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domingo, 30 de diciembre de 2012

SESIÓN CONTINUA. (V). POR CAMINOS MÍTICOS.


No existe placer mayor que el adentrarse en los caminos del mito, aunque sea tangencialmente, realizando una mera labor de espionaje  narratológico por su geografía. Los lugares míticos pueden ser aquellas tierras baldías para los demás pero sustanciosa para uno mismo desde un prisma subjetivo, o bien pueden representar el imaginario colectivo de una sociedad, trasformando su focalización a una objetiva. Imagínense la deriva narrativa que conlleva una palabra como Grecia y no quiero hacer el chiste fácil con su situación económica actúal. Un solo nombre que contiene tantos  otros y que genera leyendas, ficciones, narraciones y relatos, todo en ése mismo orden. De hecho la última Sesión Continua de este annus horribilus, comparte en sus raíces narrativas, principios derivativos de raigambre griega (no existe mito más legendario que el de la Atlántida, nutrido exponencialmente en el cine desde su mismo nacimiento). Pero para caminar por las rutas míticas primero hace falta la presencia de un guía, alguien conocedor del escenario al que nos adentraremos. En nuestras dos películas serían la princesa Antilia (Joyce Taylor) en La Atlántida. El continente perdido (1961) y en Los conquistadores de Atlantis (1978) bien podía ser el consejero Atmir (Michael Gothard), cuando guía a los supervivientes por la geografía atlante.


Mis primeras labores periodísticas fueron en el instituto del lugar que vio mi juventud. Sin saberlo, impulsado por razones que ahora se me escapan, empecé a participar en el primer periódico del centro, El Zampique. Mis comienzos fueron, siempre lo son, toscos, auténticos palos de ciego de un medio, un periódico escolar, que no sabía y no comprendía. A las primerizas y abruptas críticas le siguieron mis draconianos reportajes y en uno de ellos me plantee un reto: descubrir el origen del cine en Medina del Campo. A veces pienso que buscar mitos es buscarse a uno mismo y mi búsqueda cinematográfica me llevó a descubrir a la única persona que me podía ayudar. Mi guía. No era aquella persona que disponía de una potencia verborreica como la de un político, ni tampoco la que tenía la arrebatadora capacidad de análisis de un periodista y mucho menos, aquella que comportase la erudición de un profesor, pero poseía algo que no tenían las demás. Aquella característica de la cual se alimenta el mito, la relación subrepticia entre la verdad y la ficción; aquella mentira que laberínticamente se relaciona con retazos de realidad. ¡Él había vivido desde temprana edad el origen del cine en mí localidad! No sé si ha sido un fabulador  o un cronista pero lo que de verdad me fascinaba era la sensación dejada en todo lo que narraba, que con el paso de los años se convirtió en una película mental donde era difícil saber qué fue real y qué invención, qué fue imagen y qué su reflejo. Su profesión era proyeccionista y su nombre Julio. Con el paso del tiempo se convirtió en mi Merlín particular y yo, supongo que en su Grillo personal. Armado con mi cuaderno de notas, quedé en su oficina particular, el cine Lope de Vega, esperando gratamente en sus puertas acristaladas, empapeladas por  las carteleras que me acompañarían toda mi vida.  Me presenté tiritando, siempre he sido un chaval con muchos complejos, y mi timidez galopante siempre ha sido la que me ha generado más controversias en mi vida. En cualquier caso, no sé cómo, me equipé de valor para extenderle mi temblorosa mano a un hombre pequeñito, con la barba de tres días y una singular sonrisa bonachona que siempre lo acompañará. No me acuerdo qué fue exactamente de lo primero que hablamos, pero lo hicimos largamente hasta desarrollar el tema que me había traído hacía su persona. Cantidad de anécdotas, algunas enseñanzas para mí y otras lecciones que olvidar, compartimos hasta bien entrada la noche. Además de abrirme la puerta de la memoria cinematográfica suya, él fue quién me enseñó uno de los lugares más míticos de mi vida. Un coto vedado a los comunes mortales que todos los días invadían su harem cinematográfico, el corazón geográfico de su territorio: la sala del proyector del cine. Verdadero lugar preñado de mitología para un adolescente como yo. ¡Era el lugar dónde nacían las imágenes que se agolpaban en mi subconsciente!

