“Cuando el
misterio es demasiado impresionante no es posible desobedecer”.
Antoine De Saint-Exupéry. (El
principito, 1946).
De igual manera que este texto tiene como misión
relacionar otros tres subsiguientes, también convendría señalar que mi
background forjará una peculiar alianza con mi trabajo comprendiendo, espero,
mis intenciones. Lo dice el propio Aristarco
en su Prólogo a la edición española, “para leer en su integridad […] un
texto cinematográfico, son necesarios enfoques pluridisciplinares”. Bien
propongamos pues un misterio. Imaginémonos una película pasando por la ventana
de un proyector, desfilando del carretel de alimentación al de recuperación y repentinamente,
se para en un fotograma concreto. Hasta ese momento no éramos conscientes del
engaño cinematográfico, de la ilusión del movimiento de la imagen fotográfica,
contenida en la cinta de celuloide que se ha detenido. La parada nos hace
(re)pensar la imagen, la significación nos enseña el camino, de otra manera no
hubiese sido posible la detención de ese desfile de fotografías.

Si
continuásemos en el reino del signo, convendría citar las palabras de Jacques Aumont y Michel Marie en su Análisis del film (Editorial Paidós.
Comunicación. Cine), siguiendo la estela de gente como Raymond Bellour (de hecho su libro está dedicado al crítico y
ensayista) para metaforizar el análisis en esa parada mítica, aunque como bien
señalan, no se pueda condensar a todo un juicio pero que “a partir de la posibilidad de dicha parada […], el film se convierte en
algo plenamente analizable. A partir de los elementos localizables durante la
parada de la imagen, pueden construirse las relaciones lógicas y sistemáticas
que son siempre el objetivo del análisis”.
Comencemos conjeturando que los tres textos difieren
en su estructura, e incluso en su morfología, pero a priori pareciesen hablar
de lo mismo, conformándose una peculiar correspondencia a tres bandas
sucediéndose en el tiempo (los textos de Farber
y Guarner son contemporáneos, ambos de
1962, y el de Aristarco, aunque
fechado en 1996 de la edición española de la Universidad de Valladolid, Los
gritos y los susurros, se trata de un compendio de escritos sobre diferentes
películas a lo largo de los años). ¿Y de qué hablan los tres textos? Podríamos
entender, sintetizándolo, que de dos conceptos (lo “contundente” y lo “discutible”),
de dos maneras de entender la creación cinematográfica (desde el altar de la
obra maestra hasta la cloaca de la serie B); eso que dice el escritor italiano
de la persistencia “de viejos lugares
comunes y tópicos” y del uso de “etiquetas,
una vez aplicadas”, transformándose en “prejuicios
sin que nadie le entre curiosidad de, por lo menos, realizar una verificación”.
Pero no es tan fácil. Si los leyésemos con más detenimiento, nos daríamos
cuenta de sus discrepancias internas, situándonos en una encrucijada entre
prestar importancia al detalle (una revelación, un estado de gracia quebradizo)
o al conjunto (el continuo apoyo “baziniano” de Guarner a la perpetua puesta en escena) de una película. Para
complicar el asunto, además, existen coincidencias en la génesis entre dos de
las obras, ya que sus textos se publicaron en sendas revistas cinematográficas.
Farber
escribió para Film Culture y Guarner para Film Ideal, por lo tanto, poseen un hilo conductor que se
origina, más o menos, en un mismo espacio, en una redacción que después se irá desenhebrando
con diferente ritmo y tino. Ambos trabajos crean sentencia a su manera. El
Arte termita contra el Arte elefante blanco, nos habla de una “parte” y Las
gafas de Parménides, de un “todo”. Farber,
iconoclasta, representante de la concepción de esa parada alegórica,
potenciaría la importancia de la anécdota,
la cosa inédita, sujeta al escrutinio del estudio, la mirada microscópica de
una película hallando una especie de
clarividencia que golpea un plano, un rostro o va más allá de la propia
forma, como bien advierte: “los mejores
ejemplos de arte termita aparecen fuera de campo del cine, en lugares donde la
antorcha de la cultura no brilla por ninguna parte, para que el artesano pueda
mostrarse vulgar, pródigo,
obstinadamente hermético, y producir arte que no sirve para nada sin
preocuparse del resultado”. Y Guarner,
esteta, ejemplo del punto de vista, ahondará en las herramientas del desfile
fílmico para declarar que “la enorme
fuerza del cine es la mirada personal que el autor dirige hacia la realidad a
través de la puesta en escena: en unos segundos se nos ofrece la plena
revelación de los sentimientos de un ser humano en toda su desnudez”.

