“El arte es
una mentira que nos hace comprender la verdad.”
Albert Boadella.
He agradecido las palabras de la directora de la Walt Disney Animation Research Library, Mary Walsh, y comisariada de la exposición acerca del objetivo de la misma, ya que pensaba que quizás “El arte de contar historias” fuese otro homenaje más para alimentar la mayestática figura del creador, pero no. Puede que en algunos momentos roce la hagiografía, pero de lo que habla es de enseñar al mundo la idea del Storytelling: contar una buena historia y que sea vista por el mayor número de personas posibles.
Aquí nos encontraríamos con una especie de encrucijada “pasoliniana” de elegir entre la biblioteca o el palacio. Por una parte tenemos la meta de relatar algo y por otra, hay que revertirlo económicamente para su producción y futuro disfrute. ¿Lo consiguió Disney? Por supuesto, pero no lo hizo solo. Solamente pudo obtenerlo con la consistencia de un grupo de personas que apostaron por una profesión (ya que en aquellos días no lo sentían de otra manera, había que ganarse el pan con el sudor de la frente y créanme, eran momentos difíciles los de la depresión estadounidense) y que con el paso del tiempo, se fue convirtiendo en un arte. No cabe duda que Disney y su compañía funcionaron como un faro que fue atrayendo a lo mejor de cada casa, pero es innegable que sin ese grupo humano no hubiese hecho lo que hizo, ni hubiese llegado a dónde llegó simplificando el discurso narrativo. Desde los integrantes del mítico “Old Nine Man” hasta otros de igual o mayor prestigio (y quizás menos conocidos) como Ub Iwerks, David Hand o Ben Sharpsteen, lograron que relatos, mitos, cuentos, se auto-germinasen transformándose en clásicos ellos mismos, llegando a realizar un ejercicio de retroalimentación narrativo, un verdadero palimpsesto animado. Desde Blancanieves hasta la princesa Elsa, pasando por bellas durmientes, infancias artúricas o sirenitas entrometidas. Cada historia, independientemente de su duración (fuese un cortometraje o largometraje), partía de la cultura popular para transformarse, ella misma, en una cultura popular propia. Es innegable que la exposición es otro hito en la carrera de Walt Disney pero también desentierra a sus colaboradores, sacándoles del anonimato para el neófito y posicionándolos en el sitio que les que corresponde justamente.
Una de las claves de la exposición es su carácter de inmersión. La presencia de una alteridad no sólo espacial sino también temporal. Lo que vamos a ver y oír está estrechamente ligado al objetivo embaucador de sentirnos transportados. La sección que nos da la bienvenida es aquella que nos habla de los mitos, de aquellas hazañas simbólicas de seres extraordinarios. Unir la fundación del estudio de animación de los años treinta con el mito es toda una declaración de principios. Con el paso del tiempo ambos conceptos se han fusionado. El trabajo de esas gentes se ha convertido por derecho propio en uno mitológico; donde antes se sentaban enfrentados a sus paneles, ahora son otros hombres y mujeres quienes son testigos de sus logros. El detalle de mimetizar el interior del estudio ubicando una serie de ventanas al lado de dichos paneles, nos hace confraternizar con aquellos artistas y la superposición de fotografías enmarcadas en el límite de esos marcos, nos hace tener una idea de lo que ellos podrían haber estado viendo en aquel momento. Imágenes de trabajadores, compañeros suyos que pasaban por ahí, o se encontraban sentados descansando de su tiempo libre, almorzando.
