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lunes, 29 de mayo de 2017

Día de Post-estreno. Piratas del Caribe. La Venganza de Salazar. La clave Sparrow.


Sólo existen dos agradecimientos y un montón de inconvenientes para esta película, que bien podría extenderse a las otras de la saga, confeccionando un viaje de ida y vuelta alrededor de esta franquicia que recordémoslo nació de una atracción de feria.
El primer agradecimiento es ver, pero sobre todo, oír en la versión original a Javier Bardem (el Salazar del título) iracundo maldiciendo con un “hombre” el final de algunas de sus frases, conteniendo la gramática inglesa alrededor de la furia de la interpelación cervantina, dispuesto a acabar con la piratería de ultramar. ¿Les suena la historia? A mí me trae recuerdos de la Compañía Inglesa y su afán, casi demoníaco, por borrar del mapa el mundo pirata. La otra gratitud que hace merecer ver el film es, sin lugar a dudas, la manida secuencia de presentación de Jack Sparrow (Johnny Depp). Como ya dijera en mi crítica de En Mareas Misteriosas, alrededor del pirata inclinado se construyen set- pieces de una deslumbrante y surrealista apariencia que nos hacen, a mí personalmente, volver al estado umbilical de gozo que posee, o debería, el séptimo arte. A esos momentos los llamé Santuarios y corresponden a parte de la armazón narrativa ubicados normalmente en los márgenes de la historia. Su audacia reside en su carácter marginal pero vital para sustentar el entretenimiento. Seamos sinceros la carismática presencia del pirata es notoria en la serie. Es como un acueducto, si probásemos a quitarle la dovela central, su clave, de su arco principal haríamos desmoronarse toda la construcción milenaria. Pues bien Sparrow es esa clave y para reforzar esa idea, ahondemos en su cronología porque es un patrón que se repite y se desarrolla de dispar manera a través de la serie.
En La maldición de la Perla Negra (Gore Verbinski, 2003), sólo hace falta un minuto de sus casi eternas tres horas de metraje para disfrutar de la mejor secuencia del film: la introducción de Jack Sparrow en escena.


A través de un ligero movimiento de grúa ascendente observamos la espalda del pirata.  Está buscando algo encaramado al palo de su esquife, desafiando la realidad circundante. Sparrow se encuentra a punto de naufragar en su propio bote y sin embargo dedica un tiempo precioso a homenajear los huesos de unos compañeros colgados, quitándose su sombrero y dedicándoles un ademán respetuoso. Inconsciente del peligro pero consciente de la escenificación propia de sus actos, rápidamente decide coger un cubo pero con igual celeridad, al cambio de plano made in Bruckheimer, vemos ese mismo objeto moviéndose por la corriente marítima ante los asombrados ojos de los habitantes de Port Royal. Su ademán quijotesco hace desembarcarlo altaneramente, atracando su navío o literalmente hundiéndolo  en la dársena correspondiente, haciendo que  Sparrow de un pequeño saltito para proseguir su búsqueda por la zona portuaria. Ayudado por el acompañamiento sonoro de  Klaus Badelt, asistimos al nacimiento de un nuevo (anti)héroe capaz de sobrellevar no sólo toda la trama de la película sino las de todas las demás. En El Cofre del Hombre Muerto (Gore Verbinski, 2006), solamente nos hace falta medio minuto para poder disfrutar de la presentación del pirata o más bien de su ausencia. En estos momentos su figura ya ha entrado en el olimpo de los mitos populares. Un cuervo se posa en un ataúd y empieza a picotearlo hasta que cae fulminado por el disparo de un pistolón que sale del interior como si fuese un periscopio. Las notas musicales compuestas por Hans Zimmer anteceden al propio sujeto. Sparrow aparece destrozando la parte superior del sarcófago de madera. Arrancando una pierna del interior y pidiéndole perdón a su habitante, el pirata se dispone a buscar a su tripulación hacia la aventura. La actitud quijotesca se vuelve a repetir. Su tozuda persistencia de ir más allá y contra marea definen sus propios motivos.


Y En el Fin del Mundo (Gore Verbinski, 2007) ya no hace falta presentar al personaje de cuerpo entero, su popularidad es tal, que lo veremos troceado. Eso si la espera se hace larga, a la media hora de empezar la función aparece en escena el apéndice nasal de Sparrow olisqueando un diminuto cacahuete. Y además no aparece solo, sino que aparece acompañado de una tripulación de Sparrows. Aquí sería como si el hidalgo de los mares se hubiese aliado con los gigantes cervantinos para poder sobrellevar mejor su estado límbico mortuorio. El surrealismo hace acto de presencia literal, si ya la premisa de las aventuras de estos piratas caribeños es bastante absurda, aquí somos testigos de su máxima representación.


