Uno de los últimos estrenos a los que he podido asistir ha sido éste.
Aunque revisitemos el Oeste, y lo digo con segundas
porque el mismo equipo creativo con Gore Verbinski en la dirección y
producción, Hans Zimmer en la música y Johnny Depp en la actuación y también en
la producción, ya estuvieron en el mítico escenario con Rango (2011), los
resultados son totalmente antitéticos con esta propuesta. El gran problema al
que nos enfrentamos es su tiempo o la percepción del mismo, que irrefrenablemente
lleva consigo los pertinentes desajustes desde un punto de vista narrativo y
lógico, aunque al final la incoherencia sea la auténtica protagonista del Big Finale del relato y sea lo único de
agradecer del mismo. La verdad es que no me importa quién tenga la culpa con el
problema de la duración (aún existiendo sospechosos como Jerry Bruckheimer en
la producción o Terry Rossio y Ted Elliott en el guion, dados a expandir
innecesariamente sus historias), sino lo que de verdad me preocupa es el prepotente
sistema productivo hollywoodiense que permite películas benefactoras de un
excesivo metraje, convirtiéndose peligrosamente en modelos creativos. Y es que aunque este Llanero solitario dure dos
horas y media, uno tiene la sensación
que ha gastado la mitad de su vida contemplándolo.
El relato empieza en una feria de variedades, donde
un niño (Mason Cook) vestido de Llanero solitario se aventura a una de las
innumerables atracciones que contiene el recinto ferial. En ella se encuentra
con Tonto (Johnny Depp), un indio comanche que parece disecado como el resto de
animales que poblaron las llanuras del Western pero que después cobra vida,
convirtiéndose en el motor del relato, esto es, en su narrador. La historia
vista a través de estos testigos disecados, como si el pasado estuviera
congelado en el tiempo, en un instante. A partir de este momento y apoyándose
en su narratario infantil, Tonto irá contándonos la historia del justiciero o,
quizás, lo que él piense al respecto del enmascarado. Con un toque lúdico y
cargado de un heredado humor legado por un tal Sparrow (existen momentos que
nos recuerdan al simpático caradura cuando Tonto entra en acción como en la
persecución de trenes, imitando el andar y la resolución al problema con la
flema británica que caracterizaba al pirata), se nos presenta un proceso
desmitificador sobre la historia de una nación. América del Norte se construyó
a razón del mito y su eliminación a través de aquellos elementos erosionadores
que proporcionaron, no obstante, la evolución que necesitaba para convertir a
un conglomerado de inmigrantes en todo un imperio. Uno de estos iconos fue el
Ferrocarril y su desarrollo. Más que a través de su construcción, que lo es, a
través de su destrucción allí por donde pasaban sus raíles. No sólo en cuanto a
cambios naturales sino también en vidas humanas (de esto saben mucho las
comunidades indígenas indias y las extranjeras chinas). Por lo tanto el caballo
de hierro se erige como el enemigo, un puente por donde no sólo el progreso
sino también la corrupción invaden el territorio. La narración se vuelve
episódica y previsible, mutando la descripción del relato en una fuga narrativa
de venganza y odio, previsible en el género por otra parte, donde los malos lo
son mucho (la secuencia de la extirpación del corazón por parte del villano
Cavendish, William Fichtner, se la podían haber ahorrado) y los buenos llevan
máscara (como le dice Tonto, “estamos
viviendo tiempos en los que la justicia lleva una máscara”, palabras
certeras y actuales en los tiempos que vivimos) o parecen unos outcast (el
propio Tonto o el personaje que interpreta Helena Bonham Carter, Red
Harrintong, dueña de un burdel), una panda de inadaptados por la sociedad puritana
que está empezando a formarse a los márgenes de la frontera y auspiciada por la
presencia del ferrocarril. Esa misma sociedad que años después acabará en
guerra fratricida. Por tanto la insustancialidad se adueña de todo el recorrido
narrativo de la película hasta llegar a la traca final. Hasta ahora, el relato
había discurrido por unos cauces más o menos “realistas” (enfrentamiento entre
la ley y el orden, la diferencia de puntos de vista entre los dos hermanos
frente al crimen, la aridez del paraje que amplía la dureza de vivir en el
mismo, el arribismo político que utiliza al ejército como peón de su ambición o
la avaricia de unos en detrimento de la salvación de otros, etc, etc) pero será
en la secuencia que finiquite el film donde el poderío visual y efectista dará
la mano a la situación más surrealista de toda la función. Y es que esta nueva
adaptación del serial El Llanero Solitario, tiene que dejar a un lado la
pretenciosidad de querer representar con el mayor verismo posible unos hechos,
para dejar paso a la diversión que nos hipnotizaba cuando éramos más jóvenes
con el material original. Es lo que de verdad está esperando el espectador
durante más de dos horas, que se empiece a escuchar la Obertura de Guillermo
Tell del maestro Rossini y que veamos a Silver empezar a hacer de las suyas
junto al Llanero solitario. Es el nacimiento irracional de un recuerdo, una
secuencia que nos conduce a aquel pasado más remoto donde podíamos ver a ese
caballo blanco cabalgar por los tejados de las casas o saltar sobre los vagones
de un tren en movimiento, mientras su jinete disparaba a diestro y siniestro a
los malos. Todo lo que va detrás es una longeva pérdida de tiempo.
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