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jueves, 10 de noviembre de 2016

Día de estreno. El ciudadano ilustre o la sonrisa de Borges.


A Daniel Mantovani (Oscar Martínez) le conceden el premio nobel de literatura, y contra todo pronóstico, su carrera se estanca inmediatamente. Sufre una depresión generacional (dice en Estocolmo que recibir el galardón es como sentirse en el ocaso de su carrera) sumiéndolo en una sequía narrativa. Han pasado tres años y sigue sintiéndose desmotivado y desganado, ya no sólo creativamente sino emocionalmente. Camina por una Barcelona desangelada como si fuese un fantasma, un ente deambulando, cuyo máximo aliciente es detenerse en un parque y, como ese espejo borgeniano que siente el horror al ver como su reflejo es expulsado de su orla, contempla afligido un flamenco muerto, flotando en un lago. Como punto de partida el símbolo animal. El flamenco como elemento que asocia la idea. El escritor se encuentra fosilizado, sin tener ningún tipo de motivación ni aliciente (su vida se podría resumir en ese encuentro con su secretaria negando todo acto autorreferencial de su obra a las instituciones públicas y privadas del mundo) pero una carta de su pueblo natal, Salas, lo hace desperezarse y lo lleva a coger el primer avión que lo transporte a su huida Argentina. Nace la esperanza, quizá al fin y al cabo Daniel  no sea ese flamenco difunto. Una pregunta pulula durante toda la trama: ¿por qué no regresó a su pueblo en cuarenta años? Juguemos con El ciudadano ilustre (2016) a averiguarlo.
El escritor inicia un periplo hacia su pueblo pero también a su pasado. Es un trayecto físico y psíquico de vuelta hacia lo que dejó. Pero lo bueno de la película de Gastón Duprat y Mariano Cohn es su falta de sentimentalismo. Aquí no estamos ante un regreso triunfal del hijo pródigo, aplaudido por sus vecinos y querido por todos. No. A lo que nos confronta la historia es a una fábula metanarrativa: el origen mismo de la verdad narratológica, cómo se construye y cuáles son sus mecanismos. Y sobre todo, ¿cómo se puede sobrevivir después de hallarla? La historia está estructurado sobre el carácter clásico por excelencia: el género, dividida en sus tres actos. En la presentación, además de introducirnos al personaje(s), podríamos tener su realidad social adscrita. Un pueblo lejano a la capital donde la corrupción urbana es sustituida por un caciquismo rural. Es una especie de “realismo” pero no nos confundamos, no nos encontramos ante una crónica del tipo Historias Mínimas (2002) de Carlos Sorín. El retrato costumbrista y amable de unas gentes es sustituido por un espacio hosco donde sus pobladores presentan una sequedad emocional (ese padre que intenta pedir dinero al escritor para comprarle una silla mejor a su hijo tetrapléjico, poniéndolo como si fuese un escaparate sentimentaloide o esa lolita púber que no duda en acostarse con el propio escritor al primer encuentro, sin olvidarnos de ese amigo de la infancia que no ha superado su tara machista de juventud, mostrando a su esposa como si fuese un trofeo) que puede llegar a resultar hiriente.


En el planteamiento o nudo, descubriremos la subtrama romántica de confrontación entre dos pretendientes y un mismo amor pero otra vez, no esperemos un film a lo Campanella. Simplemente un beso tímido y pulcro dado por Daniel a Irene (Andrea Frigerio) será la máxima erótica del relato, recordándonos, otra vez a Borges, ese verso de Los Justos: “Esas personas, que se ignoran, están salvando el mundo.” Y por último la pesadilla. El final bien podría ser un cuento de venganza y terror con esa niebla y esa noche digital, granulada en su formato que nos recuerda al Haneke más mortal y al Tarantino más desatado o quizás en la lejanía, al Peckinpah de Perros de paja (1971) o al Boorman de Defensa (1972) (existe un personaje asocial que se enorgullece de imitar a un chillido porcino). Una especie de rey borgeniano ajusticiado por el hacha. Pero una y otra vez los creadores de la película no nos quieren engañar (y eso es de agradecer) porque la división capitular de la historia, así como su ejercicio genérico desnortado sólo nos conducen a la revelación suprema: la verdad no existe y por tanto tampoco su realidad. Daniel llega a decir que el arte es el cuestionamiento de lo que nos rodea, pues bien ese agnosticismo realista se apoya en uno creativo, dudando del hecho y confiando en algunas de sus interpretaciones, de las cuales, las más populares, las que mejor convenzan serán las elegidas para representar esa “veritá” narrativa. El personaje de  Cacho (Manuel Vicente) lo escenifica perfectamente. Antes que intendente es un diplomático, antes que político, un negociador nato como muy bien refleja la resolución del concurso de pintura que cierra la estadía del escritor en su patria. Porque la trama es consecuente con lo que quiere contar, un viaje cíclico que termina como empieza, con un discurso. Y ante eso, también la típica verborrea argentina es sustituida por un lacónico gesto, una ligera sonrisa inclinada “giocondada” del protagonista mirándonos frontalmente, rompiendo la cuarta pared increpándonos con su osadía, una certeza: la imposibilidad de la verdad pero  de las verdades.


Sólo en ese momento somos conscientes del armazón narrativo. Sólo a esa altura de la película puede nacer la anagnórisis del relato. Uno, por cierto, que le hubiera gustado a José Luis Borges (1899-1986), o por lo menos la secuencia en la que Daniel esperando a ser rescatado del tedio, cuenta a su chofer un cuento a la luz de los faros del coche pinchado. Decía el escritor universalmente bonaerense en su Elogio de la sombra que “Vivo entre formas luminosos y vagas que no son aún la tiniebla.” La luz directa alumbra la mitad del rostro de Daniel y la otra la anega a una oscuridad inquietante. A medida que el relato es narrado, pareciese que se va transformando en una especie de Doctor Jekyll y Mister Hyde. Volvemos a Los Justos: “El que agradece que haya en la tierra Stevenson.” Y es que Borges reverbera en toda la trama e incluso aparece en una foto, en el video cutre de presentación del protagonista a su pueblo, sonriendo también tímidamente. Y bien, ¿ya sabéis porque no regresó Daniel Mantovani a Salas en tanto tiempo? O mejor dicho ¿Es verdad que se marchó o no?

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