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martes, 18 de junio de 2013
LA CAÍDA DE DUNDEE. (XIV). AVE INSPIRACIÓN.
Rastrear los pasos de un estímulo espontáneo mental puede resultar tarea ardua pero interesante. Sabemos su posición anatómica exacta en nuestro cerebro y, podemos llegar a analizar la primera percepción subconsciente que llama a las puertas de la curiosidad. Primer motor generador de la idea primigenia que dibujará un bosquejo, un simple diseño que con el tiempo se desarrollará complejo convirtiéndose en una novela, una película, una escultura, una pintura, una canción, una representación teatral, un juego o un proyecto de dispar índole.
La semana pasada me dediqué a realizar turismo rural por las tierras castellanas de Toro, Zamora y Ávila. Hacía mucho que no cogía el coche y a medida que iba conduciendo, pasando ante mí diferentes señales y mojones viales, empecé a pensar en aquellos momentos individuales que te secuestran y que te proporcionan esa primera idea creativa, que puede finalizar en una de las diferentes disciplinas artísticas que he enumerado anteriormente. Intenté retenerlos (¡inocente de mí!) a través de la fotografía e hice varias instantáneas que me permitiesen realizar ese viaje interior que me permitiese poder solidificar la remembranza pasajera para después trabajarla. Ahora estando en casa, reconozco que es tarea imposible pero si al menos me quedan vanos recuerdos que puedan ayudarme a capturar esa primera inspiración, me doy por satisfecho. Iba tomando fotos de aquello, que institucionalmente me llamaba poderosamente la atención. El legado arquitectónico de los lugares citados era abundante pero en Toro concretamente, cuando dejé atrás su magnifica colegiata me encontré con esto:
Estaba situado en una de las calles aledañas a la plaza del Ayuntamiento. Iba ciego con mi móvil cuando algo me hizo detenerme súbitamente y girar mi rostro hacia la derecha. Allí estaba la fachada gritándome desesperada para que la hiciese caso. Me acerqué hipnotizado y tomé la foto. Se encuentra en un estado ruinoso y solitario, cercada por vallas que anuncian derribo. Una verja metálica negra ahoga su entrada y las persianas de épocas remotas, inclinadas hacia un lado alguna, ciegan la visión de su interior. ¿Qué tenía esa reliquia que me atraía? Quizás el nombre del edificio, Imperio, representación pretérita de la caída del cine en el presente. Esa ruina se hundió en mi subconsciente originándose la primera de las muchas ideas que me surgieron ese día (enseguida pensé en La caída del Imperio Romano y no me preguntéis el porqué). Caminé hasta su entrada para intentar mirar en su interior. Lo primero que percaté es el olor a cerrado chocando contra mi rostro. Se escapaba desde el interior de la sala oscura y se deslizaba por las puertas desvencijadas y los orificios que conformaban la frontera metalizada. Solo pude ver la zona de la taquilla, situada debajo de una escalinata de madera, aprovechando el hueco de la misma. El suelo estaba invadido de escombros y detritus, que bien podían representar despojos arqueológicos del consumismo alimenticio de antaño. La superficie era de madera y se perdía en la laberíntica distribución del edificio. Durante unos minutos me quedé ensimismado de la desolación que desprendía ese lugar. A mi alrededor pasaban transeúntes mirándome extrañados, acostumbrados a pasar por el sitio. No estaba contemplando algo muerte sino, todo lo contrario. Ante mí revivían momentos que desconocía, pero que se agolpaban en mi mente. Era mi imaginación que me proporcionaba situaciones de cómo debería haber sido un día en la vida de ese cine. Colas kilométricas para ver el estreno de Superman (1978), invadidas de jóvenes los fines de semana o el ejercito de adultos preparados para degustar otro de los cruces de piernas de Emmanuelle (1974), entre semana. La barra donde se compraban las golosinas debía estar petada de adolescentes, deseosos de poder ver a un hombre volar acompañado de la eterna partitura de John Williams, mientras que los mayores pasaban de largo del plástico alimento para poder situarse en las recónditas butacas, que les proporcionasen un anonimato en la sala. Dos formas de ver una misma realidad; la ilusión de ver lo increíble contrastada con el deseo de contemplar lo prohibido. Dos puntos de vista antagónicos que se fusionaban en un mismo espacio y que compartían un mismo objetivo: soñar la mentira cinematográfica.
Los cercos de la posición de las carteleras en la desconchada pared me despertaron del ensimismamiento, haciéndome retroceder y alejarme del lugar. ¡Cuánta información para alimento de mi imaginación! Nada más abandonar el pueblo, mi mente seguía elucubrando. El torrente de ideas continuaba gestionándose en mi interior y la creatividad nació de ese esporádico encuentro. Esa fachada se metamorfoseó en el mojón que necesitaba, transformándose en mi guía particular hacia mi camino creativo a seguir.
A la hora de confeccionar La Caída de Dundee, me acompañé de ese tipo de señales para construir mi relato. Todo mi background se puso a la defensiva iniciándose un conflicto por la supremacía de esa idea originaria. A día de hoy y escrita la novela puede que haya ganado la batalla, pero no la guerra. Todavía queda mucho camino al caminante y en algunos casos, hasta me toque desandar lo andado pero no importa si llevo como compañera de viaje a la inspiración. ¡Yo te saludo!
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