Lo que pasa En Mareas Misteriosas (Rob Marshall, 2011) es otra cosa. Transformando la duración de la película a una más lógica dentro del género de la aventura, la huida por Londres está resuelta con brío y una cierta pizca de elegancia narrativa, a medida que el carromato va pasando por las diferentes secciones y barrios de la capital inglesa. Los creadores son conscientes del producto que tienen entre manos. Y es uno que conecta con los parámetros de un Indiana Jones o un James Bond.


Una especie de secuencia Macguffin que se repetirá en La Venganza de Salazar (Joachim Ronning y Espen Sandberg, 2017) cuando Sparrow esté dispuesto a robar una caja fuerte de uno de los primeros bancos de ultramar del Imperio Británico. Todo pareciera ridículo a su alrededor, sin pies ni cabeza, pero precisamente es eso lo que se demanda en un producto de estas características. Una vez sacudido el corsé de la espectacularidad qualité de los tres primeros films, en el cuarto y en éste,  sólo queda la diversión sin más y cada vez que sea mayor su imposibilidad, más aumentará su gracia.


Irreprochable e imposible de realizar siempre me lo creeré antes que ese Tridente de pacotilla que dice destruir todas las maldiciones marítimas, y que se prueba falso (atención a la secuencia post créditos finales). Si en la anterior película buscaban la fuente de la eterna juventud, aquí prosiguen desenterrando leyendas en la forma del Tridente de Poseidón. Y lo hacen igual de mal. El objeto se convierte en mero chiste y su búsqueda en una grotescamente aburrida. Los creadores de Piratas del Caribe hicieron bien en despojar su obra del mito representacional para abrazarlo como mera excusa conceptual. En La Venganza de Salazar, la historia está herida de muerte por unas secuencias que se van agolpando y resolviendo frenéticamente hasta llegar a un enfrentamiento deprimente donde el villano aprovecha un poder, que es ajeno al espectador hasta el momento de su resolución, para poder realizar el truco definitivo abocando la narración hacia la farsa. Aquí no estamos hablando del trato realista con las maldiciones o la mitología usada, sino con una congruencia narrativa donde los diferentes elementos van desplazando la historia y con ella al espectador hacia un final comprensible. El comportamiento de Salazar es heredero del “todo vale” mientras que la secuencia de Sparrow en la guillotina por ejemplo, es redundantemente (recuerda a su huida de los salvajes en el segundo capítulo) divertida.


Puede que no resulte creíble desde unos parámetros realistas, pero es que no estamos habitando la realidad cuando nos sentamos en una sala de cine y se apagan las luces. Hay que dar por hecho el pacto tácito entre el espectador y la función. La historia engendrada tiene que tener sus propias reglas narrativas, recordémoslo por segunda vez, el cine nació en una feria y sus características primordiales son la atención, o más bien su mantenimiento, del espectador. Si pudiéramos eliminar la figura de Sparrow de la trama, con qué herramienta nos quedaríamos para obnubilar al voyeur cinematográfico: ¿quizás nos apoyaríamos en sus efectos especiales? ¿En sus personajes secundarios? ¿O en el montaje trepidante? No nos engañemos todo gira en torno a Sparrow, por lo tanto sería imposible. Su malogrado proceso de rejuvenecimiento o su tripulación, regalándonos las secuencias más cinemáticas. Sinceramente, no habría película.

martes, 23 de mayo de 2017

Día de Post-estreno. El Bar. Elogio en la derrota.


En el fondo tiene que ver con el espectador […], está encerrado en un cine al fin y al cabo.
                                                                                                             Álex De La Iglesia.

Sus largometrajes me dejan mal sabor de boca y no son los únicos. Podría decir lo mismo de los de Amenábar por ejemplo. En sus filmografías se repiten un mismo paradigma: una premisa genial que en su desarrollo va menguando sus expectativas hasta acabar en sublime decepción. Y este oxímoron tiene su explicación. Tenemos que tener claro una cosa. Lo más complicado de una historia es su simpleza. En el origen mismo de su narración existe su potencial objetivo, el protagonista(s) quiere(n) algo y para obtenerlo tiene que pasar una serie de pruebas. Si a eso lo vamos añadiendo una sobreexplotación de ideas, de giros que creeremos que son originales, lo que haremos será confundir a la audiencia y después a nosotros mismos. Sin embargo, si tienes una meta precisa y la sabes trasmitir al público, haciéndose una idea de la misma, posees la clave al margen de la originalidad. Ahí radica la entelequia enigmática del éxito, si es que la hubiese. La originalidad consciente no tiene que buscarse sino construirse, inconscientemente. No sé si es lo que buscan, en última instancia, los directores españoles pero no lo parece en sus films.



