Buscar este blog

viernes, 30 de agosto de 2013

LA CAÍDA DE DUNDEE. (XVI). ¿Y DE QUÉ VA?

Posiblemente sea la pregunta más formulada y aunque no lo parezca, la más compleja por responder. Es pequeña, sencilla pero va a la raíz misma de todo lo que he querido concentrar en casi trescientas páginas. Recuerdo que las primeras veces que me atacaron con ella, rápidamente ejecutaba la respuesta del tipo, "es un relato de aventuras..." y fácilmente me libraba del sujeto. Pero a medida que el tiempo ha ido pasando, me he ido dando cuenta que no es cierto, o cuanto menos, no una parte de esa respuesta. La aventura estaba en en el centro neurálgico del libro, eso es incuestionable pero lo que para mí significa era otra cosa muy distinta. A lo mejor he pecado de primerizo en esto de la literatura pero precisamente por esa razón, al citar que La Caída de Dundee era una aventura lo que estaba haciendo inconscientemente era inscribirla en un género literario para que la gente no se despistase a la hora de perderse por sus páginas (o sus píxeles en la versión informática). La verdadera razón era otra. Lo que de verdad quería responder se ha ido construyendo con el devenir. A cada pregunta realizada, iba dejando un espacio vacío que lentamente se iba agrandando, tragándose la primera respuesta y dejando un espacio para contestar con justicia a esa nimia y puñetera pregunta. Y antes que un posicionamiento genérico, que también lo es, lo que pretendía era describir una experiencia. Trasladar a todo el mundo la sensación de estar leyendo, por supuesto, pero al mismo tiempo imaginando la narración como si se mutase en la contemplación de ver una película. Ir al cine y ser testigos de una ficción cinematográfica. Mirar un film, disfrutar de un ritmo determinado que a cada paso de página iría cambiando al mismo tiempo que la incertidumbre de poder ver a Lagasca o Heads superar las pruebas o fenecer en el intento. Desde el principio (y ya lo he comentado), la novela nació de una frustración. De la imposibilidad de poder sacar a delante un proyecto faraónico llamado en un primer momento MINVS y después El Legado de Dundee.


Un guion ambicioso desde los parámetros de un estudiante de cinematografía, que no se dejó vencer por la realidad más pragmática, elaborando lo imposible. Con el tiempo, uno se da cuenta de la futilidad del intento pero no del esfuerzo obtenido. Cada día me acuerdo de la escritura, de cómo la ilusión por levantar un proyecto me hacía despertarme y comerme el mundo. Algo luchaba en mi cabeza por salir y no podía dejarlo escapar. Las ideas en ebullición se evaporizaban en palabras y éstas en frases configurando, primeramente los que sería el bosquejo de un guion literario para después, convertirse en un esquema de novela que con la perseverancia de uno mismo (eso de la ayuda exterior al escritor es falsa. No existe un trabajo más solitario que el de escriba y más peligroso. Si te caes, te caes tú solo), se ha ido generando hasta acabar con el resultado final que ya sabéis.
Yo siempre defenderé que antes que escritor que utiliza palabras, he construido, o intentado, edificar una significación en imágenes. Qué antes que enfrentarme a la hoja en blanco, lo hice al plano vacío y que incluso la nada visual puede generar sentido, incluso intentar describir ese sentimiento o confusión. Que el cine puede hacerse de muchas maneras y que no es necesariamente con cámaras de cualquier tipo con las que se consigue recrearlo. Ya hubo un grupo de personas que pensaron que hacer cine podría ir por otros derroteros. Un grupo de críticos que cambiaron el mundo de la opinión cinematográfica para siempre. Eran franceses, en su mayoria y potenciaron en la escritura otra forma de hacer cine, diferente eso sí, pero posible. Ellos serán recordados como la Nouvelle Vague y uno solo busca encontrar su sitio en el mundo, intentando hacer cine de la mejor manera que pueda y me dejen.

lunes, 26 de agosto de 2013

SESIÓN CONTINUA. (X). VECTORES.

