Buscar este blog

martes, 20 de noviembre de 2012

ENTRE LA IMPERFECCIÓN Y EL DETALLE.

¡Qué cariño le tengo a esta película! No sé si coincidió con mis estudios de cine hace tiempo, donde tuve la oportunidad de verla en una pequeña sala de cine en Madrid, o después en varios pases en la Filmoteca Nacional, no lo sé, pero el film de Polanski ejerce un flujo hipnótico en mi. Aquí os dejo por tanto la segunda crítica inédita que hice.




     “Hasta donde me alcanza la memoria, la línea entre la fantasía y la realidad ha estado irremediablemente desdibujada. Cuanta más fantasía tienes, más real te haces”.

                                                                                                Roman Polanski.

     En un trineo tirado por dos caballos viaja el profesor Abronsius (Jack McGowran) junto a su pupilo Alfred (Roman Polanski), en busca de vampiros por la nevada Transilvania Hammeriana. Desde el comienzo, el director marca las coordenadas que definen a sus dos héroes y el espacio que los circunda perfectamente, levantando la tramoya de la ficción. La imperfección representada en los actantes (los seres que pueblan las ficciones del polaco son psicóticos, cobardes, ladrones, irascibles, atontados, etc, etc), cuestionándoles desde el origen genérico mismo, desde la posición privilegia del protagonista, portador de la mirada del espectador y por lo tanto intocable, y el detalle como faro a seguir en su descripción de un mundo. Es como si un voyeur nos descubriera un universo a través de un escondrijo, la cerradura de una puerta o el hueco de una ventana. Es la emoción de observar un escenario sin ser detectado, tema crudamente del gusto del director. El poder cobarde de la pasiva contemplación frente a la acción a contemplar. Un elemento sustraído de la realidad vivida, o más bien, sufrida de Polanski, evocando los horrores del gueto de Varsovia en su niñez, donde los presenció escondido, trasformándolo en ficción hereditaria en su filmografía; su tercer cortometraje (Usmiech zebiczny, 1957) consiste en un joven que espía a una mujer desnuda a través de la ventana de un cuarto de baño. Alfred hará lo mismo en el baño compartido de la posada de Shagal (Alfie Bass), espiando a su hija Sara (Sharon Tate) por la cerradura. De una manera hitchcockniana, el director polaco implica al público, permitiéndole asomarse al abismo; no ofrece respuestas sino preguntas, invitando a mirar mejor la condición humana como ha señalado Christopher Sandford en su libro sobre el cineasta polaco, Polanski. Biografía. (TyB. Editores).
Regresemos al carruaje del principio, autentico contenedor de las intenciones de los héroes polanskianos. El viejo estudioso de Konisberg duerme congelado en sus sueños, mientras su alumno más aventajado (aunque cueste creerlo), se despierta al primer aullido. El miedo llama a uno mientras soñolienta al otro. El pávido empieza a ponerse nervioso a medida que una pequeña jauría de lobos se acerca peligrosamente, hasta el punto de hacerle perder el paraguas, autentica arma defensiva contra las fieras. El temerario sigue inconsciente al ataque animal. Uno representa la acción y el otro la pasividad. Aquel que actúa, aunque lo haga bajo unos parámetros nada heroicos, ante las situaciones más inverosímiles, como el ataque de un vampiro homosexual por ejemplo, frente a la inercia del sabio, que duerme, sin percatarse del peligro, se convierte en un ser pasivo de la acción, literalmente no va con él. A lo largo de la estructura narrativa lo observamos despistado, en la persecución final, se detiene, maravillado, mirando a unos murciélagos dormitando en las catacumbas del castillo, ajeno a la amenaza de los chupadores de sangre. Parece vivir aislado del mundo, viviendo un universo alternativo donde los malentendidos con su alumno son constantes. A través de sus diálogos comprobaremos, fehacientemente, la presencia de la incomunicación absoluta. En uno de ellos, tanto el profesor como el alumno, pasan a hurtadillas, espiando al subalterno del conde haciendo su trabajo, construir ataúdes, y se cuestionan el porque de tal fin:

                                                                 Alfred
                            Pero eso es un ataud… ¡Oh, ella ha muerto! ¡Ha muerto!

                                                                 Abronsius
                            ¿Quién ha muerto?

                                                                 Alfred
                             Sara.

                                                                 Abronsius
                             ¿Cuándo?

                                                                 Alfred
                            ¿Cuándo qué?

                                                                 Abronsius
                             Ha muerto Sara.

                                                                 Alfred
                             ¡Oh Díos mío!

En un corto diálogo, aunque se podría designar como dos monólogos, ya que ambos personajes parecen mantener dos conversaciones paralelas sobre el fin de Sara, tanto Gérard Brach como Roman Polanski crean un autentico escenario de lo incoherente que bien podría a ver agradado al autor de Esperando a Godot, Samuel Beckett. Pero no nos olvidemos del hábitat que engulle a los protagonistas y su manera de contigüidad.
El paisaje montañoso abre el telón para descubrirnos un mundo solitario donde reina el miedo, desde un punto de vista geográfico, la descripción detallista de los alrededores rocosos, con una expedición de esquí por parte del profesor y su ayudante, que rememora la experiencia juvenil de Roman con los boy scouts, bien acompasada con las felices notas de la partitura de Krzysztof Komeda, hasta el periplo interior en el castillo del Conde Von Kroloc (Ferdy Mayne). Desde las diferentes habitaciones, pasillos, salón, biblioteca, o incluso almena de una de las torres, pasando por la enumeración detallada del interior de la posada con sus intrincados pasillos de madera. Y desde un punto de vista humano, el que conforman los variados habitantes de la región que se guarecen de la inclemencia del tiempo o de una amenaza exterior, que callan temerosos. Todo influye a la hora de contar una historia y Polanski lo hace francamente bien, apoyándose en esa deconstrucción aproximativa al origen mismo del héroe y al dandismo descriptivo de la geografía que lo alberga, potenciándolo desde el principio, desarrollándolo a lo largo del nudo (la secuencia de la posada, escenario de las infidelidades del libidinoso Shagal transformando la estancia en una sucesión de momentos surrealistas, autenticas puertas lubitschanas) y en el desenlace, finalizando la historia donde empezó, configurando un absurdo círculo vicioso.
La última secuencia engloba a tres personajes como la primera y el trío se desplaza por la nieve con el mismo vehículo, un trineo, diferenciándose solamente en el peligro a escapar, aquí una horda de vampiros y en la secuencia del principio una manada de lobos. Los elementos son iguales pero diferentes en su significación.
 Alfred, inconsciente del peligro que porta, sólo esta feliz de haber conseguido a su amada; Sara despertará de su sueño para morder a su “héroe” expandiendo el vampirismo por todo el mundo, y como reverbera la voz en off, gracias al profesor Abronsius, que se mantiene impertérrito ante los acontecimientos, como de costumbre. La acción del héroe se muta en pasividad, dejándose morder por la activa Sara. Por mucho que el protagonista intente arreglar las cosas, siempre se encontrará en un callejón sin salida, parece decirnos el director, entroncando con la idea pesimista de la condición irreductiblemente imperfecta de la sociedad que ahoga al individuo de uno de sus escritores de cabecera, el filósofo Bertrand Russell. La sombra de la fatídica noche del 8 de agosto de 1969 se aproximaba. El camino de la imperfección será el trayecto del director durante toda su vida, describiéndolo, eso sí, detalladamente en su filmografía.


No hay comentarios:

Publicar un comentario