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viernes, 5 de septiembre de 2014

CONSTRUYENDO UN LEGADO.


Madrid, ocho y media de la mañana del dos de septiembre de dos mil catorce. La gente empieza a desperezarse de los asientos del cercanías. Torpemente se ponen en pie y escupiendo bostezos esperan a que se abran las puertas del tren. El pitido da la bienvenida a los nuevos pasajeros y se despide de los antiguos. Camino hacia la escalera con un propósito, buscar a un hombre o mejor, su nombre. Buscar la obra no a la persona, entre otras muchas cosas porque esa persona forma parte del panteón subliminal de la maestría cómica de este país, tanto literaria como cinematográficamente. Quizás lo más difícil de mi búsqueda es la consciencia de buscar algo que no se puede encontrar, voy dando palos de ciego en busca de un fantasma.
Ocho y cuarenta de la mañana. Continuo y me pierdo entre la multitud pero existe algo que me hace desenredarme de la masa. Las cejas de un niño, de no más de nueve años, se desploman sobre las páginas de un libro. No me paro a saber de cuál en concreto pero me fijo en su rostro implacablemente atento. Se encuentra en la marquesina esperando su autobús. ¡Qué envidia me transmite! ¡Qué independencia frente a la realidad que lo circunda! ¡Qué poder tiene aquello que está leyendo para aislarle de gritos, pitidos y demás ruidos pertenecientes a la fauna urbana! Sigo caminando, buscando al señor Neville. Paso de largo por una de las múltiples entradas que posee un centro comercial famoso en este país. La gente sale de la boca del metro más cercana y se agolpa delante del lugar. Empiezan a empujarse sutilmente. Se sienten impacientes dispuestos a conquistar el interior del lupanar comercial. Una persona, ¿un valiente? se desgaja del grupo e intenta abrir una de las mil puertas que tiene la entrada. No puede todavía quedan dos minutos para la apertura consumista. Un instante para mí y una eternidad para él. Cabizbajo regresa al nido y se integra en el engranaje grupal mientras que un compañero deja escapar una sonrisa maliciosa a su incorporación. Prosigo mi camino y llego a una columna de humo humana. Grupos de estos seres se encuentran fumando sin parar. Algunos sedientos de nicotina empiezan a encender alegremente sus cigarrillos frente a la tristeza de otros, que tienen que tirarlos porque su receso ha finiquitado. Un ejército de colillas se desparraman por el espacio, consumidas algunas arrugadas y pisoteadas otras, dibujando sobre el cemento su sello de sangre negra. ¡SE PUEDE APARTAR! Miro a una mujer de mediana edad intentar barrer la zona donde estoy. Como no, le respondo y huyo del sitio, siendo engullido por una de las puertas del titán comercial. Entro ilusionado por encontrar lo que quiero buscar pero tras explorar estantería por estantería, ni rastro del señor Neville. Me siento vacío y eso es peligroso para mi bolsillo. Salgo del centro comercial y miro mi reloj. Han pasado un par de horas pero no desfallezco. Como si leyese mi pensamiento, otro centro de diferente cadena comercial se anuncia ante mi abatido rostro. No tardo en adentrarme en su interior y enseguida pienso en esa primera persona que quería entrar en el otro centro y pienso, ¡esa persona era yo! Deambulo por los pasillos y pronto me encandilo con otro señor, uno norteamericano del cual también quería saber algo hace tiempo, Mr. Anderson. Su obra me hipnotiza o más bien a mi paupérrima economía haciéndome comprar tres de sus obras cinematográficas, las más recientes. ¡Qué traición al señor Neville! No desfallezco, y aunque muestro signos de debilidad con otros autores, ya no solo del mundo del cine sino de la literatura o del cómic, me alejo del lugar. Me adentro en el metro y prosigo mi búsqueda. Un joven acordeonista con perilla me da la bienvenida con un tango de Astor Piazzolla. ¡MENTIRA! ¡Más quisiera yo! Los cuerpos de seguridad privada del transporte público madrileño se han encargado de eliminar al ejercito musical nómada de sus dependencias. Me viene el poder del símil. ¡Cuánta creatividad desperdiciada! Mientras me pierdo en las tripas de la capital, pienso en la cantidad de gente potencial que tiene que exiliarse de este navío que naufraga culturalmente llamado España. Si, la primera víctima de esta crisis fue y es la cultura y no empezó en la década anterior, lleva mucho tiempo con nosotros, el tema económico es una de sus causas.
Termina mi periplo en el metro y una oleada de calor me golpea la cara impunemente al salir. Estoy cansado y con ese sentimiento me adentro en el último centro comercial. Nada, ni rastro del señor Neville. Pienso en mi último cartucho mental y pregunto a una de las "señoritas" dependientas si existen obras de Neville en otros centros próximos a donde me encuentro. ¡Eureka! Existen varias en el de Princesa. Solo se me ve la estela de mi presencia porque salgo disparado de allí. Termino la jornada con dos films de Edgar Neville (La vida en un hilo, 1945 y El crimen de la calle de Bordadores, 1946) y tres de Wes Anderson (Viaje a Darjeeling, 2007, Moonrise Kingdom, 2012 y El gran hotel Budapest, 2014). Al final he tenido éxito pero desplazo mi mirada hacia un niño que dirige su biberón, de dos asas hacia su boca y bebe sediento el preciado líquido a la una del mediodía de un verano caluroso. Me acuerdo de mi hijo y me pregunto qué le contaré de este día y enseguida pienso que he fracasado, el consumismo ha vencido en una tórrida mañana. No he encontrado a Edgar ni a Wes, sino unas copias de sus obras que alimentaran mi ego coleccionista. Con el paso del tiempo irán siendo rodeadas por mantos de polvo y lentamente se quedaran olvidadas en algún rincón de mi enciclopedia cinéfila. El verdadero lugar donde uno puede encontrar a estos señores es en los cines o en los museos cinematográficos llamados filmotecas. Es ahí donde uno aprende a mirar y ver el séptimo arte. El cómo hacerlo es otra cosa. Siempre que persistan estos lugares, habrá alguien como yo que ande buscando fantasmas en los lugares equivocados y describa un pedazo de vida a su alrededor. Mañana seguiré buscando y pasado se lo contaré a mi descendencia. Ese será mi legado.

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