Desde el principio el cine se ha ido entrelazando con mi vida de dispar manera a modo de vector, ladeándose de un lado a otro balanceándose hacia la realidad o la ficción. Comprobemoslo. De igual manera que Mike y su pandilla tuvieron que enfrentarse a una mudanza forzosa en Los Goonies (1985), yo me tuve que enfrentar a la mía propia con la salvedad de que ellos tenían a la ficción de su parte y yo en contra mía, la realidad. Así que al final me tuve que marchar del lugar que me vio nacer. Pero un año antes pude ver Gremlins (1984) en la casa de los padres de Arcadio (que ya os lo presenté en Sesión Continua. (VIII). Gusto circunstancial).
Yo era un niño de siete u ocho años y estaba preocupado esa noche. A medida que transcurría la película, me iba olvidando de mi cometido principal, mi regreso a casa. Cuando aparecieron los títulos de crédito, desperté al mundo real acompañado por una serie de escalofríos. Tenía que realizar el camino de vuelta a casa y lo tenía que hacer solo. La noche me esperaba afuera. Cuando mi amigo me despidió cerrando su puerta y dejándome junto al ascensor, no sé si le regalé algunos momentos de nerviosismo bochornoso a través de la mirilla de su puerta, pero el caso es que no perdí el tiempo y me encerré en el ascensor para escapar de allí. Craso error. ¿Cómo pude atreverme? Estaba utilizando un aparato después de haber oído el consejo del padre del protagonista (¡Mirad bien antes de llamar a un técnico!, puede que tengan un Gremlin en casa). Mientras duraba el descenso mecánico, miraba atentamente cualquier tipo de anomalía en el interior del ascensor, algo que me alertase de la incómoda presencia de algún bicho verde. Al detenerse, abrí desesperado su puerta metalizada y salí corriendo. Más de un kilómetro separaba la casa de mi amigo de la mía. Respiré fuerte, contuve el aliento y salí disparado hacia la puerta de mi portal. Estando cerca una luz me atacó por mi espalda, quizás un coche entrando en el Parque Móvil pero para mí era un Gremlin conduciéndolo, así que aceleré y pude alcanzar mi anhelado destino. Esta vez opte por las escaleras, llegando más rápidamente a casa donde mi madre estaba esperándome con un plato de no sé qué cosa. Mi infancia se ha ido (retro)alimentado de estos recuerdos, ampliándolos con los compartidos en una sala de cine a través del tiempo. Pero no nos confundamos la mayoría de ellos son erróneos, manteniéndonos encadenados a nuestra nostalgia más atroz. Quizás nunca hubo ascensor en el piso de mi amigo y quizás jamás entró un coche en el Parque Móvil. Quizás lo único verídico fuesen  los escasos metros que había de distancia entre el portal de Arcadio y el mío. Mi imaginación creó toda una cohorte de percepciones, alimentada esos sí por el visionado del film, que agrandaron mi imaginación, haciendo ver cosas que lógicamente solo podían pertenecer al ámbito de la ficción. Antes del cine estuvo su recuerdo y a veces ni siquiera eso, sino una espesa niebla que lo confundía. El primer visionado de la película de Joe Dante como el de la de Richard Donner creó en mí un poderoso influjo que ha ido moldeando mi infancia, transformando su recuerdo en un reducto inaprensible del pasado, dejándose mutar alrededor de una serie de vectores impulsando la realidad a una mímesis de la misma.




