“Mirar y ver no son misma cosa, chica muerta.”
Syrio Forel.
Quizás tenga razón el maestro, o quizás esté hablando
de algo que tenga que ver con los espejos deformados del Callejón del Gato
valleinclaniano, ¿quién sabe? Luces de Bohemia podría ser una perfecta
referencia para explicar el sentido de la frase. Una cosa es la persona
reflejada en el espejo y otra, su propia reflejo, deformado. Son dos cosas disimiles
pero nacen de una misma raíz. Algo parecido pasa en este episodio. Dos momentos
de manipulación que parecen mirarse condescendientemente en un espejo para
deformar el significado de sus propósitos y embaucar a sus figuras. Uno es el
acontecido entre Cersei Lannister y Sansa Stark y el otro, entre Catelyn Stark
y su primogénito Robb Stark. Ya hablaremos del primero pero ambos son
situaciones ejemplares, donde la inocencia es corrompida de una manera brutal y
donde el personaje más veterano intenta aprovecharse del más novato. En el
segundo caso, incluso aunque pertenezcan a la misma casa y linaje. ¡Abrid bien los
ojos!
CAPÍTULO VIII. (De la página 512 hasta la 610).
El capítulo empieza en movimiento. El plano alzado, desde la techumbre de los aposentos donde se están impartiendo las clases de
danza de Syrio, para después bajar sigiloso y convertirse en testigo de los hechos.
La novela comienza de igual manera, bueno sin el adjetivo rítmico cinematográfico,
con un dilema mientras Arya se defiende de las estocadas de madera de su
maestro. La joven se siente traicionada por Syrio ya que la dice que va
atacarla por un lado cuando, inmediatamente después lo hace por el contrario. Arya se
enfada y el bravoosi responde al enojo con la frase del principio. La joven
Stark no lo entenderá pero con el tiempo, esa frase y otras muchas más de su maestro
de danza se la incrustarán como parte de su adn, salvándola en más de una
ocasión como leeremos más adelante cuando escape por las mazmorras de la Fortaleza
Roja.
En el imperio de la imagen todo acontece precipitadamente, el montaje es
su digno aliado proporcionando un ritmo extradiégetico a la trama, mientras
que las páginas de la novela acogen otro velocidad, una diegética. Construida
sobre descripciones precisas y directas acompañadas de diálogos internos que
fuerzan la diegésis a un disfrute mucho más apetecible que el observado en la
pantalla catódica. Frente a los escasos minutos de la huida de Arya, nos
deleitamos entre las páginas de Martin a sus recuerdos. Sus travesuras en
Invernalia o las enseñanzas de Syrio, así como aquel momento que se perdió por
primera vez, llegando a la sala de los Dragones y escondiéndose en el interior
de una de sus cabezas. Todo eso es secundario para el inexorable avance de la
imagen, que se va alimentando de un cierto suspense elaborado bajo parámetros
diferentes a los literarios. Pero no obstante hay que alabar la coherencia de
la serie de televisión y en concreto la de este capítulo y en parte se lo
debemos al propio Martin, que es el guionista del mismo también. Ha empezado de
una manera como ya hemos descrito y acabará de igual manera. Con otro
movimiento, esta vez descendente. El plano va bajándose hasta esconderse detrás
del mismo Trono de Hierro, detrás de las innumerables espadas forjadas en su
fría estructura. Sansa se somete a una humillación pública con el único objeto
de intentar salvar a su padre de una muerte segura. Todo el mundo la mira en la
sala del Trono, los nobles la hacen un despreciativo vacío a su paso y ella
cabizbaja se aproxima al trono, donde la espera su amado Joffrey. La inocencia
acude con paso timorato hacia las fronteras de la maldad. El joven rey parece
aislado de la sentida ofrenda de Sansa que incluso se arrodilla ante su efigie.