El Bar empieza magistralmente. El equipo del bilbaíno (es la primera vez que se produce el mismo) teje una tela de araña a través de un plano secuencia donde casi todos los personajes se van interrelacionándose hasta finalizar en el bar, donde otros les dan la bienvenida. El desafío se agradece porque tiene doble finalidad. Por un lado la narrativa, uniendo a los diferentes actantes de la función y por otra, la técnica, el travelling circular que da esa sensación evanescente de “realidad”. El propio artefacto (la cámara) parece desaparecer succionándonos a ese espacio y haciéndonos partícipes de su poblamiento, inopinadamente. El planteamiento está conseguido hasta el detonante que hará virar la acción hasta su desarrollo. El primer punto de sutura no será los asesinatos cometidos en frente del bar, sino la posterior desaparición de los cuerpos. La sal gorda descriptiva de los personajes encerrados se deja a un lado para que el misterio haga acto de presentación. El momento es pura alquimia cinematográfica. La elección del encierro metafórico es un modelo que muta. Se produce un pequeño trasvase genérico. Pasamos de la comedia al thriller en cuestión de segundos a través de un fundido al negro, y no será el único, convirtiendo cada parte de la película en un compartimento estanco, que curiosamente sigue un mismo esquema geográfico. El espacio, o más bien su conquista, es aliado de la narración más clásica. El contraste entre el azar y el control. Lo rodado en una calle expuesto a multitud de vicisitudes incontrolables frente a la confección de un plató para mantener ordenado el caos.  Pasamos de un espacio grande, la vida de una ciudad en sus calles y plaza, a otro pequeño, el bar propiamente dicho para continuar a otro más pequeño, el almacén ubicado debajo del mismo, para después sumergirnos literalmente en las cloacas de la urbe. Todo tiene una deliciosa motivación. A cada paso dado, vamos descendiendo lentamente al infierno humano, que estallará al final de la trama, en ese paseo mortuorio rodeado de vida que es la gran vía madrileña. La indiferencia es un tema muy bien tratado por Álex: hace daño y puede llegar a matar. Pero quizás, donde mejor quedó reflejado fue en ese trío de perdedores del Día de la Bestia (1995). Sentados en un banco del Retiro madrileño y, al lado de la estatua del ángel caído, hay tres infelices, desarrapados, mendigos heroicos que  habiendo salvado al mundo solamente les queda enfrentarse a su enemigo final, el anonimato de la gente al verlos pasar.
Hemos regresado al pasado porque es allí donde retorna el director y su inseparable guionista, Jorge Guerricaechevarria a su Ítaca particular. Mirindas asesinas (1991) testifica el regreso al bar como lugar democrático donde combatir la mala leche del ser humano. El ambiente malsano plagado de personajes cínicos y arribistas, exagerando sus anhelos más desinhibidos, entra en contradicción intencionadamente contra lo políticamente correcto de nuestra sociedad. Si en su primer cortometraje rendía tributo a un cierto dadaísmo lynchiano, con el paso del tiempo se ha trasformado en un refugio polaskiniano de la futilidad humana. El hecho de que exista un personaje llamado Israel (Jaime Ordóñez) que no para de citar pasajes bíblicos nos lleva a ese pesimismo. No existe la salvación, todos estamos condenados aunque unos, más que otros. Y esto es lo más interesante del film y de casi todas las narraciones de Álex y Jorge. Lo tremendamente humanos que pueden llegar a ser los habitantes de sus ficciones. Lo he dicho al principio. Hacer una película es difícil, su proceso es laboriosamente lento,  implicando tiempo y dinero. Hoy en día es casi un acto de fe y la mayoría de las veces las expectativas creadas no llegan a cumplirse por mil razones.



