“Aviso para
navegantes en esta sección, abstenerse amantes de la cuadratura del círculo, no
existen películas malas, sino perspectivas erróneas; de igual manera es
imposible detenerse ante una obra maestra y no quedarse ciego frente a su
alumbramiento.”
PROGRAMA DOBLE:
CAPTAIN NEMO AND THE UNDERWATER CITY. JAMES HILL. |
DEATHSTALKER. JOHN WATSON / JOHN SBARDELLATI. |
La carta de navegación de la secuencia de títulos de
La ciudad de oro del capitán Nemo (1944) nos posiciona sobre unas coordenadas
ancladas en la maravilla. Los seres mitológicos, que representan los lugares
ignotos del mapa, son los faros que nos indican el concepto de lo
extraordinario que va ligado a la trama. Además el fondo azulado de las imágenes nos vaticina que
la historia va a tener como eje protagonista el mar y, sobre todo, debajo de su
superficie. Existe un plano “maravilloso” que certifica el hecho, cuando
algunos de los protagonistas junto al capitán Nemo (Robert Ryan) se embarcan en
un ascensor que les conducirá al fondo marino. La cámara se queda estática
contemplando como el ascensor con los personajes, bajan a las profundidades y
con ellos el mecanismo óptico, negando la transición típica de las producciones
hermanadas con el género donde normalmente se produce una elipsis; en este caso
no existe tal supresión narrativa, sino que a través de la unión del plano
terrestre, la sección de embarque de
Templemar, con el marino, los protagonistas descubriéndolo, somos testigos de
lo maravilloso al mismo tiempo que la presencia del líquido acuoso va
penetrando por el marco del plano, inundándolo.
Sin embargo las incongruencias narrativas de El
último guerrero (1983), sobre todo hacia el tramo final de la misma, nos llevan
directamente a un reino caóticamente construido, con puertas “lubitschanas”. El
caos reina. Deathstalker (Richard Hill) busca algo en los pasillos del castillo.
A veces venganza, otras objetos, el cáliz y el colgante mágico, y otras
simplemente, el intercambio sexual (rozando la parodia gay), en cualquiera de
las opciones, no se explica la razón. Me atrevo a citar al maestro alemán
porque me da la sensación de que a cada umbral que penetra el musculoso, nos
encontramos con la incoherencia más abrumadora, y si bien en el creador de
Ninotchka (1939), lo hallado es una maestría dialogada o un gag
inteligentemente elaborado, ¡esas puertas que juego han dado en la historia del
Cine!, con nuestro héroe parece que sus pesquisas son simplemente un pase de
modelos. Deathstalker tenía que haberse provisto para su expedición, además de
con buenas armas, fantásticas mujeres y estúpidos compañeros, con algún que
otro mapa que le hubiese orientado a salir del laberíntico castillo acartonado
del malvado hechicero Munkar (Bernard Erhard).
Y es que las secuencias se desarrollan de una manera
desordenadas desde que los héroes se inscriben en El Gran Torneo, donde se
enfrentan los guerreros más poderosos del orbe con el único fin de que el hechicero
elimine a toda la oposición que le impida gobernar dictatorialmente el país. Ni
si quiera nuestro héroe se entera de eso. Y no tiene por qué, ya que no lo
crearon para ese menester, pues lo único que tiene que hacer es combatir,
enseñar su tórax “niveado” al sol y follarse a la primera que pase. Características
propias de los aventureros, sobre todo, de
los que sobreviven en un mundo heredado del Cimerio, por obra y gracia
de Robert E. Howard. Y es que el legado de la espada y brujería, como género
cinematográfico bebe de la película de Milius y de la obra gráfica de Frank
Frazetta (Desenterrando Hiborios. Scifiworld nº40), además del aluvión de
producciones italianas realizadas durante los años ochenta y principios de los
noventa del siglo pasado.