Ese
“fuera de campo cinematográfico” (por cierto un tanto “noëlburchiano” vertiente
Praxis del cine, 1970) nos da la clave en el texto del norteamericano. El
objeto físico de una película va allende lo que vemos en su interior, lo que
está sustentado por su contenido y limitado por el propio cuadro de la cámara.
Pero si nos atreviésemos a ver “más allá”, podríamos descubrir cosas nuevas,
sub-historias relevantes que pudieran descubrir nuevas legibilidades de la obra
o partes de la misma. Diríamos, por tanto, que mientras un autor busca en el
film su exterioridad, otro se sumergirá en su interioridad. La defensa de la
“mise en scène”, como herramienta nuclear, es apabullante en el barcelonés: “descubrir el modo peculiar como un cineasta
dispone la realidad ante su cámara, […] es esencial para la plena comprensión
de su pensamiento” y prosigue, “la
técnica no es más que la lógica consecución de la puesta en escena. De ahí el
profundo y decisivo error que entraña la separación de estos conceptos en
compartimentos estancos. En cualquier caso, el hecho de ir “más allá”
implicaría una cierta metafísica y aquí, Farber,
obligatoriamente, tendría que aliarse con el Parménides del texto de Guarner, que apoyándose en el filósofo
presocrático y padre de la metafísica, también incide en un ejercicio de
exploración hacia lo desconocido para comprender mejor la propuesta
cinematográfica. Los dos defenderán la
idea de viajar a una “terra incognita” en busca de respuestas que a veces no
llevaran implícitas soluciones sino, más bien, otras preguntas.

Pero todo peaje
cuesta un precio. Guarner defiende
el “todo”, imposibilitando la cesura entre la forma y el fondo, y vendría a
decirnos lo que un espléndido manual me recordó en mi época estudiantil (Cómo
se comenta un texto literario. Fernando
Lázaro Carreter y Evaristo Correa
Calderón. Catedra. Edición 29, 1992). En su capítulo introductorio, en el
apartado siete se podía leer: “No puede
negarse que, en todo escrito, se dice algo (fondo) mediante palabras (forma).
Pero eso no implica que forma y fondo se puedan separar. Separarlos para su
estudio sería absurdo […]. Ambos forman la obra artística, y no por separado,
sino precisamente cuando están fundidos”. Y Guarner
dictamina: “Hacer distingos artificiales
de “forma” y “contenido” es perder el tiempo, porque en las obras dignas de
este nombre ambos forman una síntesis armoniosa e indisoluble”. El impuesto
de Farber no puede ser más
concluyente: “Ciudadano Kane, 1941, se
anticipó a varios años a un cambio crucial en el cine, partiendo de la vieja y
fluida historia naturalista que hace salir a flote una película-iceberg de
ocultos significados. […]. En la actualidad […] se ha visto superada por una
nueva técnica cinematográfica que ha surgido de pronto como un feo matorral en
medio de películas que son auténticas
joyas. […] IKiru (1952) de Kurosawa,
es un jalón involuntario que sugiere un nuevo enfoque cerrado en sí mismo.
Resume buena parte de aquello a lo que apuntaba el arte termita: inmersión
entomológica en una pequeña superficie sin dirección ni propósito y, sobre
todo, dedicación a fijar un instante sin embellecerlo, pero olvidándose de ese logro una vez conseguido; el
sentimiento de que todo puede sacrificarse, de que puede ser despedazado y
recompuesto en otro orden sin sufrir deterioro”.

En definitiva, de lo que
se trata aquí es de desmenuzar un arte, bien realizándolo clandestinamente
(como los directores contrabandistas citados por Martin Scorsese en su Viaje personal al cine americano, 1995)
ubicando su carga explosiva en el detalle más inesperado y detonarla en el
momento preciso, o bien elaborando un complejo esquema que desnude la narración
extrapolándola a un sentido, sin necesidad de explosionarlo, construyéndole un
discurso. Uno que de la mano de Aristarco
nos deja un regusto suspicaz. Leyendo su texto pareciese que este tipo de
conclusiones críticas (y no sólo las de Farber
y Guarner) pudiesen realizarse en
una época de crisis. Una especie de era de la sospecha (Nathalie Sarraute, 1956) que describía la incertidumbre con la que convivían
la obra creativa y su potencial testigo, lector o espectador. Si siguiésemos su
juego, de igual manera que él estaba dispuesto a realizar un trabajo semejante
al realizado por Flaubert en su
diccionario de las ideas habituales y de los lugares comunes, podríamos también
hacer un ejercicio de malabares crítico apostando por cómo vemos y reaccionamos
hacia una película, estableciendo la dicotomía entre “un juicio de valor o uno cultural” sobre el punto de vista
cinematográfico. Ante tal osadía, leyendo el texto de Guarner, podríamos concluir, por lo menos a un nivel nacional
(todavía quedaba lejos la globalización que nos contamina) la constatación de
una tímida esperanza en su “desfile” argumental: “Cuando empieza a despertarse en España poco a poco una cierta
conciencia de la función crítica. […] testimonios de jóvenes que empiezan a
tener una idea clara de lo que significa […]. Una edad profesional de la
crítica.” Mientras tanto, Farber
se quedaría a gusto, usando unas palabras de Cézanne para explicar su “parada”, su logro termita como si fuese “su pequeña sensación”. […]. “El mudable tronco de un árbol, el choque
infinitesimal de colores complementarios en suave matiz sobre la pared de una
casa de labor”. No estamos muy lejos de esa defensa que hacía André Bazin a cierto cine impuro.
¡Espléndida sinergia!