“Hasta
donde me alcanza la memoria, la línea entre la fantasía y la realidad ha estado
irremediablemente desdibujada. Cuanta
más fantasía tienes, más real te haces”.
Roman Polanski.
En un trineo tirado por dos caballos viaja
el profesor Abronsius (Jack McGowran) junto a su pupilo Alfred (Roman Polanski), en busca de vampiros por la nevada Transilvania Hammeriana. Desde el comienzo, el
director marca las coordenadas que definen a sus dos héroes y el espacio que
los circunda perfectamente, levantando la tramoya de la ficción. La
imperfección representada en los actantes
(los seres que pueblan las ficciones del polaco son psicóticos, cobardes,
ladrones, irascibles, atontados, etc, etc), cuestionándoles desde el origen
genérico mismo, desde la posición privilegia del protagonista, portador de la
mirada del espectador y por lo tanto intocable, y el detalle como faro a seguir
en su descripción de un mundo. Es como si un voyeur nos descubriera un universo a través de un escondrijo, la
cerradura de una puerta o el hueco de una ventana. Es la emoción de observar un
escenario sin ser detectado, tema crudamente del gusto del director. El poder
cobarde de la pasiva contemplación frente a la acción a contemplar. Un elemento
sustraído de la realidad vivida, o más bien, sufrida de Polanski, evocando los horrores del gueto de Varsovia en su niñez,
donde los presenció escondido, trasformándolo en ficción hereditaria en su
filmografía; su tercer cortometraje (Usmiech
zebiczny, 1957) consiste en un joven que espía a una mujer desnuda a través
de la ventana de un cuarto de baño. Alfred
hará lo mismo en el baño compartido de la posada de Shagal (Alfie Bass),
espiando a su hija Sara (Sharon Tate) por la cerradura. De una
manera hitchcockniana, el director
polaco implica al público, permitiéndole asomarse al abismo; no ofrece
respuestas sino preguntas, invitando a mirar mejor la condición humana como ha
señalado Christopher Sandford en su
libro sobre el cineasta polaco, Polanski. Biografía. (TyB. Editores).
Regresemos al carruaje del
principio, autentico contenedor de las intenciones de los héroes polanskianos. El viejo estudioso de Konisberg duerme congelado en sus
sueños, mientras su alumno más aventajado (aunque cueste creerlo), se despierta
al primer aullido. El miedo llama a uno mientras soñolienta al otro. El pávido
empieza a ponerse nervioso a medida que una pequeña jauría de lobos se acerca
peligrosamente, hasta el punto de hacerle perder el paraguas, autentica arma
defensiva contra las fieras. El temerario sigue inconsciente al ataque animal.
Uno representa la acción y el otro la pasividad. Aquel que actúa, aunque lo
haga bajo unos parámetros nada heroicos, ante las situaciones más
inverosímiles, como el ataque de un vampiro homosexual por ejemplo, frente a la
inercia del sabio, que duerme, sin percatarse del peligro, se convierte en un ser
pasivo de la acción, literalmente no va con él. A lo largo de la estructura
narrativa lo observamos despistado, en la persecución final, se detiene,
maravillado, mirando a unos murciélagos dormitando en las catacumbas del
castillo, ajeno a la amenaza de los chupadores de sangre. Parece vivir aislado
del mundo, viviendo un universo alternativo donde los malentendidos con su
alumno son constantes. A través de sus diálogos comprobaremos, fehacientemente,
la presencia de la incomunicación absoluta. En uno de ellos, tanto el profesor
como el alumno, pasan a hurtadillas, espiando al subalterno del conde haciendo
su trabajo, construir ataúdes, y se cuestionan el porque de tal fin:
Alfred
Pero eso es un ataud… ¡Oh,
ella ha muerto! ¡Ha muerto!
Abronsius
¿Quién ha muerto?
Alfred
Sara.
Abronsius
¿Cuándo?
Alfred
¿Cuándo qué?
Abronsius
Ha muerto Sara.
Alfred
¡Oh Díos mío!
En un corto diálogo, aunque se
podría designar como dos monólogos, ya que ambos personajes parecen mantener
dos conversaciones paralelas sobre el fin de Sara, tanto Gérard Brach
como Roman Polanski crean un
autentico escenario de lo incoherente que bien podría a ver agradado al autor
de Esperando a Godot, Samuel Beckett. Pero no nos olvidemos del
hábitat que engulle a los
protagonistas y su manera de contigüidad.
El paisaje montañoso abre el
telón para descubrirnos un mundo solitario donde reina el miedo, desde un punto
de vista geográfico, la descripción detallista de los alrededores rocosos, con
una expedición de esquí por parte del profesor y su ayudante, que rememora la
experiencia juvenil de Roman con los
boy scouts, bien acompasada con las
felices notas de la partitura de Krzysztof
Komeda, hasta el periplo interior en
el castillo del Conde Von Kroloc (Ferdy Mayne). Desde las diferentes
habitaciones, pasillos, salón, biblioteca, o incluso almena de una de las
torres, pasando por la enumeración detallada del interior de la posada con sus intrincados
pasillos de madera. Y desde un punto de vista humano, el que conforman los
variados habitantes de la región que se guarecen de la inclemencia del tiempo o
de una amenaza exterior, que callan temerosos. Todo influye a la hora de contar
una historia y Polanski lo hace francamente
bien, apoyándose en esa deconstrucción aproximativa al origen mismo del héroe y
al dandismo descriptivo de la geografía que lo alberga, potenciándolo desde el
principio, desarrollándolo a lo largo del nudo (la secuencia de la posada,
escenario de las infidelidades del libidinoso Shagal transformando la estancia en una sucesión de momentos
surrealistas, autenticas puertas lubitschanas)
y en el desenlace, finalizando la historia donde empezó, configurando un
absurdo círculo vicioso.
La última secuencia engloba a
tres personajes como la primera y el trío se desplaza por la nieve con el mismo
vehículo, un trineo, diferenciándose solamente en el peligro a escapar, aquí una
horda de vampiros y en la secuencia del principio una manada de lobos. Los
elementos son iguales pero diferentes en su significación.
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