Puede que el personaje de Israel sea una de ellas. Personaje desagradable al principio, simpático en su devenir dramático, acaba desquiciado al final. Ya lo era en la génesis del relato pero pareciese que no existiesen argumentos válidos para un arco transformador narrativo de su papel y solamente se utilice como cebo cómico para su reconversión final dramática como némesis del héroe(s). Las ficciones descarnadas del bilbaíno y el asturiano reflejan el buen hacer artesano de su trabajo: contar historias. Primero sobre papel y después sobre celuloide o bits pero no tienen por qué llegar a abrazar el éxito. El personaje no supone ningún peligro para los supervivientes. Físicamente está destrozado igual que el resto y la secuencia de la persecución pareciera responder única y exclusivamente a la técnica. La redundancia del efecto subjetivo de la cámara no solamente distorsiona al propio actante sino que lo transforma en amenaza, sin ese efecto la sensación de peligrosidad se iría al traste. Pero El Bar también contiene aciertos y contemplarlos supone un goce clásico impagable y digno de elogio. Disfrutar con unos títulos de crédito bassinianos que anteceden el tema de la historia. Revivir una sensación determinada en un movimiento de cámara (como he descrito al comienzo). Recrearse en un solo plano(s) de todo un género (planos generales del almacén donde lo complicado es saber qué hacer a la hora de mover a los personajes en dimensiones tan pequeñas y, sin embargo, sin parecerlo aumentando el cariz claustrofóbico del drama). Saber presentar a un determinado personaje en el momento justo (uno de los personajes entrando corriendo en el baño del bar) o apoyarse en un suculento grupo artístico de secundarios. En definitiva, no estamos ante derrotados sino ante amantes del séptimo arte y ver este film supone pagar un tributo a un cierto tipo de cine que más que es, se hace consciente a medida que la proyección avanza afianzando sus aciertos y sus imperfecciones. No hay que olvidar que tanto unos como otros son los que definen al ser humano, aunque a unos más que a otros. La falta de acción en la vida es desesperante ha dicho en alguna ocasión Alex De La Iglesia por eso tenemos al cine para poder sobrellevarla lo mejor que podamos.




martes, 2 de mayo de 2017

Día de Pre-estreno. Las películas de mi vida por Bertrand Tavernier. Metodología sobre la decencia común en una entrevista.


Nos encontramos ante un documental que interpela a parte del corpus cinematográfico francés del siglo xx. Desde el fundacional Jean Vigo al refinado Claude Sautet, pasando por el esencial Marcel Carné, sin olvidarnos de la totémica figura de  Jean Renoir y de otros maestros como Truffaut, Melville, Chabrol o Godard  pero lo interesante en este caso no es la cita sino el descubrimiento de una metodología de trabajo. Para ello tuve la oportunidad de entrevistar al director (fueron 22 minutos en un hotel de Madrid), que empezó diciendo que su máximo objetivo al realizar el documental era ofrecer un amplio abanico de opciones artísticas alrededor del séptimo arte, mencionando otras disciplinas, sin centrarse en la de dirección. Por tanto, nos encontramos lejos de las “masterclass” de Martin Scorsese. Tanto su mirada al cine norteamericano con Un viaje personal a través del cine norteamericano (1995) como Mi viaje a Italia (1999) son dignos y ejemplarizantes al respecto pero Las películas de mi vida (2016) es otra historia. Ambos directores aman el cine y parten del mismo formato, llegando a veces a idénticas aproximaciones formales, pero la estrategia del francés subyace la sensación frente al sentido del norteamericano. Se podría decir que el primero aboga por el conjunto artístico y el segundo se limita al genio. De esta manera el documental es una aproximación a directores inaccesibles como Edmond T. Gréville pero también a guionistas como Jacques Prévert o a compositores de la talla de Joseph Kosma, al igual que actores o actrices como Arletty, creando un auténtico panteón cinéfilo galo.
Tavernier no quiere educar y prefiere mostrar, describiendo un modo de ser (moral) y un modo de vida (ética) a modo de carta de agradecimiento a todos aquellos que le inspiraron desde su infancia. Su punto de vista es uno memorialista que va extrayendo sus recuerdos (¿qué son si no las películas de su vida?). Pequeños fragmentos de celuloide pero también de cotidianidad. Modificando el tiempo y el espacio a través de la siempre fascinante ejecución de un buen montaje, integra a cada personaje (llega a realizar un estudio casi antropológico de Jean Gabin) con sus virtudes y, lo más importante, sus defectos (impagable las cartas de Renoir sobre un posible colaboracionismo alemán) compartiendo con ellos unos valores caducos y hermanándolos en la defensa de una cierta decencia, básica para una sociedad razonable.


