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sábado, 15 de junio de 2013

MEMORIA EJEMPLAR DE UN OCASO.

La tercera crítica en la web de Scifiworld.es pintaba muy bien. ¿No me creéis? Estáis en el lugar adecuado.


Desde el comienzo una cortina mecánica se atora en un teatro de variedades, vaticinándonos que las cosas no funcionan o por lo menos, no lo van a hacer correctamente. Nos advierte de una característica del corpus narrativo tatiano, la imperfección de la máquina que ya desde el primer minuto esta siendo homenajeado. El año es 1959. Una época donde aún pervive el pasado beligerante vivido, un cartel nos anuncia una eminente guerra ¿fría? en la calle, que intenta buscar nuevos mitos enterrando a los antiguos y explorando otras vías de entretenimiento. Lo que nos propone Sylvain Chomet, siguiendo las valiosas claves dejadas por Jacques Tati en uno de sus inconclusos guiones es un delicioso Fin de siècle particular, el declive del teatro de variedades y sus diversas vertientes (resulta traumático el destino final de un payaso y un ventrílocuo, auténticos esperpentos y espejos deformantes que observa el ilusionista con temor a acabar como ellos), y la presentación de una nueva forma lúdica, la música de los sesenta y su representación, el popular ente catódico, trasmutando la Belle Epoque parisina a la capital escocesa. Dos secuencias hablan por si solas, nunca mejor dicho en un film animado mudo como éste, del desplazamiento del entretenimiento por parte de la sociedad transformando su punto de vista. Una es la primera aparición del ilusionista en territorio inglés, terminando en fracaso cuando se prepara para realizar su número ilusorio, elaborando sus trucos y es abortado repetidas veces por el éxito que tiene el espectáculo anterior, un grupo de jóvenes cantando y alimentado el apetito fanático en sus seguidoras.


La otra de cariz subjetivo ya que nadie salvo el propio espectador es testigo, la contemplación del sueño de una ciudad, Edimburgo cuando sus comercios apagan sus luces de neón. Mecánicamente todas lo hacen siguiendo un patrón rítmico que hubiera encantado a los padres de las vanguardias cinematográficas europeas de principios del siglo XX, pero una pequeña tienda mantiene las ondas hertzianas en blanco y negro de sus televisiones. Sus expositores desafían a la noche invasora y son los únicos que no se apagan. Otro augurio, el potentísimo avance de la caja tonta solo ha hecho más que comenzar. A modo de secuencia causal con ésta, existe una secuencia anterior que ya nos predice los acontecimientos y la engarza perfectamente desde un plano formal, compartir el advenimiento de un nuevo tipo de energía y por lo tanto la incorporación de máquinas para hacernos la vida más fácil, y desde un plano narrativo el viaje de un viejo ilusionista, trasunto del cómico francés, cargado con una maleta y un conejo que insiste que la magia no existe a una niña que adopta informalmente en un pub escocés. Es aquella en la que el viejo artista es contratado por un ebrio noble escocés y es llevado a las brumosas Highlands. Es allí donde asistimos al encendido de la primera bombilla frente a la triunfante algarabía que se produce ante el hecho eléctrico.


