No siempre iba a los
cines todos los sábados o los fines de semana a sus sesiones continuas. Para mí
existían, mucho antes de los móviles, portátiles, y tabletas, otras pantallas “virtuales”
alternativas de gran regocijo visual y donde nació el origen y posterior
desarrollo de mi pasión cinematográfica. Los vídeo club de los años ochenta
del siglo pasado fueron mi verdadero bautismo cinéfilo. Los sábados que no iba,
o que no me llevaban, a confrontarme con las pantallas, me quedaba enclaustrado
en ése lugar especial, que hacia perder la noción del tiempo en mí. “Musical
Medina” fue para un adolescente de pueblo, una puerta a otros mundos, o
concretando, una ventana a otras realidades. Dependiendo de la estantería por
la que optase, me podría encontrar nimias claraboyas, convertidas en cintas de vídeo que me permitían dichos viajes maravillosos. Cuando convertí ése lugar
mítico en mi segunda casa, tiempo más tarde y ya en la capital del reino lo
cambié por la Filmoteca, y es que siempre he sido un poco nómada, descubrí la
existencia de tres tipos de cintas con sus correspondientes caratulas y
tamaños, diferenciadas que me atraían poderosamente. Era por esos ventanucos
por donde se filtraba mi imaginación y donde se gestó mi fascinación por las
portadas y los posters de las películas
(ahora sabéis porque me gusta decorar mi blog con este tipo de cinefilia
icónica). Eran los tres sistemas de vídeo domestico que había en el momento, el
sistema 2000, que ya estaba a punto de ser colapsado por los otros dos (¡a las
cintas tenías que darle la vuelta para continuar viendo el film!), el sistema
Beta (que decían que era el mejor) y otro que entraba poderosamente nuevo, el
VHS (y que al final derrotó a los otros dos para convertirse en pasto del DVD
más tarde). Yo tenía un vídeo Beta, así que los otros dos sistemas eran para mí
como la zona prohibida del Planeta de los simios, por eso me atraían más, quizás.
¡Cuantas horas pasaba al día en ese sitio!, rodeado de estanterías que me
doblaban en altura, mirando todo tipo de ficciones, aprendiendo sus nombres,
quien las dirigía y las interpretaba; ¡qué dibujos fantásticos representaban en
sus pequeñas portadas!, incitándote a darles la vuelta y descubrir algún secreto
que llevarte a casa, en las aburridas tardes de una villa castellana. Esa fue
mi infalible génesis popular cinematográfica, muy alejada de la aristocracia
que representaban las escuelas de cine. Mi verdadera escuela cinéfila.
PROGRAMA
DOBLE:
Las dos historias
representan una búsqueda en torno a la figura del Padre, autentico punto de origen
del mapa de las vidas de sus
protagonistas y, curiosamente en ambos casos, son las hijas de éstos quienes
deciden dar el primer paso, adjuntándose a dos prototipos de héroes y a su troupe
de comparsa. Por lo tanto las dos producciones no están tan alejadas entre si,
a menos a un nivel narrativo, técnicamente podríamos diferir, en cuanto que La
Gran Ruta hacia China (Brian G. Hutton, 1982) quizás tenga un poco más de
dinero invertido, pero poco más, ya que se rodó prácticamente en el exterior
(una Yugoslavia transformada en Afganistán, Nepal y China, ahí es nada) y
Guerreros del Espacio (Stewart Raffill, 1984) en el set.
El espacio nunca ha
aparecido tan acartonado como en la ciencia ficción de Stewart Raffill, incluso
comparte el mismo número de nubes y su compacta formación rojiza en todos los
planos, y aunque tras el dinero está uno de los mayores productores del mundo,
John Foreman, me da que con la presencia de este tipo de ejemplos económicos,
no estaba en sus mejores momentos en la Metro. Conscientes de pulular por unas imágenes
calcadas a un nivel manufacturado, no deja de sorprendernos, o por lo menos a
un servidor, la utilización de una historia que va entrelazándose por
diferentes lugares (La Luna de los Piratas, el Sistema Tric…), mezclándose con
diversas situaciones, todas ellas preponderando el componente humorístico, regalándonos
una entretenida hora y media. A destacar la secuencia de la entrada al túnel del
tiempo. Es de una audacia cómica impresionante, rozando el cachondeo
desvergonzado, mostrando a cada uno de los personajes como van envejeciendo
físicamente a medida que la imagen se dispara, acelerando la acción. Y otra
más, sería una realizada desde los márgenes de la ironía sexual. En el espacio
tenemos un universo donde los Templarios se han hecho con su control y capturan
a todo aquel que no piense como ellos, rediseñándolos. Jason y los piratas tendrán
la oportunidad de ser transformados en una cadena de diseño templario, en una
palabra, los castraran para que después ejerzan labores domesticas en la
capital. Entre los atrapados existe una especie de héroe sindical que está todo
el rato clamando por la dación del poder al pueblo, cuando aparezca “rediseñado”
será un hombre ninguneado en su sexualidad, cambiando su tono enfervorizado por
uno más pausado, cercano al histrionismo “loca” relacionado con los personajes
con inclinaciones homosexuales, que tanto estamos acostumbrados, sobre todo en
el doblaje de nuestro país.
