vida parafraseando al profesor y coach Álvaro González-Alorda, cuando dice que nos jugamos la vida en las conversaciones y también en las que no tenemos. Lo que se cuenta en un libro, o mejor dicho, aquello que recreamos leyéndolo puede perfectamente convertirse en una realidad y por tanto su amenaza(s), su peligro(s), arranca(n) lo azaroso y permite desperezar a la aventura indicándola un posible(s) trayecto(s). Y cito posible(s) porque al principio es una mera opción, es la teoría de la trama que se desliza a su práctica, el relato. Lagasca y Voyage bien podrían a haber seguido trabajando como pilotos mercantes de subviones, yendo de un lado a otro con el Fortaleza pero el azar quiso que en su último encargo aterrizasen en la posibilidad de una aventura, en la ciudad de Dundee. A partir de este momento lo irracional bien podría dirigir sus historias. La Aventura suele alimentarse del adjetivo desvergonzadamente pero eso es lo baladí. La lógica del relato no tiene por qué ser la de su forma, es decir, lo capital del asunto no es el qué te cuentan sino el cómo te lo cuentan. Y ahí sí que es importante una cierta razón constructiva. La concatenación de hechos, enumerada sucintamente en la sinopsis de más arriba, nos permite vislumbrar el mapa de hechos a los que tendrá que hacer frente el héroe(s) y también nos muestra, sutilmente, sus objetivos y los de la trama. A veces será una carrera contrarreloj y otras veces una huida. Una confrontación entre un acto valeroso frente a uno cobarde o ser testigos de momentos insuflados por una alta tensión frente a otros, drenados de todo peligro. Siempre andando en una cuerda floja dramática, sin dejar de empujar al lector en pos de una aventura o al menos de su posibilidad. Siempre es bueno cerrar un libro y pensar que todo lo leído pertenece al reino de la ficción, que todo aquello que hemos podido imaginar, se haya quedado en ese estado mental, pero que al despertar a la mañana siguiente, algo, un detalle, una conversación te haga replantear tu propia existencia logrando poder observar la realidad con otros ojos. Y esto nos llevaría a una gran conclusión: aquello que te hace pensar, te transforma. No digo que La caída de Dundee lo haya lograda pero espero que por lo menos se mantenga en ese camino denunciándolo, o por lo menos, rasgando el telón de la escenificación. Así que… ¡Bon Voyage!
¡Siéntense en el Fortaleza y agárrense fuerte de la mano de uno de los pilotos de subviones más irresponsables del Mundo Cupular, adentrándose en un universo de trúhanes, traidores y aventureros!



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