Una vez llegado a la capital, lo primero que hice fue
buscar la ubicación exacta de la filmoteca. Durante mi corta estancia en el
mundo universitario de Valladolid, en la cátedra de cinematografía, siempre
había oído hablar de ella y era nombrada, conjuntamente con la de Castilla y
León. Bueno, nombres aparte lo que
andaba buscando era una especie de segundo hogar, una especie de residencia de
estudiantes para mi formación cinéfila. Y por paradójico que resultase, encontré
un piso muy cerca de la Filmoteca, y es más, en una calle, Ventura de la Vega,
muy cerca de donde se hicieron las primeras proyecciones cinematográficas del
país (mayo de 1896). ¿Coincidencia? ¿Destino? Elijan ustedes. Así que en el año
2003 me embarque en una aventura, estudiar cine y aprenderlo, cosas distintas
pero compatibles. Por la tarde estudiaba en la escuela y por la noche me la
pasaba en las salas de la filmoteca. A veces incluso me fugaba alguna clase
para ver alguna película en el Cine Doré. El tiempo pasó y aquí me encuentro,
rememorando mi primer acercamiento práctico al mundo de la crítica. Lentamente
se me agolpan en mi memoria flashes de los distintos recovecos de la Filmoteca,
su librería con su dependiente cambiante cada año, la nimia conserjería con
aquellos habitantes rodeados de papeles y fumando sin parar hasta hace poco y
por supuesto la cafetería, siempre abarrotada por gentío, sobre todo los fines
de semana, y antesala del premio gordo, asistir a la sala de la Filmoteca. Era
como el café Gijón madrileño pero sin su mundo intelectual sino “intelectualoide”,
y es que la cafetería no tiene la perspectiva temporal que tiene el aclamado
café. Allí sentado con un solitario
volcán ardiendo rebosando cafeína por su circular diámetro, y armado con mi
cuaderno (génesis de La caída de Dundee, sin duda alguna), preparaba mi aparato
auditivo para entablar posible contacto con alguna entidad extranjera. Buscaba
el origen del ejercicio crítico en la base de aquellos que no se percataban ni
siquiera de tenerlo o de poder expresarlo correctamente. ¡A los académicos ya
habría tiempo de seguirlos! Me gustaba llegar con tiempo para escuchar los
comentarios, autenticas enseñanzas críticas en algunos casos, que relataban cualquier
historia que alimentaba la expectación directa con la película que iba a mirar,
o que simplemente, la acompañaba como si se trataran de los extras de las ediciones
en dvd o blu-ray que coleccionaba por entonces. Quería encontrar otra manera de
hacer cine desde el posicionamiento crítico relegado a una hoja y un bolígrafo.
Quería introducirme en el interior del cuerpo fílmico, como si fuese un
cirujano, con escalpelo en ristre para analizar cada plano, cada secuencia,
cada diálogo con el único fin de busca la perfección de su trazado. Una exquisitez
abrumadora que me golpease mi instinto amateur para hacerme ver que podía
dedicarme a esto de la crítica. Y curiosamente fueron dos películas las que me
abrieron esa senda al éxtasis cinematográfico.
PROGRAMA DOBLE:
Recuerdo de una noche (Mitchell Leisen, 1940) y El
Milagro de Morgan Creek (Preston Sturges, 1944), fueron las primeras que
rememoro de mi enajenación fílmica. Ambas muestran afinidades tanto en su plano
técnico como teórico. Nacieron al amparo de un gran estudio, Paramount
Pictures, aunque la distribución de la primera fue realizada por Universal. Las
dos contienen un ejército de estrellas y secundarios prodigiosos, caterva mercenaria
y esclavista del sistema de estudios hollywoodiense, y tanto una como otra,
representan una ligereza rayana en la perfección de su proceso narrativo. Y
además tienen un nombre en común, Preston Sturges; como guionista en la
primera, y como director y guionista en la segunda. El eje central es el guion en los dos casos, su
representación teórica máxima del tema a tratar. En la película de Mitchell
Leisen, la ciudad se encuentra con la provincia en ese coche que se pierde en
la campiña y donde sus habitantes pasan la noche en su interior (núcleo de la
premisa, los personajes antagónicos se empiezan a relacionar y a conocerse), el
fiscal (Fred MacMurray) y la ladrona (Barbara Stanwyck). Los dos personajes
herederos del progreso norteamericano que borra sus raíces en un caso, el de
ella, y lo edifica, en el de él, son despertados por una vaca que se introduce
en el coche por la ventanilla. La interrupción mañanera no es trivial. La vaca,
el ganado, es el animal que mejor ejemplifica el símbolo ancestral de la sedentarización
frente al nomadismo de sus protagonistas.