Las dos propuestas son contemporáneas en el espacio, una antecede a la otra y en su concepción industrial, compartiendo elementos narrativos y conceptuales a la par que a sus creadores. Tenemos en la producción ejecutiva a la pareja formada por Frank Marshall y Kathleen Kennedy junto a Steven Spielberg, y en el guión, en ambos casos a Chris Columbus. O sea que el cómo hacerlas desde un punto de vista práctico y desde uno teórico están realizadas por el mismo equipo y detrás de ambas se encuentra la misma productora mítica, la Warner. En lo único que se diferencian es en el apartado de la dirección, contando en el primer caso con Joe Dante (Aullidos, Exploradores o El Chip Prodigioso) un artesano de la casa Amblin, y en el segundo con Richard Donner (Superman, Lady Halcon o la saga de Arma Letal) un artesano "ronin" de la industria. Al margen de estos datos, nos encontramos con que ambas películas proponen historias fantásticas aliadas con la realidad para conformar su discurso entretenido acerca de ciertos temas, seísmos que fluctúan enterrados bajo el organigrama narrativo, impensables para productos populares como estos. No nos engañemos, una nueva forma de entretenimiento se estaba gestando en Hollywood a finales del siglo pasado y un nuevo maestro de ceremonias aparecía en escena, presentándonoslas. Analicemos por tanto lo que se ve para después subvertir la apariencia de lo que no, estableciendo unos vectores pertinentes (realidad / ficción) a modo de coordenadas sobre un eje de abscisas representando la narración.
Antes del comienzo se nos presenta un nimio prólogo en ambos casos. Es un elemento que tiende a desorientar sus intenciones. Mientras que Gremlins nace entre el bullicio de Chinatown entremezclado con las luces de neón y una insólita neblina, Los Goonies lo hace desde una persecución. Las dos películas abrazan el concepto de género desde el principio, aunque sus puntos de partida diverjan. En el caso de la primera, germinará hacia el terror y en el de la segunda hacia la aventura, aunque exista otro género que emparedará ambas ficciones, la comedia en su vertiente más gamberra, rebajando su componente realista en sus diferentes vertientes (la social, la económica, la tradicional) sin estorbar al entretenimiento que rápidamente se hará con el control de la situación. Finiquitado los formativos minutos, vendrá la presentación de la trama. Aquí también compartirán igual característica vectorial. La representación de un espacio definido, un lugar físico donde situar los extraordinarios acontecimientos. Pequeñas comunidades que representa o bien un lugar idílico donde vivir como la ficticia Kingston Falls, construida en su totalidad en los estudios Universal.


O la verdadera Astoria en Oregon, a punto de ser demolido uno de sus barrios más míticos, el Cauldron Point. Las dos localizaciones forman una especie de bisagra entre el tedio "real" frente al entretenimiento proporcionado por la ficción, representada en un caso por unos monstruos y en el otro, por la búsqueda de un tesoro. En el primer caso, el escenario servirá como campo de experimentación de las travesuras de los Gremlins mientras que los muelles de Goon se transformará, si no lo evita la panda de Mikey, en un recuerdo de lo que fue. Las ideas primigenias de ambas películas deambularán bien por la superficie de una clásica ciudad pequeña navideña, demostrándonos que la felicidad es un estado de animo subjetivo y que no todos estamos preparados para olvidar los malos momentos en detrimento de una alegría impostada y comercializada, o bien operaran bajo el subsuelo de una urbe fantasma, donde las motivaciones juveniles de unos pocos encontrando un tesoro harán recordar a los adultos que la responsabilidad, o más bien su falta, es además de una deuda que reparar, una obligación para seguir luchando hasta el último momento (como se dirá en el film: "Un Goonie nunca dice muerto") para intentar repararla.


El cartón piedra de Gremlins nos trae irremediables recuerdos de futuras producciones Amblin (la saga de Regreso al Futuro de Robert Zemeckis sin ir más lejos) que rentabilizarán títanico despliegue técnico. Una ciudad pequeña donde reina el buen rollismo salvo en aquellos momentos en los que la señora Deagle (Polly Holliday) los protagoniza. Esta versión femenina del Sr. Scrooge del Cuento de Navidad dickensiano, nos ayuda a desentrañar el vector principal de la historia potenciando su componente crítico de la historia. Si en el clásico literario inglés los espíritus recordaban y aconsejaban al protagonista sobre su pasado, presente y futuro, aquí los espíritus se revuelven contra el hombre o más concretamente, la naturaleza se rebela contra la mano humana, como nos lo hace recordar el abuelo chino (Keye Luke) al final: "Habéis hecho con Mogwai lo que vuestra sociedad ha hecho con los regalos de la Naturaleza. No comprenden. No están preparados."


