No existe placer mayor que el adentrarse en los
caminos del mito, aunque sea tangencialmente, realizando una mera labor de
espionaje narratológico por su geografía.
Los lugares míticos pueden ser aquellas tierras baldías para los demás pero
sustanciosa para uno mismo desde un prisma subjetivo, o bien pueden representar
el imaginario colectivo de una sociedad, trasformando su focalización a una
objetiva. Imagínense la deriva narrativa que conlleva una palabra como Grecia y
no quiero hacer el chiste fácil con su situación económica actúal. Un solo
nombre que contiene tantos otros y que
genera leyendas, ficciones, narraciones y relatos, todo en ése mismo orden. De
hecho la última Sesión Continua de este annus
horribilus, comparte en sus raíces narrativas, principios derivativos de
raigambre griega (no existe mito más legendario que el de la Atlántida, nutrido
exponencialmente en el cine desde su mismo nacimiento). Pero para caminar por
las rutas míticas primero hace falta la presencia de un guía, alguien conocedor
del escenario al que nos adentraremos. En nuestras dos películas serían la
princesa Antilia (Joyce Taylor) en La Atlántida. El continente perdido (1961) y
en Los conquistadores de Atlantis (1978) bien podía ser el consejero Atmir
(Michael Gothard), cuando guía a los supervivientes por la geografía atlante.
Mis primeras labores periodísticas fueron en el
instituto del lugar que vio mi juventud. Sin saberlo, impulsado por razones que
ahora se me escapan, empecé a participar en el primer periódico del centro, El
Zampique. Mis comienzos fueron, siempre lo son, toscos, auténticos palos de
ciego de un medio, un periódico escolar, que no sabía y no comprendía. A las
primerizas y abruptas críticas le siguieron mis draconianos reportajes y en uno
de ellos me plantee un reto: descubrir el origen del cine en Medina del Campo.
A veces pienso que buscar mitos es buscarse a uno mismo y mi búsqueda
cinematográfica me llevó a descubrir a la única persona que me podía ayudar. Mi
guía. No era aquella persona que disponía de una potencia verborreica como la
de un político, ni tampoco la que tenía la arrebatadora capacidad de análisis
de un periodista y mucho menos, aquella que comportase la erudición de un
profesor, pero poseía algo que no tenían las demás. Aquella característica de
la cual se alimenta el mito, la relación subrepticia entre la verdad y la
ficción; aquella mentira que laberínticamente se relaciona con retazos de
realidad. ¡Él había vivido desde temprana edad el origen del cine en mí
localidad! No sé si ha sido un fabulador
o un cronista pero lo que de verdad me fascinaba era la sensación dejada
en todo lo que narraba, que con el paso de los años se convirtió en una
película mental donde era difícil saber qué fue real y qué invención, qué fue
imagen y qué su reflejo. Su profesión era proyeccionista y su nombre Julio. Con
el paso del tiempo se convirtió en mi Merlín particular y yo, supongo que en su
Grillo personal. Armado con mi cuaderno de notas, quedé en su oficina
particular, el cine Lope de Vega, esperando gratamente en sus puertas
acristaladas, empapeladas por las
carteleras que me acompañarían toda mi vida. Me presenté tiritando, siempre he sido un
chaval con muchos complejos, y mi timidez galopante siempre ha sido la que me
ha generado más controversias en mi vida. En cualquier caso, no sé cómo, me equipé
de valor para extenderle mi temblorosa mano a un hombre pequeñito, con la barba
de tres días y una singular sonrisa bonachona que siempre lo acompañará. No me
acuerdo qué fue exactamente de lo primero que hablamos, pero lo hicimos
largamente hasta desarrollar el tema que me había traído hacía su persona.
Cantidad de anécdotas, algunas enseñanzas para mí y otras lecciones que
olvidar, compartimos hasta bien entrada la noche. Además de abrirme la puerta
de la memoria cinematográfica suya, él fue quién me enseñó uno de los lugares
más míticos de mi vida. Un coto vedado a los comunes mortales que todos los
días invadían su harem cinematográfico, el corazón geográfico de su territorio:
la sala del proyector del cine. Verdadero lugar preñado de mitología para un
adolescente como yo. ¡Era el lugar dónde nacían las imágenes que se agolpaban
en mi subconsciente!
