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jueves, 22 de noviembre de 2018

EN EL CRUCE.




La vida es un cúmulo de situaciones a veces malas y otras buenas. No existe el término medio, no tendría que existir. La felicidad es una cortina de humo, la cual puedes evaporizar con un simple movimiento de manos. Es un estado caduco que permite la pasividad del prójimo. Entonces, ¿Por qué ir en su búsqueda? Se puede convivir, pero nunca caer en sus zarpas. Es la representación de la inanidad absoluta. Nunca puede llegar a ser la meta sino su recorrido. Existen momentos felices en la vida (que cada uno enumere los suyos) pero cuando vienen los trágicos no estamos preparados porque no estamos educados en ellos, ni siquiera  previéndolos. Nuestra naturaleza humana se alimenta de ilusión y ese anhelo puede llegar a ser peligroso, negando la propia realidad del asunto, cualquiera que sea. Tenemos que ser conscientes de los valores felices, o más bien, de aquello que nos proporcionan en un momento dado y en una situación concreta, teniendo en cuenta que son pasajeros pero también estando abiertos a los que nos duelen y aprender de ambos. La vida no es solamente sonreír y seguir adelante, es aprender de aquello que nos hace más daño para poder acostumbrarnos a su dolor y saber convivir con el mismo. Si no lo conseguimos caeremos en una situación depresiva, dañina, que puede amenazar nuestra propia existencia. En mi caso particular fue una enfermedad la que me hizo despertar del sueño, sobre todo cuando estaba viviendo un “momento feliz”. Fui padre y huérfano de madre casi simultáneamente.
Ahora el dolor y la ira son mis compañeros de viaje. La rabia me revuelve por dentro, abriéndome en canal buscando quimeras. La culpabilidad sobresale dándome  fuerzas para afrontar el día a día. Me siento varado, sin rumbo, sin esperanza, desidioso. Todo a mí alrededor me parece más ficticio que antes. Una falsedad me cubre la mente y eso me resta capacidad de reacción ante todo. Me frustro, la paciencia me abandonó el día que ella se marchó. Y lo peor está por venir. Lo más duro es estar enfrente de él y no darle mi cien por cien. Mi obligación se corrompe, la educación de mi hijo depende de ese proceso podrido. ¿Cómo se hace eso? Me enfado con asiduidad, pienso que no valgo nada y vivo en una derrota constante. Me culpo de casi todo lo que me pasa y doy lógica a lo irracional, esto lo hubiese encantado al de Calanda. Pero ya  no puedo más. Me estoy muriendo en vida y estoy arrastrando a los míos. Me escondo en la facilidad mental y física. No me caso con nadie, ni tengo ya opinión de nada. Uno solo piensa en el desahogo más simple, en la necesidad fisiológica más primitiva, destruyendo en un radio de acción gigantesco a todo aquel que me ha querido. No valgo la pena, literalmente. La situación es insostenible. Sólo quedan dos opciones. La muerte o la vida. Si, lo admito he llegado al cruce.


                                                                                                               

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