Gremlins cuenta por tanto la historia de un sacrilegio. Es la crónica profanadora de unas reglas que por desidia e irresponsabilidad traen consigo los males de la sociedad del bienestar. Al no seguir correctamente esos preceptos, uno tiende a cambiar el statu quo de un lugar, poniéndolo en peligro. Y para poder destruir una comunidad primero hay que hacerlo desde sus propios cimientos, esto es, la familia, el bien más preciado de una sociedad civilizada. La irresponsabilidad juega un papel clave en el proceso detonador pero es su inconsciencia la mecha. Y aunque la juventud es la garante de esa incapacidad para poder seguir un camino prefijado y costumbrista, tendiendo a rebelarse contra su propio legado, será una madre (Frances Lee McCain) la primera en infringir las reglas al hacer una foto utilizando el flash de una cámara y provocar que Gizmo corra despavorido a los brazos del padre (Hoyt Axton). Pero aquí nadie está a salvo y esa ineptitud para acatar las reglas también invadirá a aquellos más sabios, los supuestamente más preparados, como un profesor de instituto que dejará un sándwich cerca de las fauces de un Mogwai. Por lo tanto tenemos una sociedad acunada en la bonhomía la que generará un proceso totalmente contrario entre sus ciudadanos, desvelándose las verdaderas intenciones de sus pensamientos. La ley y el orden moral serán los primeros en ser desnudados. El padre espiritual que se queda impasible mientras espera a que un feligrés tire su carta al buzón y vea, segundos después sin hacer nada al respecto, como un Gremlin ha cogido el brazo de ese hombre o el Sheriff de la comunidad, mirando desconcertado como los Gremlins se apoderan de otro conciudadano sin ayudarle. Y es que, y aunque parezca lo contrario, Gremlins va en serio creando una disfunción en el centro mismo del sistema donde la parálisis ejerce de conducta preponderante ante unos hechos desconcertantes.


Nos lo avisa un borracho señor Futterman (Dick Miller) cuando hace la primera mención al termino Gremlin y tanto Billy (Zach Galligan) como Kate (Phoebe Cates) no le prestan el menor caso. Parece que nada puede empañar el paisaje navideño, ni siquiera la Señora Deagle ni una bobalicona fábula a cerca de porqué se rompen las cosas. La trama se tornará oscura con el destino de ambos personajes. Y aunque la aproximación a las travesuras de los bichejos pueda resultar graciosa en algunas momentos (para mí gratuitos como la secuencia excesivamente larga del bar con Kate intentando escapar), no cabe duda que se torna escalofriante a medida que el relato avanza hasta colisionar en el recinto familiar de los Peltzer, cuando es violado por la irracional malicia de los diablillos verdes. A partir de ese momento se produce una falla, cuyo epicentro será la cocina de la casa, pero que afectará a toda la ciudad por donde el horror se introducirá sustrayendo la inocencia de sus habitantes. La secuencia es heredera de las primeras versiones del guion, donde la violencia cobraba un peligro protagonismo y donde aquí podemos ser testigos de esa irracionalidad sangrienta. Al final puede que todo no sea tan bonito como nos lo certifica la historia que relata Kate a Bill, cuando le cuenta la muerte de su padre y como se lo encontraron vestido de Papa Noel. El miedo ha repercutido en la narración (la invasión Gremlin), transformando el colorido del comienzo en una pesadilla y el discurso oral de Kate, refuerza la idea de la felicidad subjetiva y como ejerce su bendición o maldición en uno mismo y en aquellos que te rodean.


El contexto social quiere medrar en el relato gooniano. Unos depredadores inversores ven una parte de los muelles de Goon (la más pobre) como un campo yermo donde ubicar su club de golf. Mikey (Sean Astin) desde su atalaya los contempla como sueñan con su negocio. La impotencia del niño contrasta con la fortaleza adulta pero su mirada está cargada de seriedad y ahínco. Aquí se tornan los opuestos. La mirada del púber es una contemplación madura frente a las risitas del padre de Troy, que parece un niñito empezando a jugar con su juguete nuevo.
Si no hubiera empezado como lo hace, podríamos decir que el aburrimiento estaba invadiendo el lugar y su representación conquistadora de tal efecto (la construcción del campo de golf), sería su disolución física espacial (la destrucción del barrio) pero la persecución policial para capturar a los Fratelli funciona como descarga adrenalítica (gracias señor Grusin) para desperezar a los habitantes de Astoria. Y aunque los únicos que parecen conscientes sea el propio cuerpo policial, la señora Rosalita (Lupe Ontiveros) o Gordi (Jeff Cohen), pronto se desarrollará el mecanismo para que la acción regrese a su cauce poniendo en serios a prietos a ese tedio poderosamente avasallador (también representado en la secuencia en el interior del club de golf, donde sus socios deambulan acompañados por la rutina, característica a abatir cuando los Goonies empiecen a sacudir todas las tuberías, despertándolos de su inopia). La ficción resiste y lo hace añadiendo aliados a su causa. Será otro espacio, se podría decir que es un reducto (la buhardilla del señor Walsh), la que contiene la pieza maestra para guiar a los muchachos a desprenderse de la desidia. La presencia física de tal espacio niega el tono realista de la propuesta, acompañando a la persecución de los Fratelli como elemento por el cual se alimentará la ficción en la trama. Al abrir la compuerta y penetrar en su espacio, la ficción entra por derecho propio en la historia. La búsqueda del tesoro ha comenzado y la posibilidad de una aventura se nos presenta desde un punto de vista omnisciente (cuando los chicos salen en sus bicicletas).