PROGRAMA DOBLE:
Tanto la película de George Pal como la de Kevin
Connor fabulan sobre el mito de la ciudad legendaria llegando a una misma
conclusión: el aislamiento como proceso evolutivo limitado, auténtico generador
destructivo. Un tipo de vida, en este caso, una sociedad, la atlante, se aísla
del mundo y camina por otra dirección, a diferente velocidad y ritmo, siempre
dejando claro que los otros son el enemigo potencial, aquellos a los que hay o
habrá que destruir algún día. Si bien es cierto que la primera propuesta se
hunde en las raíces históricas de la humanidad, donde se forjó el mito de la
Atlántida (la cita de Platón además de ser muy socorrida, confiriendo a quien
la utiliza un cierto prestigio cultural, es un punto geográfico en la línea
cronológica de los hechos), la segunda se basa más en las especulaciones
seudocientíficas de finales de los años setenta del siglo pasado, del posible
origen marciano de los atlantes y de su urbe, ambas comparten las mismas armas
teóricas y prácticas, es decir, mismos errores en el guion y utilización de escasos
recursos y presupuestos, convirtiéndola a una en origen de la otra, en cuanto a
aproximación acartonada. Ahora bien esa representación burda y cruda de la
escenificación narrativa puede tener otra significado además del puro
entretenimiento, que seguramente fue capaz de conseguir en sus respectivas
épocas, el de la desmitificación del mito. Al ver esos decorados de cartón
piedra de la Metro, esos monstruitos de la Amicus o esas incongruencias
narrativas en las dos películas, solo nos queda agarrarnos a la desilusión o
mirar a otra parte, cosa que no haremos aquí, incluso cuando las propuestas
sean tan paupérrimas con éstas. Ya lo dejamos claro en la primera Sesión
Continua, éste es un lugar para descubrir santuarios en los lugares más
insospechados, en las tramas más inverosímiles, en los momentos más
bochornosos, incluso aquellos en que nuestra inteligencia corra peligro de
suicido.
Las dos producciones comienzan en sus contemporáneas
líneas cronológicas genéricas (una lo hace hermanando la trama con el péplum y
la otra lo hace con el de aventuras vernenianas)
y son transportadas a otra dimensión (el paso a Atlantis) y con su consecuente
trasvase: la creación de un mundo nuevo basado en una nueva mitología. El film
de Connor lo ejemplifica muy bien, mientras el grupo de protagonistas deambulan
por las siete ciudades atlánticas, su huésped les va explicando su origen. A
medida que van descubriendo la geografía, descubrimos a sus peligrosos
pobladores. Comunidades de seres humanos esclavizados contra criaturas antediluvianas. La película de Pal va bosquejando su metamorfosis,
pero lo hace divirtiéndose, aquí radica su logro, emparentándolo con su obra
maestra El tiempo en sus manos (1960) desde los márgenes, la primera aparición
del prehistórico Nautilus. La torpe aparición desde un lado del plano, a lo
lejos nos llama poderosamente la atención, dejando al protagonista en su
inopia. Desaparece de igual manera lerda para regresar a la acción ya
consolidándose como el verdadero protagonista del plano general y abocando a
los protagonistas de la historia a un segundo plano. La sutilidad también puede
nacer de los excrementos narrativos. La locura de uno de los mejores
productores de sci-fi de la generación de los años cincuenta del siglo pasado
(Cuando los mundos chocan, 1951. La guerra de los mundos, 1953. La conquista
del espacio, 1955) está repleta de incongruencias genéricas que van desde los
viajes mitológicos de Simbad o Hércules, pasando por el Jasón y los Argonautas
(1963) de Don Chaffey (la presencia del Poseidón azulado es imborrable) hasta
la desvergonzada apropiación, indebida legalmente o no, de imágenes de otras
ficciones hollywodienses (la destrucción de la Atlántida se parece bastante a
la sufrida por las llamas que arrasaron la Roma de Quo Vadis (1951) de Mervyn
LeRoy, y es en algunos planos… ¡son las mismas!) pasando por las películas de
doctores locos, regalándonos una estrambótica secuencia en el laboratorio del
cirujano del monarca atlante, heredero del Dr. Moreau, que trasforma a los
esclavos en animales. Los planos de la trasformación hubiesen gustado al Orwell
de Rebelión en la granja (1945) sin duda alguna.
Es lo que tiene andar en lugares que limitan con el
mito, uno nunca sabe que es peor, si la desfachatez de la incongruencia
descrita unas líneas arriba, que llega a divertir, o la sonrojante capacidad de
auto minar la percepción realista del guion de Los conquistadores de Atlantis,
incluyendo monstruos de plastilina o insensateces varias. Hasta la presencia de
los primeros seres puede llegar a estar justificada, creyéndotelo o no, eso es
otra cosa, pero, por ejemplo, el abandono sufrido por la joven de la trama, al
final de la misma no tiene ningún sentido, desde los parámetros narrativos de
la ficción, claro está. La única excusa de Delphine (Lea Brodie) para seguir a
los extranjeros lo expresa ella misma cuando les dice que a la muerte de su
padre, ya no la ata nada a Atlantis y sin embargo, se sacrifica por ellos para
que puedan salvarse, acabando sola frente a los esbirros atlantes. ¡Si Don
Buñuel levantar la cabeza! En cualquier caso no hay que menospreciar la
secuencia de presentación de los mismos, saliendo del agua con sus cascos
motorizados de cristales tintados, produciendo un profundo desasosiego. El agua
se desliza por las superficies acristaladas de los cascos mientras avanzan
hacia los protagonistas. No hay cosa más terrible que no ver el rostro de tu
verdugo. Y no hay cosa más feliz que felicitar el 2013 con cine Z, quizás como
preámbulo a lo que nos espera. Ya sabéis hoy nos ha tocado perder pero mañana…
NO.
No hay comentarios:
Publicar un comentario