“¡No sabéis lo que viene!... y nos
mandará a la Edad de Piedra.”
El ingeniero Joe Brody (Bryan Cranston) en la película.
Me tengo que sincerar. Iba con dudas a ver esta nueva
versión de Godzilla (2014), sobre todo después de otras versiones con la misma
especie o de igual carácter destructor. Además, si a eso le sumamos el
detallito de la carpeta vacía como regalo en el pase de prensa por parte de la
organización, enseguida puse a funcionar mi proceso subjetivo analítico
relacionando su inexistente contenido con el que podía existir en el film. Pero
todo se fue disolviendo, igual que esa espesa niebla que arropa al ser
antediluviano en varias ocasiones en la película, descubriendo un producto
digno, entretenido (me recordó a otro reboot,
el de Star Trek de J.J. Abrams) y sobre todo confrontándome con una mirada.
¿Qué es el cine sino una mirada, un punto de vista?
O más que una mirada, su construcción. No nos
engañemos, he empezado con una verdad, la mía. Nos encontramos ante un producto
de entretenimiento cien por cien hollywoodiense, cargado de efectos especiales
y visuales donde por primera vez se ha visto un uso correcto del 3D, aquel que
no sirve absolutamente para nada salvo como cebo económico para las salas. Por
lo tanto no estamos ante una obra maestra y con el paso de los años, quizás
nadie hablará de esta película ni siquiera de esta crítica, pero eso no es
óbice para que podamos descubrir pequeñas piezas conformando un puzle más que
interesante, dejando a un lado los lugares, decorados artesanales o digitales
que están a punto de ser detonados para el disfrute del vulgo. Existen
ridículos momentos a lo largo de la narración que bien podrían haber sido
eliminados, como la secuencia del tren que pasa por encima de la ciudad (tantas
veces repetido en otras ficciones), donde el protagonista tiene que reforzar su
papel de héroe, por sí no había quedado claro a la platea, y multiplicar su
nivel de heroicidad rescatando a un niño que torpemente se ha separado de sus
padres, y que destino narrativo por medio, regresa a los brazos de sus
progenitores del mismo modo. Pero enfocándonos en esos minúsculos objetos que
dan sentido a la trama, desperdigados a lo largo de la misma y reforzándola,
puede que seamos capaces de disfrutarla de otra manera. Serían un reloj o un
simple cartel de feliz cumpleaños los que nos avisarían del proceso
constructivo que nos llevaría a esa mirada antes citada. Aparecen desde el
principio, el primero sobre la palma de la mano del doctor Ichiro Serizawa (Ken
Watanabe) y el segundo siendo arrastrado por la mano del niño (C.J. Adams) que
luego será el protagonista. El tiempo como representación congelada de un hecho,
la bomba de Hiroshima, que carga el personaje del doctor japonés durante toda
la diégesis y el cartel como elemento sorpresivo hacia un padre demasiado
ocupado en su trabajo. La sorpresa funciona como herramienta de suspense, que
será el género por donde andará toda la primera mitad de la película. El niño
escondido con su cartel de cumpleaños para que no le vea su padre, es
aterrador. Su mirada lo dice todo, está cargada de miedo al fracaso de no
cubrir las expectativas de su padre. Está ante su primer Gozdilla particular
pero habrá más oportunidades. Más tarde la tragedia se cierne sobre la familia
y será el propio padre (Bryan Cranston) quien observe el cartel carbonizado,
colgado aquella fatídica mañana donde se produjo el escape radioactivo. Tenemos
a dos personajes heridos y sus llagas reforzarán su presencia en la historia.
Por un lado el japonés que perdió a su padre en Hiroshima y por otro el
teniente norteamericano Ford Brody (Aaron Taylor-Johnson) que perdió no solo a
su madre sino a su padre en la central nuclear. En ambos casos la energía
atómica es la causante de la tragedia y también fue el origen metafórico de la
primera película japonesa que inició todo la saga (Japón bajo el terror del
monstruo, Ishirô Honda, 1954). Que sea un oriental y un occidental los que se
ayuden frente a un peligro común no dice mucho, pero sí lo que descubrimos acerca
del titán japonés. El director Gareth Edwards, curtido en el campo del documental
y en la producción de bajo coste inglesa ya nos sorprendió con su primer salto
(Monsters, 2010) en Sitges, y vuelve a hacerlo jugando con las perspectiva del
aficionado al Kaiju y al que no lo es tanto. No estamos ante un nuevo
Spielberg, cosa que sí parece que se ha convertido el señor Abrams y también en
un nuevo Lucas por lo que nos espera. Aquí se juega con otro tipo de truco. La
aparición de niños siempre son un problema pero Edwards lo soluciona
rápidamente, cortando por lo sano. No le interesa lo más mínimo. De hecho no
cuenta cómo se han encontrado el padre y el hijo y dedica muy poco tiempo al
lacrimógeno encuentro con su mujer. Y aunque es cierto que se apoye en el compositor,
Alexander Desplat, como lo podría hacer Spielberg con Williams, para regalarnos
secuencias magistrales como la caída del comando, que nos recuerda con las
luces rojas que más que descender a la ciudad de San Francisco, lo hacen al
infierno apoyándose en una partitura atonalmente dantesca, que emula al maestro
Ligeti, o cuando es rescatado el protagonista de las aguas, colgado como si
ascendiera a los cielos, todo lo envuelve un manto sugestivo de irrealidad
pocas veces visto en un film de entretenimiento puro y duro. Pero no estamos
ante magia sino truco y a veces se nota. Se han aprovechado de la figura de
Gozdilla (desde el primer tráiler que lanzaron) para hacernos creer que es el
malo de la función (legado erróneo) hasta que nos damos cuenta que, más bien
está para ayudarnos, es el sumo aliado humano (legado correcto, el de las
películas de la Toho). Hablo de legado porque la película funciona como
trasmisión generacional de aprendizaje entre un padre y un hijo, pero a su vez
también es una prueba de fe entre ambos.
El hijo piensa que su padre se volvió
loco al perder a su madre y está continuamente buscando excusas para saber la
verdad de lo que ocurrió. Pues bien la verdad al final será revelada sobre una
mirada de unos pocos segundos de duración. Es la mirada de un hombre frente a
la de un monstruo. El hijo ve representado en el animal, ya no solo a la fuerza
de la Naturaleza que estuvo asustando a generaciones de espectadores del siglo
pasado, sino a la incontestable razón de su padre. Es refutar el hecho demente
de que no estaba loco, que era verdad que había algo más en la desaparición de
su madre. Gozdilla deja parte de la ciudad en ruinas pero se aleja
sumergiéndose en sus aguas, regresando a una cierta calma. El orden retorna a
la Tierra porque un dios ha venido a salvarla y también ese cruce de miradas
son las correspondientes a dicho dios y a su adepto.
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