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viernes, 9 de marzo de 2018

DÍA DE POST-ESTRENO. LA FORMA DEL AGUA. HACIA UNA ABSTRACCIÓN.


De lo que trata es de lo de menos […]. Lo que pasa con lo que trata es lo más importante.
                                                                                                          Guillermo Del Toro.

Desde el título se nos ofrece una entelequia y desde su misma génesis, ese piso de Elisa (Sally Hawkins) sumergido cual Atlántida emocional, su representación. El elemento líquido no tiene forma. Lentamente, como si se tratase de un rebobinado sensorial hacia atrás, las aguas vuelven a dejar el contenido sobre la superficie, el continente narrativo puede empezar. Elisa manipula en varias ocasiones el tiempo, bien preparando su despertador o su huevo electrónico, convirtiéndose en la garante de la parábola, es decir, su protagonista y, de esta manera, el escenario queda engullido en una abstracción sublime, la temporal: los años sesenta norteamericanos del siglo pasado. Pero no sólo en su contexto político (la guerra fría) o social (la supremacía machista), incluyendo el componente ideológico (el racismo, en palabras del director: “El otro simplemente existe por ideología, es lo único que te permite pensar en una rivalidad entre dos humanos, […] te permite la violencia, la separación”.  ), sino también en sus espacios. Ahí tenemos la geografía claustrofóbica de los apartamentos de Elisa y su vecino Giles (Richard Jenkins); lugares antitéticos donde el de ella bien podría representar al agua con sus humedades y tonalidades azuladas y el de él, al aire donde la calidez irrumpe en cada plano y donde el día es perenne, incluso en secuencias de noche. Ambas geografías comparten un mismo ventanal pero son distintas una vez que te introduces en sus interiores.


No podemos dejar de mencionar el “sanctasanctórum” Orpheum, donde se proyecta un cine dominguero, o los interiores del laboratorio gubernamental, proponiéndonos asideros estéticos/éticos para mostrar una realidad pre-fabricada: el nacimiento del concepto  bigger than life, de alguna manera alimentado por el american way of life. Existe un plano donde Elisa está esperando el autobús y está sentada al lado de un personaje orondo, que porta una gran tarta de cumpleaños rodeado de globos y completamente solo. Nada es gratuito en esta ficción nos lo recuerda Del Toro, “la película está ambientada en 1962. […]. En ese año se está cristalizando un sueño que nunca llega a realizarse. El sueño de la abundancia suburbana, de los coches, de la carrera espacial… América puede ser grande, aparentar un progreso.
Podríamos decir, por tanto, que el director azteca es uno esteta y su filmografía lo corrobora, realizada con esmero y dedicación a un género, el fantástico. Sus historias muestran cariño y devoción por una cierta artesanía narrativa que desnuda su pasión creativa. Son característicos sus golpes de violencia como esa porra electrificada que deja un reguero de sangre sobre el lavabo, pero también los de humor protagonizados por la “verborreíca” Zelda (Octavia Spencer), custodia de la comicidad de la historia con su despreciable “Brewster”, así como aquellos de una locura contenida inusitada como cuando el agente Strickland (Michael Shannon) se enfrenta a sí mismo delante de un espejo, mostrándonos su carácter esquizoide paranoico, y es que no tendría que extrañarnos que a menudo se apoye en los cuentos, palimpsestos narrativos excepcionales, para alegorizarlos. Guillermo nos advierte de su “modus operandi”: “La estética no es independiente del contenido, es parte del mismo en contar una historia, que es lo que dicta la forma de narrarla. […] La clave de una estética es que venga del contenido.” ¿Y cómo hacerlo? ¿Cómo mostrarlo? Muy fácil, insinuándolo.


Nos adentramos en lo abstracto. Y no me refiero al arte abstracto sino, más bien a una cualidad que deambula a lo largo del metraje excluyendo al propio sujeto del mismo. Existe un número musical que metaforiza el sentimiento de Elisa por la Bestia (Doug Jones). Esa secuencia responde a la representación subjetiva de la actante excluyéndola para contemplar su pensamiento. Es uno de esos momentos mágicos por donde se filtra el discurso artístico del creador. La estética da la espalda al texto. Es un hiato narrativo de tinte “brechtiano” consciente de un hecho: soñar dentro de una ficción. Ella sentada se arropa en la oscuridad y se formaliza el milagro. Un cambio cromático en el mismo plano, apoyado por un movimiento de cámara, muta su geografía en escenario musical. Y es que, más que el fantástico, habría que hablar de otro género, el musical. Regresemos a las palabras del mexicano: “Es un momento en el que USA se define a través de la mitología mediática, es decir, la transformación de cómo se mira así mismo un país a través de la televisión, el cinematógrafo o la música.”


Existen infinidad de planos donde los personajes están viendo un show musical o directamente un musical delante de una televisión, como si solamente estuvieran trabajando para malgastar sus vidas  en el poder catódico convirtiéndose en esclavos de una realidad alternativa. Una amable donde ellos mismos ejemplarizan lo contemplando, imitándolo perfectamente en pareja sentados o solitariamente, andando hacia el trabajo. Son seres felices, abstrayéndose de una realidad tormentosa que cuando tienen la oportunidad de relacionarse en sociedad, genera la tragedia, la exclusión racial o sexual. Pero todo eso cambiará a partir del momento en el que Elisa tome la decisión de rescatar al espécimen amazónico. Esa representación banal, cotidiana, bañada en neón, se disolverá en pos de la acción. El espectáculo da comienzo. El suspense hace acto de presencia en el desafío. La espectacularidad otorga una fidelidad en el espectador clásico, más interesado en la trama de espionaje ruso, o de sí podrán salvar a la Bestia de las garras del agente Strickland. Y es en ese momento cuando el relato permite más imperfecciones, naufragando sus intenciones en determinadas situaciones, forzándolas. Como el momento en el que el doctor Hoffstetler (Michael Stuhlbarg) delata a aquellas que había subido al olimpo de la bondad por haber rescatado a la Bestia. Pero también aprueba otras excepcionales, como la anagnórisis que sufre Giles optando por un bando, después de haber comprobado que él también pertenece al otro lado, a la otredad, junto con Elisa y su compañera negra, Zelda  y de la Bestia, alegoría mítica del “otro”. Y es que La Forma del Agua, siendo una historia de amor, también habla de la aceptación del otro. De la tolerancia y su compresión, ya seas hombre o mujer, ya seas humano o monstruo, de la índole sexual que seas. Al fin y al cabo, el reconocimiento es el saber más abstracto que nos rodea.


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