Cersei Lannister y el resto del Consejo Real la miran alimentándose de su
ingenuidad. Estamos siendo testigos de una corrupción que momentos antes había
sido cimentada de una manera privada, en los aposentos de la reina y que ahora
se hace pública (no nos olvidemos que estamos adentrándonos en el reino de
amoralidad, como ya hemos señalado en el capítulo anterior). Sansa desconoce
los intereses de sus enemigos, a decir verdad desconoce a sus enemigos, ella
sigue enamora de su príncipe azul y lo que no sabe es que su acción llevará a
otra que no quiere. Trasladándonos a otro espacio y tiempo, ya lo dice lord
Mormont (James Cosmos) a Jon Nieve en un capítulo extraordinario de la novela:
“Las cosas que amamos siempre acaban por
destruirnos.”
El capítulo titulado Jon (desde la página 532 hasta
la 546) son de esos momentos donde el tiempo se detiene y lo disfrutas.
Percibes la sensación de un mundo bajo tus dedos, habitado por gente como tú,
con sus inseguridades y sus anhelos, sus debilidades, seres muy humanos en definitiva alejados del
paradigma épico al que estamos acostumbrados (léase desde la Odisea de Homero
hasta El señor de los Anillos de Tolkien). Oímos, porque cuando uno lee oye
susurrar a los personajes, sus lamentos, sus ansias. Cosas imperceptibles en la
serie, acostumbrado a otro tipo de momentos, a uno como el del final del
capítulo donde asistimos a una pelea entre un zombie y Jon. Con eso se queda la
imagen lo demás no importa independientemente de los elementos narrativos que
impulsan al héroe a seguir construyéndose delante de los ojos del
espectador/lector. Es lógico la imagen requiere de su efecto, y en su caso es
la espectacularidad lo que demanda. El sonido y la música lo predisponen
magníficamente. El momento del combate es lo único que importa en la
televisión, pero qué hay de lo demás. ¿Y el resto? La conversación de Jon con
su lord Comandante no tiene desperdicio alguno. Se habla de su familia, de su
hijo exiliado, de Los Otros, todo envuelto en un clima tranquilamente crispado
por las interrupciones de un cuervo, de la formación de una especie de
comunidad fraternal entre el bastardo y sus hermanos de Negro y en la actuación
de Sam, protagonista de parte del relato cuando decide dar el primer paso y
hablar con Lord Mormont. Puede que el actante no sea tan cobarde como él piensa
o como le dice el Viejo Oso: “Puede que
seáis cobarde pero no estúpido.”
Sam será el personaje que abra el suspense
al momento gracias a sus vivencias con su “adorable” progenitor. A través de su
boca seremos participes de su construcción. Otra vez el saber es protagonista
del relato, de igual manera que Tyron lo utiliza constantemente (un buen
ejemplo es el capítulo 6) ya que no posee otras armas, San utiliza su
conocimiento para poder investigar algo más sobre la estructura de suspense que
se va a formar con la llegada de los no muertos al Muro. El secreto de un buen
relato es su propia administración. Ir dejando espacio para lanzar la cuerda
que el lector/espectador pueda alcanzar para poder salir del laberinto
narrativo que sea. El suspense se construye con información y el cómo se
gestiona es una parte importante de lo
que queremos relatar. Una vez que el lector/espectador coge el hilo de Ariadna es
copartícipe de la narración y es muy difícil que lo suelte, sobre todo si tiene
a un Minotauro/narración convenciéndoles de no hacerlo.
No sería justo denigrar
la portentosa adaptación que está sufriendo la novela rio de George R. R.
Martin, sobre todo si como en este caso es él el propio guionista de la misma,
para alabar algunos momentos del episodio que no posee la novela. El encuentro
de la Septa Mordane (Susan Brown) con un grupo de espadas lannisters con sus
filos y puntas ensangrentadas es un bello momento visual, donde el miedo a un
destino fatuo se vislumbra en los ojos del personaje. No hace falta ver más, sus
ojos desnudos lo dicen todo frente a los escondidos de los Lannister. La
valentía se enfrenta a la cobardía. O por ejemplo el mayor desarrollo que ha
sufrido un personaje, que en la novela prácticamente no tenía ninguna
importancia y que a partir del fenómeno televisivo, el propio Martin ha
declarado que ha ido creando y haciéndola evolucionar más. Nos referimos a la
mujer salvaje Osha (Natalia Tena).
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