Dos secuencias entroncan este razonamiento,
escenificando lo mejor de la película. La primera sería el comienzo de la misma,
donde una luz opaca, difuminada por los filtros fotográficos, nos presenta un interior
neblinoso donde diferentes personajes corretean y saltan, vislumbrando
solamente sus sombras. Es la lucha de la luz contra la oscuridad y es también
uno de los temas principales de la obra del dibujante neoyorkino, donde los
colores chillones, sobre todo el rojo, protagonizan sus composiciones en lucha
contra la negritud de sus fondos. La otra secuencia sería la de la orgía que
recuerda a la desarrollada por la producción del primer Conan (1982), pero que
aquí se alarga, convirtiéndola en el meridiano lúdico del film, donde los despropósitos
son los auténticos protagonistas de la función. Mujeres despampanantes lanzadas
a una piscina de barro para que luchen entre ellas mismas, frotando sus
desnudos cuerpos, alrededor de todos los asistentes; mujeres encadenadas y
enfundadas con una gaseosa capa, que traslucen sus cuerpos; hombres y mujeres
medio desnudos bebiendo, riendo y follando en los límites de los planos y
monstruos libidinosos, mostrando sus deseos a través de sus babeantes fauces
ante la presencia de cuerpos femeninos ligeros de ropa.
En Templemar las cosas son muy diferentes. Lo políticamente
correcto se establece desde el mismo origen de la producción (es una película
soportada por una mayor norteamericana,
la Metro) frente a la independencia de los estudios de Roger Corman (New World
Pictures). Ambas historias están sustentadas en una estructura aristotélica,
pero de una manera ordenada en el caso de la ciudad sumergida y en una
desenfada, en el territorio bárbaro. En la primera tenemos un divertimento
apuntalado sobre el desarrollo típico y tópico que se repiten vergonzosamente
hasta la saciedad de un tema: la presentación de un nuevo mundo, una nueva sociedad utópica a
través de los ojos de un grupo de extranjeros, que bien llegan a ella por azar,
es decir, estando a punto de morir y ser salvados en el último momento, o bien
por terquedad, encontrándola en alguna expedición perdida. La descripción de
los “outsiders” también responde a ese desarrollo descriptivo mimético: el lozano
protagonista, la exótica heroína, la inclusión de un niño con una mascota
animal, la incorporación de notas humorísticas a través de la pareja cómica de
costumbre y el malvado de la función.
En el caso de las correrías del Conan cormaniano,
desde el primer momento y con ayuda de la caótica comunidad logística de su
productora (trabajadores que realizan diferentes funciones, trasmigrando sus
obligaciones de un sitio a otro, el director de foto haciendo labores de
efectos especiales; diferentes directores encargándose de múltiples secuencias,
como la titularidad del binomio nominal del cargo del director) nos dejan una sensación
de anarquía profunda narrativa, donde
los actores aparecen y desaparecen por arte de magia, nunca mejor citado en una
película de este genero, donde los efectos especiales no muestran su lógica ficcional,
en el caso del film de Nemo, el ataque de Mobula, la manta gigante, no deja de
ser irrisoria pero se encuentra dentro de los márgenes de este tipo de
producciones, donde se mezclan maquetas, efectos visuales y monstruos a los “harryhausen”.
En Deathstalker, el creador de los efectos de maquillaje y creador de las ridículas
prótesis expone que solo tuvo unas horas para realizarlas en uno de sus vuelos
a Argentina, donde se rodó parte de la acción.
Al final la impresión que uno tiene de ambos
ejemplos lúdicos, es la existencia de variadas rutas del entretenimiento. Por
un lado tienes la opción del reclamo de una superproducción donde se hunde en
el plano teórico narrativo, esto es, en el guion, incluyendo frases como: “Podemos controlar los actos de los hombres
pero no sus corazones”, cargadas de una moralina desvergonzada o, por otra
parte, eliges la desmesura como forma de divertimento. Ambas son elogiables
desde la distracción, pero no puedes sacarlas de ahí, no puedes intentar
criticarlas desde unos parámetros que no sean los del recreo visual.
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