Un momento mágico para uno de los viejos del lugar que como si un niño se tratase jugando con su juguete nuevo, empieza a apagar y encender el interruptor frenéticamente trasformando la luz ambiente en una casi de discoteca. La perfección utilizada en los dibujos de la transición luminiscente no es baladí ya que, además de mostrarnos, nos cuenta algo y es que después de la intervención del ilusionista, el noble escocés posicionará una máquina de discos en la sala, trasformando el mismo espacio en uno discotequero. Así que nos encontramos ante la crónica de una decadencia, virtuosamente realizada. Todo parece encajar minuciosamente, como si las secuencias de la película fuesen un impresionante engranaje industrial y aunque Tati nunca fue muy amigo de las máquinas (Mi Tío de 1958 o PlayTime de 1967) como ya lo hemos recordado, Chomet imitando su fobia pero no compartiéndola (Bienvenidos a Belleville de 2003), la hace funcionar motorizándola por el azar, llamado por Noël Burch alea, en su fundacional libro Praxis del Cine.
Si tuviésemos que adentrarnos conceptualmente en el interior del artefacto, sintiendo verdadera fascinación ante su desnudez artificial como señala Umberto Eco en su Historia de la belleza, descubriríamos que el periplo a las tierras que vieron nacer el Brigadoon, es el comienzo de una serie de concatenaciones aleatorias donde la suerte construida (el realizador recupera las riendas en la fase de montaje, tendiendo una trampa al azar, dominándolo, Burch dixit) o el azar diseñado, testifican la maestría cinematográfica.
Si el ilusionista no hubiese fracasado en Londres, no habría estado deambulando y no hubiese encontrado al noble escocés. Como consecuencia, tampoco hubiera tenido la oportunidad de conocer a la chica en el pub y ésta no se hubiese convertido en su acompañante, lógicamente no habría vivido sus desventuras en la gran ciudad y no se hubiera transformado en reclamo sentimental, que no sentimentaloide, del objetivo del ilusionista para su cuidado, enfrentándose a otros menesteres laborales (trabajar en un taller mecánico por ejemplo) y en definitiva, no hubiésemos asistido a los magníficos momentos cómicos que atesora el film. Algunos estructurados a través de gags sencillamente geniales y otros, complejamente deliciosos. Utilizando un conejo, conector relativo con el universo Disney aunque alejándose de su forma trasformándolo en carnívoro como protagonista de un slapstick. Cuando el roedor escapa de la chistera, siendo consciente el espectador veterano de que la colisión desternillante se va a producir, o bien cuando focaliza la inquietud de su dueño por el lagomorfo, que piensa que ha sido sacrificado y convertido en cocido por la niña inconsciente a la mirada del espectador que simplemente se asombra de la pericia narrativa, es decir hasta que no aparece el conejo correteando, mostrándose ufano con un trozo de salchicha en su boca, no nos damos cuenta del origen de la preocupación del protagonista.


A media que la trama avanza, lo hace el posicionamiento formal artesanal del dibujo animado, entendido éste como movimiento expresivo cargado de significación. Existe un momento terriblemente cautivador que fuerza el plano a plegarse a una mirada al abismo. El ilusionista se esconde de la niña, que va acompañada de un chico, introduciéndose en una sala de cine que esta proyectando, en ese momento Mi tío (Mon oncle, 1958) de Jacques Tati. El protagonista entra como un vendaval en el oscuro espacio y se detiene mirando la pantalla, profanándola. El plano no sólo se alimenta de la filmografía de Tati, ubicándolo cronológicamente, sino que potencia la intertextualidad del relato, enriqueciéndolo en unos segundos. El plano realizado en el presente (El ilusionista) reverbera su sentido sobre otro plano realizado en el pasado (Mi tío), mostrando el paralelismo significativo formal.


Si bien es cierto que la película no busca a un público infantil y quiera alejarse del canon disneyano, aunque y sobre todo en los backgrounds, le sea imposible lograrlo, ya que continuamente refuerzan lazos con las producciones disneyanas, sobre todo con 101 Dálmatas (1961) y la campiña inglesa también descrita con los signos de la parcelación de la tierra a modo de muro de Adriano, o con Los Aristogatos (1970) y ese París heredero del Art Nouveau y sus formas arquitectónicas realizadas con cristal y hierro fundido, o Los Rescatadores (1977) y su visión modernista del skyline neoyorquino, si que consigue separarse del imperio Disney, o más concretamente de su visión, cuando busca el sentido en el signo y no en su ornamento. Pocas películas muestran tal profundidad formal como esta, plegándose a sí mismas a través de la mirada, autentica creadora cinematográfica.



                                                                                      

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