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viernes, 31 de mayo de 2013

GESTIONANDO NUESTRA DISTRACCIÓN.

Continuo con mis críticas en la web. Aquí os dejo con el amigo Carter.

                                                                                    
     Nos da la impresión de que con cada película somos más sabios. Y, por ello, más conscientes de todo lo que no sabemos.
                                                                                               Andrew Stanton.

Vaticinadoras palabras del director cuando estrenó Wall-E (2008), su autentica obra maestra. Son una mezcla de apabullante prepotencia y sutil sencillez al mismo tiempo, adjetivos que podían resumir este John Carter (2012), entre otros muchos. Posiblemente Andrew Stanton se haya topado con su propio Álamo, presentándonos una irregular película, detrás de la estela de magníficas obras como Bichos (1998) o Buscando a Nemo (2003), la primera co dirigida junto al creador de Pixar y mesías de la animación, John Lasseter que curiosamente ha pinchado con su última producción Cars 2 (2011), y la segunda junto a  Lee Unkrich, genio en la sombra de esa masterpiece llamada Toy Story 3 (2010). Esperaremos a Brave (2012) para ver que pasa. En cualquier caso, no nos alejemos de la órbita de Barsoom.
El líder de los Therns le dice a John Carter que ellos no destruyen mundos, solamente gestionan su demolición. Posiblemente sea lo más brillante de la película y lo que nunca escribió Edgar Rice Burroughs. Los tiempos cambian. El discurso se pliega sobre el efecto visual, habitándolo y, lo más importante, criticándolo. ¿Acaso Hollywood no administra, desde hace mucho tiempo, nuestro entretenimiento? El cinismo es el enemigo del Carter cinematográfico y su representación camaleónica, es un ejemplo de su lucha en la sombra en Marte y en la Tierra, donde también esta operando parapetado en la especulación. Y es que la película de Andrew Stanton se pliega sobre sí misma, conformando un espejo donde la realidad terrestre contempla a la marciana y viceversa, cuestionándose mutuamente el pretérito y el presente. Donde cada personaje tiene su trasunto al otro lado y donde el conflicto de un enfrentamiento civil pivota en ambos mundos. Existe una secuencia a mitad de la película que ejemplariza el plisado de la diégesis, dividiéndola en dos partes irreconocibles, conformándose como un punto de no retorno hacia dicha irregularidad. Es aquella en la que Carter se sacrifica luchando, él sólo contra una horda de Tharks salvajes y se compagina con el descubrimiento del asesinato de su mujer e hijo en Virginia. Otro tiempo, otro espacio, un mismo sentimiento redentor encontrado/recuperado. Mientras en Marte no deja de rajar vientres, en la Tierra da sepultura a sus seres queridos. En una realidad esta clavando una espada y en la otra, clavando una cruz. Dos momentos de duelo que simbolizan la nulidad del hecho violento (atacar para matar) y de su consecuencia (morir para ser enterrado). Ambos están entremezclados y son causa y efecto de uno sobre el otro, ejemplarmente montados. Si la narración hubiese seguido por ese derrotero, quizás nos hubiera legado un buen entretenimiento. No hay que olvidarse del comienzo de la trama. Una ambientación ruda (el rocoso Oeste, alejado de la bella pradera a la que nos tienen acostumbrados) preñada de personajes al límite (el propio Carter protagonizando una fisiológica secuencia para intentar escapar), civilizaciones basadas en la dureza de su sistema (la sociedad espartana Thark tratando al héroe como una de sus crías), rodeado de un cierto misterio (la presentación de dichas crías y su posterior captura por las hembras de su raza).
Todos, elementos que podrían engarzar perfectamente con aquellas producciones fantásticas de Disney de los años ochenta del siglo pasado, y que dio cuenta de ello el compañero Tomás Fernández Valentí en el número 47 de nuestra edición de papel, pero a medida que avanza la historia va decayendo su interés por su caótico tipismo. Tenemos a la típica princesa díscola, el típico enfrentamiento generacional Padre-Hija que empieza drásticamente para acabar correctamente suave, la típica batalla final que se erige en anarquía narrativa o la típica incongruencia en algunas actuaciones de determinados personajes, como los Tharks que no quieren volar, se lo prohíbe su culto y, dos minutos después, pilotan las aeronaves para ayudar al héroe. En resumen una retahíla de insensatez y despropósito que asombra de alguien de la talla del creador de maravillosas películas citadas anteriormente.
De acuerdo que estamos en una Fantasy Space Opera donde la imaginación no tiene límites, el diseño de las aeronaves es tremendamente puntilloso, ofreciendo una veracidad a las máquinas que recuerda a Firefly (2002), la mítica y cancelada serie de televisión de Joss Whedon, pero de ahí al todo vale, hay un largo trecho. Por ejemplo, el guía de la historia es el sobrino de John Carter, que nos conducirá hasta el diario secreto de su tío, y que los creadores de la película lo convierten en el propio escritor de las novelas pulps en las que se basa la película. Nos lo presentan como un pelele que no se entera de nada hasta el final, que recobra una lucidez extraordinaria. Casi al acabar la historia, y como colofón original, utilizando el manido truco de darle la vuelta a la tortilla, proporcionando a la trama el último giro que no solo la desestructurará, sino que intentará unir lo que no ha podido en casi dos horas y media de metraje, se nos presenta el error, focalizado en uno de los personajes. Veamos. Si los todopoderosos Therns saben que John Carter no ha muerto, ya que lo están siguiendo desde el principio de la película, ¿por qué uno de ellos se asombra tanto como su sobrino, al descubrir que su panteón está vacío? Sólo Hollywood lo sabe, que para eso le pagamos su gestión, distrayéndonos adocenadamente.



Y por cierto este finde, Sesión continua: ¡La aventura nos llama! Aquí tenéis un aperitivo.



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