En el film de Preston Sturges,
también hay algo de esa confrontación entre el medio rural y el urbano,
ejemplificado en esa invasión militar que sufre los habitantes de Morgan Creek
y que tanto odia el padre de la protagonista, pero va más allá, multiplicando
una situación realista hasta transformarla en enrevesada conduciéndola a momentos
de verdadero surrealismo (la fuga final dan prueba de ello; el propio policía intenta
ayudar al típico héroe sturgesiano, Norval (Eddie Bracken), anónimo, tímido,
enclenque pero simpático y profundamente convencido de sus prioridades, en este
caso, su amor por Truddy (Betty Hutton). El diálogo es otro instrumento
indispensable dentro del guion que lo guía en su estructura y que ambas
películas lo comparten, creando un andamiaje narrativo ejecutado con suma presteza,
donde una última frase entronca con momentos anteriores produciéndose una
redundancia que se instala en el subconsciente del espectador, abocándole a una
perenne sonrisa (el personaje de Fred MacMurray le dice al de Barbara Stanwyck
que tenga cuidado con el fuego cuando quedan para fumar, recordando la
secuencia de ellos dos en un juzgado provincial y como ella, tirando una cerilla
encendida en la papelera, ayuda a escapar del mismo). Pero es en la resolución
práctica del guion, es decir, en el rodaje donde exponencialmente se desarrolla
la perfección. La planificación de la cámara en ambas, desde su posicionamiento
estático heredero del teatro, conduce con maestría la mirada del espectador
hacia horizontes morales y psicológicos, sobre todo en el primer film primera,
y desde un posicionamiento un poco más móvil, la ejecución de auténticos
desfiles de travellings acompañando a los protagonistas en el segundo.
Remember the night se apoya desde el comienzo en el
poder de la imagen, un primer plano enseña la mano y parte de un brazo femenino
con un reloj de oro. Después la cámara realiza un ligero retroceso, tan sutil
como el ejercicio del hurto, para denotar el lugar de la victima, un joyero
robado. De ese primer acercamiento pasamos a los planos generales con la
ladrona, caminando por las calles de un Nueva York navideño. La sutileza como
crítica convertida en arma de destrucción masiva en el mismo centro del
capitalismo. Un robo en la época más consumista de todo el año, como deja
señalado el sobreactuado abogado defensor de la protagonista, símil enfurecido
de la practica desaforada de comprar equiparándolo a la ilegalidad del hecho
penado. Todo es planificado con una sutilidad magistral en su elaboración. Podríamos
destacar infinidad de momentos de absoluta perfección, pero me quedaría con esa
visita a la casa de la chica, donde al final es rechazada por su pasado. La
secuencia termina con un plano general en el que él esta consolándola y al
fondo podemos vislumbrar el perfil de una cabeza con un moño, el de su madre
que la espía a través del espejo de la puerta hasta que desaparece. La organización interior dentro del plano es también
deslumbrante, ilustrando el lenguaje secreto
de sus dimensiones. Dice tanto ese momento, no por lo que muestra sino por lo
que deja insinuado. En la esquina izquierda del plano sobre un cuadro perfecto,
que es el espejo de la puerta se esconde la duda del verdadero sentimiento de
una madre a su hija, a pesar de todo lo que haya hecho el personaje de Barbara
Stanwyck, siempre queda algo, aunque sea una minúscula partícula de amor, como
nos lo quiere dejar claro la degradación del tamaño del sentimiento, ubicado
casi al margen del plano cinematográfico, donde los verdaderos protagonistas lo
están conquistando. El Cine del Sr. Leisen estaba lleno de estas sutiles firmas
(recordemos que él mismo dejaba escrita su firma en los títulos de crédito) que
lo encumbraron a autor. Y de uno a otro. La osadía formal del Sr. Sturges es
apabullante en la construcción de los travelings antes mencionados.
Una serie
de secuencias, que quizás por ponerle un “pero” se vuelven repetitivas en su
resolución narrativa, pero que consiguen desbrozar todo lo accesorio para
desnudarnos las verdaderas intenciones de los actantes (como si fuésemos testigos
no ya de lo que vemos, a dos personas andando, sino de lo que están pensando), regalándonos
unos planos de una modernidad electrocutadora. La Novelle Vague fue una irrupción
de todo esto, pero Hollywood ya lo estaba germinando en secreto y en sutiles
casos, tales que ni siquiera los propios capitostes se daban cuenta. El grupo
francés tomó nota de cada plano de película que veía para ponerlo en práctica
después. Y es que hay planos dentro de este Milagro de Morgan Creek, que son
para quitar el hipo a algún listillo que solo ha visto en estas películas
comedias tontorronas. Actores desafiando la cuarta pared mirando frontalmente,
el padre de la protagonista lo hace en repetidas ocasiones buscando la
complicidad del espectador. Planos desubicados al final de los travellings, es como
si no supiesen que hacer con los planos finales del recorrido del travelling y
los montasen por repetición (estamos hablando de pioneros de la steady-cam), pero insuflando una modernidad
al contenido ejemplar; la correspondiente no sólo al final de ese camino que es
el travelling sino de la historia de los personajes, que en algunos casos
piensan en suicidarse.
Siempre lo recordaré de
esta manera, como si todos esos elementos descritos me ayudasen a fosilizar en
mi mente, estas películas y otras, con el único fin de poder analizarlas y
disfrutarlas, convirtiéndose la práctica en una ascesis que nos regala momentos
como aquella secuencia en la que Fred MacMurray y Barbara Stanwyck caminan en
las cataratas del Niagara, donde prácticamente son sombras andando por el filo
de la cordillera y donde el momento más
deseado de un romance, el beso, esta velado, por rostros escondidos en la negrura,
pareciendo que practicasen algo prohibido amparándose en la oscuridad de los
contraluces de los focos.
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