Ponerse a ras
del panel y contemplar un dibujo final de la animación (mina de grafito y lápiz
de color sobre papel) de la Diosa de la Primavera (1934) de Hamilton Luske y después alzar la vista,
nos hace embarcarnos en un viaje mítico al origen de la creación artística y
también a aquel tiempo de pioneros anónimos, que sonriendo a una cámara eran
inconscientes de la magnitud del hecho. La cadencia del trabajo se resuelve
cronológicamente y continuando con el trayecto, podremos ser testigos por
ejemplo de la hoja de personaje (línea marrón, lápiz de color, mina de grafito
y tinta sobre papel) del Rey Midas (1935) o bien de los dibujos finales de
fondo (lápiz conté, mina de grafito y lápiz de color sobre papel) de la
Sinfonía Pastoral incluida en la película Fantasía (1940) hasta llegar a los
estudios para la dirección de arte (reproducciones del original con rotulador y
tinta sobre papel) de Gerald Scarfe
para el film Hércules (1997). Cómo iba funcionando la mente a cada dibujo
contemplado y cómo, al mismo tiempo, se iba estableciendo una serie de
concomitancias creativas entre dibujos mitológicos de Fantasía con la versión
más moderna de Hércules. Cómo se unían para crear un feliz “totum revolotum” creativo donde la copia
se fusionaba con el homenaje recorriendo el camino de una idea desde que nace
en un tiempo y se desarrolla en otro, transformando el acto de animar en uno de
fuerte raigambre psicológica. Antes de
abandonar la estancia por unas puertas, rigurosamente construidas con sus pegatinas
originales del ratón Mickey o eso nos dijeron, no estaría de más ver un
cortometraje típico de contenido extra de edición en bluray de la creación del
primer largometraje de la casa. Simplón pero didácticamente resolutivo.
Pasamos de la blancura del Olimpo al color
rojizo del mundo de la fábula, representada
por la presencia de perfiles de casitas haciendo un claro homenaje a las
pertenecientes a la de Los tres cerditos (1933). Llegados a este momento, me
gustaría advertirles que eviten los días festivos, ya que una gran afluencia de
público les destrozaría la exposición. Y más si quieren disfrutar de cortos
como La Liebre y la Tortuga (1935) en su integridad o el del Sastrecillo
Valiente (1938), en su versión digest. Hay que tener cuidado porque la experiencia puede verse mermada si les toca un
grupo, y si encima es de marcada presencia infantil, ni les “cuento”. La
anécdota fascinante fue que me tocó a un grupo de esos niños, rondando los diez
u once años, que parecían aburrirse con los cortometrajes pero que me dejó un
momento impagable: el rostro de un señor mayor disfrutando como un benjamín del
momento. Repentinamente me vino a la cabeza la frase mítica de Disney, que
decía que él hacía las películas para el niño que todo adulto lleva dentro.
Pasando por entre las casas, podremos ver curiosidades como una carta de Eleanor Roosevelt a Walt Disney
(fechada el 15 de Enero de 1934) donde le recomendaba que contase una historia
de uno de sus cuentos favoritos de Heinrich
Hoffman. Hasta qué punto, Disney empezaba a ser ya famoso. Y hasta qué
punto su maravillosa insolencia transformando ese relato, que tanto gustaba a
la primera dama norteamericana de la época, en un corto protagonizado por un
pato que ya empezaba a hacer sombra al mismísimo ratón (Lo mejor de Donald,
1938). La interactividad también forma parte de esta exposición, una de las
casas tiene una puerta por donde se puede pasar al otro lado, al lado
maravilloso de la fantasía donde se puede disfrutar de la obra de Norman Ferguson, cuyos dibujos finales
de la animación de Los Tres Cerditos (lápiz de color sobre papel) son
prodigiosos.
La sensación de capturar el movimiento cuando el lobo feroz sopla y
la casa de paja sale volando, es de una técnica magistral sobrecogedora.
Mirándolos hoy, uno se queda epatado del nivel artístico que llegaron a
alcanzar algunos artistas, sobre todo en época tan temprana.
El siguiente color fue el verde que nos
anunciaba el reino del bosque, y las copas de unos árboles conceptuales, nos
avisaban de la proximidad al territorio de las leyendas. No es baladí limitar
esta sección a una época histórica concreta, la Edad Media, donde la figura del
bosque era fundamental en la vida de sus gentes. Todo giraba alrededor de ese
espacio anárquico, misterioso y a veces abstracto. El bosque medieval representaba
lo oculto y escondía lo enigmático frente a otros espacios donde se iba construyendo
la civilización como pudieron ser el castillo o la villa.
