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martes, 23 de mayo de 2017

Día de Post-estreno. El Bar. Elogio en la derrota.


En el fondo tiene que ver con el espectador […], está encerrado en un cine al fin y al cabo.
                                                                                                             Álex De La Iglesia.

Sus largometrajes me dejan mal sabor de boca y no son los únicos. Podría decir lo mismo de los de Amenábar por ejemplo. En sus filmografías se repiten un mismo paradigma: una premisa genial que en su desarrollo va menguando sus expectativas hasta acabar en sublime decepción. Y este oxímoron tiene su explicación. Tenemos que tener claro una cosa. Lo más complicado de una historia es su simpleza. En el origen mismo de su narración existe su potencial objetivo, el protagonista(s) quiere(n) algo y para obtenerlo tiene que pasar una serie de pruebas. Si a eso lo vamos añadiendo una sobreexplotación de ideas, de giros que creeremos que son originales, lo que haremos será confundir a la audiencia y después a nosotros mismos. Sin embargo, si tienes una meta precisa y la sabes trasmitir al público, haciéndose una idea de la misma, posees la clave al margen de la originalidad. Ahí radica la entelequia enigmática del éxito, si es que la hubiese. La originalidad consciente no tiene que buscarse sino construirse, inconscientemente. No sé si es lo que buscan, en última instancia, los directores españoles pero no lo parece en sus films.



El Bar empieza magistralmente. El equipo del bilbaíno (es la primera vez que se produce el mismo) teje una tela de araña a través de un plano secuencia donde casi todos los personajes se van interrelacionándose hasta finalizar en el bar, donde otros les dan la bienvenida. El desafío se agradece porque tiene doble finalidad. Por un lado la narrativa, uniendo a los diferentes actantes de la función y por otra, la técnica, el travelling circular que da esa sensación evanescente de “realidad”. El propio artefacto (la cámara) parece desaparecer succionándonos a ese espacio y haciéndonos partícipes de su poblamiento, inopinadamente. El planteamiento está conseguido hasta el detonante que hará virar la acción hasta su desarrollo. El primer punto de sutura no será los asesinatos cometidos en frente del bar, sino la posterior desaparición de los cuerpos. La sal gorda descriptiva de los personajes encerrados se deja a un lado para que el misterio haga acto de presentación. El momento es pura alquimia cinematográfica. La elección del encierro metafórico es un modelo que muta. Se produce un pequeño trasvase genérico. Pasamos de la comedia al thriller en cuestión de segundos a través de un fundido al negro, y no será el único, convirtiendo cada parte de la película en un compartimento estanco, que curiosamente sigue un mismo esquema geográfico. El espacio, o más bien su conquista, es aliado de la narración más clásica. El contraste entre el azar y el control. Lo rodado en una calle expuesto a multitud de vicisitudes incontrolables frente a la confección de un plató para mantener ordenado el caos.  Pasamos de un espacio grande, la vida de una ciudad en sus calles y plaza, a otro pequeño, el bar propiamente dicho para continuar a otro más pequeño, el almacén ubicado debajo del mismo, para después sumergirnos literalmente en las cloacas de la urbe. Todo tiene una deliciosa motivación. A cada paso dado, vamos descendiendo lentamente al infierno humano, que estallará al final de la trama, en ese paseo mortuorio rodeado de vida que es la gran vía madrileña. La indiferencia es un tema muy bien tratado por Álex: hace daño y puede llegar a matar. Pero quizás, donde mejor quedó reflejado fue en ese trío de perdedores del Día de la Bestia (1995). Sentados en un banco del Retiro madrileño y, al lado de la estatua del ángel caído, hay tres infelices, desarrapados, mendigos heroicos que  habiendo salvado al mundo solamente les queda enfrentarse a su enemigo final, el anonimato de la gente al verlos pasar.
Hemos regresado al pasado porque es allí donde retorna el director y su inseparable guionista, Jorge Guerricaechevarria a su Ítaca particular. Mirindas asesinas (1991) testifica el regreso al bar como lugar democrático donde combatir la mala leche del ser humano. El ambiente malsano plagado de personajes cínicos y arribistas, exagerando sus anhelos más desinhibidos, entra en contradicción intencionadamente contra lo políticamente correcto de nuestra sociedad. Si en su primer cortometraje rendía tributo a un cierto dadaísmo lynchiano, con el paso del tiempo se ha trasformado en un refugio polaskiniano de la futilidad humana. El hecho de que exista un personaje llamado Israel (Jaime Ordóñez) que no para de citar pasajes bíblicos nos lleva a ese pesimismo. No existe la salvación, todos estamos condenados aunque unos, más que otros. Y esto es lo más interesante del film y de casi todas las narraciones de Álex y Jorge. Lo tremendamente humanos que pueden llegar a ser los habitantes de sus ficciones. Lo he dicho al principio. Hacer una película es difícil, su proceso es laboriosamente lento,  implicando tiempo y dinero. Hoy en día es casi un acto de fe y la mayoría de las veces las expectativas creadas no llegan a cumplirse por mil razones.



Puede que el personaje de Israel sea una de ellas. Personaje desagradable al principio, simpático en su devenir dramático, acaba desquiciado al final. Ya lo era en la génesis del relato pero pareciese que no existiesen argumentos válidos para un arco transformador narrativo de su papel y solamente se utilice como cebo cómico para su reconversión final dramática como némesis del héroe(s). Las ficciones descarnadas del bilbaíno y el asturiano reflejan el buen hacer artesano de su trabajo: contar historias. Primero sobre papel y después sobre celuloide o bits pero no tienen por qué llegar a abrazar el éxito. El personaje no supone ningún peligro para los supervivientes. Físicamente está destrozado igual que el resto y la secuencia de la persecución pareciera responder única y exclusivamente a la técnica. La redundancia del efecto subjetivo de la cámara no solamente distorsiona al propio actante sino que lo transforma en amenaza, sin ese efecto la sensación de peligrosidad se iría al traste. Pero El Bar también contiene aciertos y contemplarlos supone un goce clásico impagable y digno de elogio. Disfrutar con unos títulos de crédito bassinianos que anteceden el tema de la historia. Revivir una sensación determinada en un movimiento de cámara (como he descrito al comienzo). Recrearse en un solo plano(s) de todo un género (planos generales del almacén donde lo complicado es saber qué hacer a la hora de mover a los personajes en dimensiones tan pequeñas y, sin embargo, sin parecerlo aumentando el cariz claustrofóbico del drama). Saber presentar a un determinado personaje en el momento justo (uno de los personajes entrando corriendo en el baño del bar) o apoyarse en un suculento grupo artístico de secundarios. En definitiva, no estamos ante derrotados sino ante amantes del séptimo arte y ver este film supone pagar un tributo a un cierto tipo de cine que más que es, se hace consciente a medida que la proyección avanza afianzando sus aciertos y sus imperfecciones. No hay que olvidar que tanto unos como otros son los que definen al ser humano, aunque a unos más que a otros. La falta de acción en la vida es desesperante ha dicho en alguna ocasión Alex De La Iglesia por eso tenemos al cine para poder sobrellevarla lo mejor que podamos.




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