PROGRAMA DOBLE:


Tanto la película de George Pal como la de Kevin Connor fabulan sobre el mito de la ciudad legendaria llegando a una misma conclusión: el aislamiento como proceso evolutivo limitado, auténtico generador destructivo. Un tipo de vida, en este caso, una sociedad, la atlante, se aísla del mundo y camina por otra dirección, a diferente velocidad y ritmo, siempre dejando claro que los otros son el enemigo potencial, aquellos a los que hay o habrá que destruir algún día. Si bien es cierto que la primera propuesta se hunde en las raíces históricas de la humanidad, donde se forjó el mito de la Atlántida (la cita de Platón además de ser muy socorrida, confiriendo a quien la utiliza un cierto prestigio cultural, es un punto geográfico en la línea cronológica de los hechos), la segunda se basa más en las especulaciones seudocientíficas de finales de los años setenta del siglo pasado, del posible origen marciano de los atlantes y de su urbe, ambas comparten las mismas armas teóricas y prácticas, es decir, mismos errores en el guion y utilización de escasos recursos y presupuestos, convirtiéndola a una en origen de la otra, en cuanto a aproximación acartonada. Ahora bien esa representación burda y cruda de la escenificación narrativa puede tener otra significado además del puro entretenimiento, que seguramente fue capaz de conseguir en sus respectivas épocas, el de la desmitificación del mito. Al ver esos decorados de cartón piedra de la Metro, esos monstruitos de la Amicus o esas incongruencias narrativas en las dos películas, solo nos queda agarrarnos a la desilusión o mirar a otra parte, cosa que no haremos aquí, incluso cuando las propuestas sean tan paupérrimas con éstas. Ya lo dejamos claro en la primera Sesión Continua, éste es un lugar para descubrir santuarios en los lugares más insospechados, en las tramas más inverosímiles, en los momentos más bochornosos, incluso aquellos en que nuestra inteligencia corra peligro de suicido.
Las dos producciones comienzan en sus contemporáneas líneas cronológicas genéricas (una lo hace hermanando la trama con el péplum y la otra lo hace con el de aventuras vernenianas) y son transportadas a otra dimensión (el paso a Atlantis) y con su consecuente trasvase: la creación de un mundo nuevo basado en una nueva mitología. El film de Connor lo ejemplifica muy bien, mientras el grupo de protagonistas deambulan por las siete ciudades atlánticas, su huésped les va explicando su origen. A medida que van descubriendo la geografía, descubrimos a sus peligrosos pobladores. Comunidades de seres humanos esclavizados contra criaturas antediluvianas. La película de Pal va bosquejando su metamorfosis, pero lo hace divirtiéndose, aquí radica su logro, emparentándolo con su obra maestra El tiempo en sus manos (1960) desde los márgenes, la primera aparición del prehistórico Nautilus. La torpe aparición desde un lado del plano, a lo lejos nos llama poderosamente la atención, dejando al protagonista en su inopia. Desaparece de igual manera lerda para regresar a la acción ya consolidándose como el verdadero protagonista del plano general y abocando a los protagonistas de la historia a un segundo plano. La sutilidad también puede nacer de los excrementos narrativos. La locura de uno de los mejores productores de sci-fi de la generación de los años cincuenta del siglo pasado (Cuando los mundos chocan, 1951. La guerra de los mundos, 1953. La conquista del espacio, 1955) está repleta de incongruencias genéricas que van desde los viajes mitológicos de Simbad o Hércules, pasando por el Jasón y los Argonautas (1963) de Don Chaffey (la presencia del Poseidón azulado es imborrable) hasta la desvergonzada apropiación, indebida legalmente o no, de imágenes de otras ficciones hollywodienses (la destrucción de la Atlántida se parece bastante a la sufrida por las llamas que arrasaron la Roma de Quo Vadis (1951) de Mervyn LeRoy, y es en algunos planos… ¡son las mismas!) pasando por las películas de doctores locos, regalándonos una estrambótica secuencia en el laboratorio del cirujano del monarca atlante, heredero del Dr. Moreau, que trasforma a los esclavos en animales. Los planos de la trasformación hubiesen gustado al Orwell de Rebelión en la granja (1945) sin duda alguna.


Es lo que tiene andar en lugares que limitan con el mito, uno nunca sabe que es peor, si la desfachatez de la incongruencia descrita unas líneas arriba, que llega a divertir, o la sonrojante capacidad de auto minar la percepción realista del guion de Los conquistadores de Atlantis, incluyendo monstruos de plastilina o insensateces varias. Hasta la presencia de los primeros seres puede llegar a estar justificada, creyéndotelo o no, eso es otra cosa, pero, por ejemplo, el abandono sufrido por la joven de la trama, al final de la misma no tiene ningún sentido, desde los parámetros narrativos de la ficción, claro está. La única excusa de Delphine (Lea Brodie) para seguir a los extranjeros lo expresa ella misma cuando les dice que a la muerte de su padre, ya no la ata nada a Atlantis y sin embargo, se sacrifica por ellos para que puedan salvarse, acabando sola frente a los esbirros atlantes. ¡Si Don Buñuel levantar la cabeza! En cualquier caso no hay que menospreciar la secuencia de presentación de los mismos, saliendo del agua con sus cascos motorizados de cristales tintados, produciendo un profundo desasosiego. El agua se desliza por las superficies acristaladas de los cascos mientras avanzan hacia los protagonistas. No hay cosa más terrible que no ver el rostro de tu verdugo. Y no hay cosa más feliz que felicitar el 2013 con cine Z, quizás como preámbulo a lo que nos espera. Ya sabéis hoy nos ha tocado perder pero mañana… NO.

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