Eso lo refleja muy
bien Merlín el Encantador (1963) en su comienzo, cuando Grillo se aventura al
interior de un bosque en busca de una flecha perdida y se topa con el cottage de Merlín. Cito la película porque forma parte del
material de esta sección y además, lo admito como ya lo hiciera Brad Bird, que es una de mis películas
favoritas. Pasear entre estudios para la dirección de arte, fondos o dibujos
finales de la animación realizados por maestros de la talla de Milt Kahl u Ollie Johnston, me hacían viajar a mi infancia, al mismo tiempo que
recordaba como un simple gesto, una simpleza de movimiento, puede obtener un
potencial tan realista. Existe en la exposición un dibujo de Grillo sentado en
el trono, ya como rey Arturo que nos cuenta mucho con tan poco. La
desproporción en las formas, un niño sentado en un trono de hombres, sujetando
un gran cetro entre sus enclenques manos y una gran capa que cubre
completamente su cuerpo e invade parte del suelo. No existe imagen más poderosa
de la inseguridad y el desconcierto de la responsabilidad que aquella.
Y si
bien es cierto que la película no se desarrolla íntegramente en un bosque, de
la siguiente que vamos a hablar sí. Robin Hood (1973), auténtico asalto a mi adolescencia que ahora intento trasladar a mi hijo. Ver un
esbozo en tinta sobre papel hecho por el inigualable Ken Anderson de Robin y Little John corriendo alegremente
perseguidos por un ejército de flechas, es el ejemplo paradigmático de cómo la
acción muere sobre un momento fosilizado y renace a base de repetirlo una y
otra vez, al pasar las páginas. Al ver ese momento, mágicamente oía la canción
del bardo con forma de Gallo, que prologaba la ficción cantando la gesta de los
hombres de Sherwood contra el príncipe Juan.
El naranja, o más bien, su tono anaranjado anunciaban
la siguiente etapa en nuestro viaje. Una donde el paisaje era el verdadero
protagonista de la historia. Grandes praderas en la historia de Juanito
Manzanas o desiertos pedregosos en la de Pecos Bill nos enseñaban los Tall
Tales americanos de los que el estudio animado también se imbuyó. Estas dos
historias formaban parte de aquellas películas construidas por cortometrajes y
de las que Disney gustaba de hacer. En este caso contemplar los fondos y
esbozos de Tiempo de melodía (1948) es una experiencia pictórica, donde la
ficción más ridícula se transforma en leyenda “fordiana” y hay que imprimirla convirtiéndola en realidad. Observar
estos dibujos nos hace confeccionar otra realidad, quizás hubo otro western,
uno animado igual de valido que el de verdad. La grata sorpresa vino
precisamente con un apunte a lo “verité”
y fue, además, doble porque fue inesperada. Descubrí el cortometraje de John
Henry (2000) en la exposición. Y fue como entrar en otro tipo de estructura
dentro de la propia sección donde me ubicaba. Aquí lo preponderante era el
concepto de “realidad” y el tratamiento de algo tan tenebroso como el racismo
en los inicios del país. Existe un fondo de David Murray, sobre acetato y rotulador de unas vías ferroviarias,
que me sobrecoge. No es un raíl recto, es uno en curva pero mirarlo durante
unos segundos me habla de la gente que dejó su vida construyendo el futuro de
otros. El esquema de color de Barry
Kooser delata el tema de la historia, la sangre de unos hombres construyeron
el futuro de un país, independientemente del color de su piel.
La última estancia nos devuelve a la
confortabilidad de los cuentos de hadas y podría representar, perfectamente una
coda de lo descrito anteriormente. En los “Fairy
Tales” existen los bosques y el hecho de tener como materia prima a grandes
cuentacuentos, de alguna manera lo involucra con el universo fabulador. También
camina por los mitos, en cuanto que sus historias están cargadas de material
simbólico, por lo tanto para cerrar este viaje y este artículo no vendría de
más citar una frase de Walt Disney,
que sintetiza el objetivo primordial de su compañía: “Honestamente pienso que el corazón de nuestra organización descansa en
el departamento de guion. Tenemos que tener buenas historias.” Pues de eso
se trataba, de contar una buena historia o el arte del Storytelling.
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