Ocurrió un Viernes, al
finalizar las clases de sexto A de la extinta EGB. Nos alejábamos de nuestro
centro de pesadilla estudiantil para olvidarlo o quizás para dejar atrás a
algún que otro profesor impertinente. Me acuerdo perfectamente. Una vez que te
echabas la mochila sobre tu espalda, empezaba a recorrerte una sensación que se
extendía por todo tu cuerpo. Era una montaña rusa hormonal. Mis manos agarraban
firmemente la barandilla de la escalera con seguridad, para poder saltar los
escalones de dos en dos y llegar con celeridad a la salida de mi escuela. En
verano salíamos a las cinco y media y algún que otro rayo solar atrevido, nos
daba la bienvenida al mundo urbano de la calle. No era el caso en invierno,
cuando la más gélida de las oscuridades te golpeaba en el rostro. Pero ése día,
lo que me violentó no fue una causa climatológica sino una mano tensada
entregándome una hoja fotocopiada. Al principio miré al dueño de ésa hoja con
recelo. Él no se quedaba atrás en cuanto a desconfianza, recibiéndome con una
sonrisa forzada, pareciendo que no le gustaba mucho lo que estaba haciendo. Mi
mosqueo se disipó cuando constaté que algunos compañeros cogían la hojita y
mirándola, la sonreían. Así que decidida, mi mano se aventuró extendiéndose hacia
la hoja. Al atraparla y girarla para verla me encontré con una cartelera de una
película (una de Simbad si recuerdo bien), acompañada de una especie de invitación
que me hablaba de que todos los sábados habría en el salón de actos del colegio
una proyección en sesión matinal. Esa fue mi primera invitación a compartir una
película. Para mí era como entrar en un parque temático de ocio donde diferentes
atracciones, secuencias, me iban a divertir y hacerme olvidar el contexto real
que me rodeaba. Así que todos los sábados esperaba impaciente la hora y, caso
insólito según mi madre, me armaba con una gran sonrisa camino de la escuela. Al
llegar, me agarraba a la silla del salón de actos como si estuviera sentado en
una de las vagonetas de cualquier atracción, esperando impaciente, que me asustasen,
que me divirtiesen o que me emocionasen.
PROGRAMA
DOBLE:
Curiosamente, tanto en
Jóvenes Ocultos (Joel Schumacher, 1987) como en Bienvenidos a Zombieland (Ruben
Fleischer, 2009), aparece un parque de atracciones. Puede parecer que la
inclusión de ése escenario se erija como común denominador de ambas ficciones,
pero su utilización se realiza de manera desigual, manipulando las herramientas
que tienen ambos directores y que disponen ambas producciones, en sus
respectivas épocas. No obstante la coincidencia es sintomática. Las dos propuestas
eligen como campo de batalla narrativo un parque temático donde la gente va a
pasárselo bien y, donde recordemos nació el cine. La primera lo utilizará como
encuentro hormonal de los protagonistas, es decir lo arrinconará como espacio
accesorio para embellecerlo musicalmente, mientras que la segunda lo utilizará
como colofón sarcástico crítico. Mientras el amigo Schumacher crea un andamiaje
visual, apoyándose en el video-clip, para elaborar una historia que no es más
que una mera sucesión de secuencias transitorias, donde parece ser que lo más
importante es la posición del foco que conseguirá el efecto lumínico deseado,
típico de la época por otra parte (¡cuanto daño ha hecho o ha ayudado a las
mentes dormidas hollywoodiense el video-clip “Thriller” de John Landis), en el
caso del amigo Ruben, la cosa cambia. Si bien es cierto que Bienvenidos a
Zombieland también utiliza un catálogo de canciones, su disposición estructural
y el sentido de comparsa de las mismas, las avoca a un segundo plano. En Jóvenes
Ocultos podemos oír y ver la canción entera pero en Zombieland, se interrumpe o
entra en un ligero fundido sonoro. La crítica no necesita lo accesorio mientras
que la distracción si.