Es el encuentro a lo desconocido, curiosamente dentro de los parámetros geográficos de un lugar conocido, como es la ciudad que les está viendo crecer y sus alrededores. Aquí lo que funciona no es la típica playa turística, ni siquiera el rally del principio, lo verdaderamente capital en la narración es como unos niños (presentados individualmente al comienzo, realizando tareas poco comunes al hastío y llegando en algunos casos, a ser totalmente incomprensibles) logran unificar el entretenimiento para forzarlo a seguir los pasos de una aventura que ya sucedió en su mismo suelo, hace ya mucho tiempo, y que ahora toca recuperar para divertir al espectador (ficción) pero también para decirnos al oído que nunca perdamos a ese Peter Pan que llevamos dentro, porque si lo hacemos corremos el riesgo de firmar cosas que después nos pasen factura (realidad).
El escritor y director Chris Columbus siempre ha admitido su pasión por la creación de cachivaches ridículos que constantemente nos recuerda a los que hacía uso el Coyete contra el Correcaminos (aquellos originarios por la mítica marca ACME). Puede parecer una tontería pero la inclusión de estos aparatos nos desvela una realidad incrustada en ambas tramas que nos confronta con una encrucijada; la elección de decidir una forma u otra de enfrentarse a la vida, su opción vectorial. En Gremlins puedes seguir siendo el hombre que va alimentando una sociedad irresponsable, cuna del capitalismo salvaje que vivimos hoy en día (el compañero de Billy le refriega continuamente su ascensión caníbal en el banco donde trabajan, degenerando el personaje en un prototipo de hombre con éxito capaz de todo con tal de alcanzar el triunfo de la posesión, controlar el poder) o bien mirar a otra parte (quizás olisquear los rincones de una Chinatown cualquiera y descubrir una pequeña maravilla de la naturaleza) acompañado con tu creatividad: el padre de Billy es el inventor de la nada más escalofriante. Los inventos que hace no funcionan; sus creaciones están estancadas en el fracaso pero aún así sigue enfrentándose a los desafíos, motivándose por cada uno que inventa. Ese impulso creativo es el que parece haber heredado su hijo, plasmándolo sobre una hoja de papel y cuando tengan la oportunidad de remendar sus fracasos, crearan el caos supremo. Ese tipo de hombre simplemente es humano y su característica principal es el error. Una cualidad que en estos tiempos que corren no es de buen gusto. En Los Goonies se repite el esquema pero esta vez sobre una confrontación. Las dispares invenciones de Data frente a las trampas de Willy el Tuerto. El progreso creado por el joven representa la ilusión más enfervorizada pero siempre con fecha de caducidad versus la tradición en la aplicación de los mecanismos defensivos del pirata. Los inventos del juvenil 007 no funciona correctamente mientras que las viles trampas están operativas después de tantos años. Es más, el mapa y el doblón encontrados en la azotea de los Walsh son mecanismos de atracción narrativa, que como si fueran piezas de un engranaje perfecto activan la trama dividiendo sus objetivos.


La presentación del mapa abre las ilusiones de los Goonies, impulsando el conflicto básico de la película (luchar contra el club de golf) y proponiendo la aventura en sí misma, conformándola como elemento de diversión (los innumerables obstáculos a los que tienen que hacer frente) pero también como elemento moral (en el pozo de los deseos, Mikey convence a sus compañeros de continuar la búsqueda después de haber llegado más lejos que el legendario Chester Copperport). Gracias al discurso del Goonie, a partir de ese momento tienen un deber ético con ellos mismos y su comunidad.


Elegimos constantemente. Bien un paraíso de cartón piedra donde ubicar nuestros mayores terrores para descubrir nuestros mayores errores o bien descubrir en la lejanía nuestros mayores anhelos representados por el Inferno de Willy el Tuerto.



Ambas opciones son posibilidades lúdicas pero también se pueden convertir en vectores en los que poder girar el lado de la vida al lugar que más te parezca. Seguir despierto o mantenerse soñando.