Y es que una vez que
pasas por la cadena, estás reconvertido físicamente también, apareciendo con un
cuerpo atlético y pelo rizado “afro”, completamente canoso. No se de donde
salieron con tales ideas acerca de la castración, pero lo que consiguen es una
gamberrada visual políticamente incorrecta. Tampoco podemos olvidarnos de esa
cabeza “loca” que les da la bienvenida en el Sistema Tric, rodeada de amazonas
interplanetarias. En un momento de la trama, los protagonistas consiguen un
anillo de la boca de esa cabeza parlante, un objeto muy importante en su
búsqueda, y Jason le dice: “ ¿No tendrás
algo más metido en tú boca, verdad?” Y
la cabeza le contestará: “ No, pero ¿me
quieres meter tú algo?.” Puede que toda distracción sea vacua, que todo
pasatiempo refleje su vacío, pero si miramos con más detenimiento,
comprobaremos que hasta la más pequeña distracción tiene un secreto por
descubrir y la búsqueda del Séptimo Mundo por parte de la princesa Karina y el
pirata Jason nos puede llegar a sorprendernos. Sin ir más lejos, bajo la apariencia
lúdica, la bofetada más directa al sistema.
La ficción de Brian G.
Hutton también nos puede asombrar en ese mismo sentido. El film protagonizado por Tom Selleck, se
guarda sus espaldas y no es tan atrevido como el anterior, pero también nos guarda
algún que otro misterio a desentrañar. O’Malley representa al héroe fracasado
que se alía con una botella y un compañero, para llorar sus penas emborrachándose
en los peores tugurios de Constantinopla, allá por el año 1929. La suerte lo
llama a su puerta, o más concretamente, lo echa un vaso de agua para que se
desperece de la última borrachera, proponiéndole un trabajito. La señorita Evie
Tozer (Bess Armstrong) lo contrata para ir en busca de su padre. Al principio
se muestra reluctante pero debido a la gran oferta económica, se decide a
acompañarla junto con su amigo. El motor del viaje por tanto, es impulsado por
la hélice del dinero por parte de él como de ella, no podemos olvidar lo que
dice al principio, cuando se encuentra pasándoselo bien en una fiesta y se
entera de que si no lleva a su padre a territorio inglés, perderá toda su
fortuna: “¡Qué voy a hacer sin dinero! Tenemos por tanto una acción programada
por y para la obtención del vil metal, como también lo era el objetivo de los
piratas en el otro film, lo que pasa es que el objetivo se va permutando
lentamente a medida que los dos aventureros vayan compartiendo sus gestiones en
la narración, mientras uno intenta arreglar las cosas, el otro las desbarata,
como polos magnéticos de un mismo sentido que en vez de atraerse, se repelen.
Cuando son contratados
forzosamente por el gran Suleman Khan (Brian Blessed), heredero chiflado lejano
del mongol, para bombardear un campamento británico con ayuda de los aviones,
ella intentará arreglar la búsqueda de su padre encontrándose con la
resistencia machista del desquiciado afgano y será O’Malley quien la salvará de
un matrimonio forzado con el sobrino del Khan. La lucha de sexos no es nueva en
el celuloide, y aquí quizás vaya ganando el macho, pero no nos engañemos, casi
al final, es ella, armada de decisión y coraje quien sobrevuela las líneas enemigas
en la provincia china y ayuda a derrotar al enemigo de su padre, mientras O’Malley
la mira desde tierra, sintiéndose a la vez atraído y orgulloso (¿como si fuese
su padre?). Y es que ese sentimiento entronca con una secuencia anterior, donde
el héroe intenta dar un te caliente a la heroína y está se queda dormida en sus
brazos; él la mira y ella se ciega en sus sueños. No parecen una pareja romántica,
más bien, afectiva. No diría que fuesen padre e hija, pero se acerca mucho más
a ese tipo de relación cuando se niega
el componente erótico entre un hombre y una mujer tumbados en una cama, por uno
de comprensión. Ella al final se quedará junto a su padre y no le importará el
dinero, igual que a él. Por fin ha conseguido alcanzar físicamente a su padre y
la idea de paternidad que no es otra que aquella que denota el retorno a las raíces
de uno mismo, a sus propios orígenes, dejando a tras lo accesible y conformándose
con lo más importante. El plano de todos los piratas viendo el Séptimo Mundo se
queda congelado mientras se empieza a oír la portentosa partitura de Bruce Broughton
en Guerreros del Espacio. Es lo mismo, miran la superficie de un planeta como
si fuera la primera vez que lo ven, es el retorno al origen de todo, es la génesis
perfecta.
Quizás eso era lo que
reflejaba la caratula de VHS de Guerreros del Espacio cuando la descubrí por
primera vez. Robert Urich y Mary Crosby me daban la bienvenida a su mundo
rodeados de personajes y vehículos, pero armados con una sutil sonrisa a modo de
“Gioconda”, no sabiendo si se reían de mi o conmigo, si estaban felices o
serios, en cualquier caso, invitándome a realizar un ejercicio de reminiscencia
hacia mi pasado.
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