Partimos de la base de
que ambas son producciones hollywoodienses visionarias. Sino que se lo digan a
films como Entrevista con el Vampiro (Neil Jordan, 1994), la serie de
televisión Buffy (Joss Whedon, 1997-2003) o sin ir tan lejos la saga Crepúsculo
(Catherine Hardwicke, 2008) por un lado, y por el otro, sin dejar la onda
catódica, la serie The Walking Dead (Frank Darabont, 2010) o la próxima World
War Z (Marc Foster, 2013). Las dos han dejado un reguero creativo que ha ido
alimentando la ficción norteamericana y la del mundo entero desde entonces. Pero
son dos puntos de vista antitéticos y sus varias prolongaciones dan muestra de
ello. Los ejemplos revelados anteriormente no tienen nada que ver los unos con
los otros. Bienvenidos a Zombieland propone un análisis más profundo, preguntándose
constantemente, ya no solo qué es su país (Estados Unidos), sino que es lo que
divierte a sus habitantes (norteamericanos) y sus formas de representación,
donde el cine y sus iconos ocupa un puesto privilegiado. La secuencia de la
invasión a la mansión de Bill Murray es paradigmática al respecto. El cuarteto
de protagonistas llega a la casa del famoso actor y se dedican a homenajearlo,
Tallahassee es un fan incondicional del mismo mientras que Columbus y Little
Rock miran Los Cazafantasmas (Ivan Reitman, 1984). El ejercicio metacinematográfico
muestra un momento desolador (el intento de recrear una secuencia de la famosa
película) y es que la ficción norteamericana ha llegado a un callejón sin
salida donde se retroalimenta de éxitos pasados para sobrevivir. La muerte
estúpida del propio actor catapultará la crítica al parque temático, lugar de
recreo visual y donde el film roza su concomitancia con el de Jóvenes Ocultos.
Al final en ambos se desarrolla una batalla campal. En la revisión vampírica se
creará una traca final donde la hemoglobina será la protagonista, mientras que
en la otra, será la carne. Los vampiros asedian la casa de Michael, mientras
éste se parapeta en sus diferentes espacios, acompañado por su novia y su
hermano, junto a dos pequeños “chucknorris”, que lo ayudarán en su lucha. La
confrontación en Zombieland es una matanza cachonda, donde las diferentes atracciones
se volverán aliados escenarios para combatir a los zombies. Puede que al final
ambas se vean como dos productos pirotécnicos industriales, una más que otra,
pero no tenemos que descartar la posibilidad de encontrar aquel elemento que
nos haga mirar la ficción con otros ojos, con otras posibilidades, haciéndonos discernir
entre el pasatiempo o la crítica, entre el movimiento o la calma, desentrañar
el Santuario. Y Zombieland lo tiene.
Antes de que Columbus, Tallahassee,
Whichita y Little Rock se encaminen al parque de atracciones, existe una
secuencia terriblemente desmitificadora y, a la vez fundacional. Los
protagonistas se paran en una tienda de objetos pertenecientes a las culturas indígenas
del país, no una tienda de Nike o un restaurante de Foster Hollywood, y lo que
hacen es destruirla por el mero goce de hacerlo. La espectacularidad los sigue.
La imagen acompaña al espectáculo empezando a ralentizarse a cada destrozo, montándose
plano contra plano al mismo tiempo que una rotura con otra. Los únicos
supervivientes que vemos en la película se dedican a destruir sus propias raíces,
de alguna manera están siguiendo el patrón mimético zombie, pero haciéndolo peor,
porque son conscientes de ello. El mundo esta siendo destruido por los ejércitos
zombies que pululan por las calles, como deja constancia el principio de la
película, pero son trozos de carne moviéndose, y en algunos casos, corriendo,
que solamente los mueve un impulso, el de alimentarse. Los protagonistas se
divierten destruyendo lo poco que queda en pie de su cultura. La secuencia dice
mucho con muy poco. No hay presencia de sangre ni de efectos sanguinolentos,
pero aún así da una sensación de violencia, de daño (más bien de hacerlo) y es
que la destrucción siempre ha sido más fácil que la creación. ¿Qué tiene esa
secuencia que me hace replantearme toda la película a partir de ese momento?
Crítica pura y dura hacía unos descerebrados protagonistas, conscientes de que
lo son. En Jóvenes Ocultos son héroes y villanos y algún que otro bufón,
preparados para la diversión pero en Zombieland, son los únicos supervivientes
del mundo, conscientes de que romper las reglas y tabúes sociales ya no serán
un impedimento para seguir demoliendo, empezando por desatarse de sus lazos
culturas ancestrales, ¿con que único fin?, quizás el de empezar de cero. Aquí subyace
la opinión.
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