Pero no lo hace solo, necesita la ayuda de un guía y ese no es otro que Jacques Becker. Es el centro, el punto cardinal, por donde pivota todo el metraje (el propio Tavernier me lo certificó). La primera impresión es la que queda pero puede que no sea la idónea hay que seguir madurándola. Cuando uno estudia un documental, las interpretaciones personales se van devaluando en favor de la rotundidad objetiva de las propias imágenes. Si éstas, además se convierten en un torrente de apuntes, ideas, detalles, la presión analítica puede resultar estresante. Al principio pareciese que los nombres, los hechos, fuesen escogidos por una cierta subjetividad caprichosa y nostálgica del director pero no es así. Lo maravilloso de su propuesta es su construcción, su método. La ordenación de una serie de elementos artísticos/creativos responde a la idea de una decencia común “orwelliana”. George Orwell creía en una decencia otorgándola  un fondo moral y bueno que permanecía en las relaciones personales de la gente corriente pero que había desaparecido de la vida política y la disputa intelectual. Quien mejor la representaba eran las clases trabajadoras, el proletariado (en una de las presentaciones, concretamente la ocurrida hace alrededor de cinco meses en el Centro Lincoln de Nueva York, Tavernier increpaba a los políticos de su país esa falta y también a los del resto del mundo, a los que me sumo yo contra “los míos”). Pues bien, Becker también hacía hincapié en algo parecido, compartiendo rasgos formales con el escritor. En todas sus películas existen la sensación de una cierta colectividad, ya no sólo laboral (todos sus protagonistas están trabajando en algo) sino social (pertenecientes a un mismo grupo de gente corriente, aquellos situados en los márgenes legales). Muestra la  generosidad y honestidad de estos hombres y mujeres, situándolos a un mismo nivel, interpretativo y narrativo. Por ejemplo, el tratamiento de la posición de la mujer (dentro y fuera de la ficción) incluso antes de la eclosión de los movimientos feministas es de alabar o el concepto de sacrificio, cuando un personaje está dispuesto a dar algo sin recibir nada a cambio y resaltar el concepto de legado, la importancia de las raíces, del pasado.  Jacques Becker, igual que el resto de creadores del documental, nos regala momentos íntimos alejados de la fastuosidad de la “gran historia” para contarnos que lo importante es el ser humano, independiente de la cronología. Ahí están las nucleares secuencias donde Bertrand Tavernier comenta la manera de planificar de Marcel Carné con una escalera en Al salir el día (1939) o el “modus operandi” de Jean-Pierre Melville, autentico samurái de su tiempo, encerrado en su estudio/templo donde construyó obras imperecederas del polar francés como El silencio de un hombre (1967). O el increíble relato (corroborado por Tavernier en la entrevista) que encierra El triunfo de la carne (1935) de Edmond T. Gréville, donde  se explicita la impotencia masculina del protagonista y la perseverancia de su creador, queriendo que las instituciones públicas de su país apoyasen una iniciativa educativa para sensibilizarlo. Sin dejarnos en el tintero la extraordinaria manera de trabajar de los compositores, centrándose en partituras como la de La bestia humana (1935) de Joseph Kosma, donde imagen y música crean una entelequia indestructible o la de los actores como Jean Gabin, cuyo rostro para muchos franceses representaba al Frente Popular de entreguerras, y en Al salir el día (1939), es el modelo del auge y caída de dicho movimiento político.
Si tuviéramos que buscar el sentido a las imágenes del documental, tendríamos que filtrarlo bajo esos parámetros donde el trabajo conducía a una decencia común. Agruparlas en una pluralidad artística comprometida con la sociedad con la que le tocó vivir. Ahí descansa el valor del documental, nos habla de la honradez mostrándonos su característica más inmediata, su lucha. No solamente en el plano ficcional (los protagonistas y secundarios del relato) sino en el real (la gente que hacía posible la ficción) sacando adelante sus ideas en un marco complicado. El arte a veces está muy cerca de la vida, aquella época retratada fue uno de esos momentos y esperemos que no el último. Como me comunicó Bertrand Tavernier ahí están Alexander Payne, Nanni Moretti, Aki Kaurismäki, Pedro Almodóvar o él mismo para atestiguarlo. En Hoy empieza todo (1999), el personaje del profesor Daniel Lefebvre (Philippe Torreton) increpa a una madre. Ella le contesta que no tiene la culpa de no tener trabajo a lo que él responde: “Pero si no hacen nada, ¿qué hago yo? No tienen derecho a darse por vencido, no lo tienen.Orwell fue testigo de la decencia en un periodo de lucha, la guerra civil española, y lo dejó plasmado en su impagable Homenaje a Cataluña (1938). “Es curioso, pero estas vivencias no han disminuido sino aumentado mi fe en la decencia del ser humano.” Todavía seguimos combatiendo. (Eso también fue una de las últimas cosas que me dijo Tavernier).