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lunes, 29 de abril de 2013

SESIÓN CONTINUA. (VII). EN LA ENCRUCIJADA DE LA VALENTÍA.


Era un asiduo del Lope de Vega pero cuando llegaba Mayo, algo cambiaba en su interior. Durante todo el año era yo quien elegía las películas que quería ver pero cuando se acercaba la Semana de Cine, parecía que los films eran los que me elegían a mí. La mítica sala de proyecciones de la villa se emperejilaba para servir de decorado “serio” a una colección de largometrajes y cortometrajes que no eran muy usuales de contemplar en un pueblo de la meseta vallisoletana. Lo “exquisito”  de nuestra geografía y de otros lares cinematográficos desfilaba por la pantalla de una manera correcta, aunque en algunos casos se hiciese incorrectamente (me viene a la memoria el pase de Baise-moi de Virginie Despentes y Corali Trinh Thi, produciéndose un éxodo escalonado por parte de las féminas y, después de sus impolutos compañeros, no sé muy bien si de las escenas de sexo explícito o del discurso castrador contra el macho universal), pero infatigable hasta su finalización. Era esa incorrección, el cebo por el cual los más curiosos nos atrevíamos a descubrirla, encaminándonos tras sus secretos. Gracias a esta propuesta cultural pude constatar que existían otras cinematografías lejanas y lo más importante, otra forma de contar historias. De su mano pasaban Angelopoulos, Rebollo, Yimou, Uribe, Kubrick, Cabrera, Chereau, Cocteau, Powell, Romero, Buñuel, etc, etc, conformándose ante mis ojos una encrucijada de talento y valentía, donde un joven de dieciocho años podía vislumbrar la punta del iceberg narrativo del séptimo arte, explorando el otro lado de la pared, aquel que te enseñaba que no todo estaba contado, y que si así era, siempre habría otra manera de mostrarlo y entenderlo. Hoy hablaremos de ese tipo de encrucijadas donde dejaremos a un margen el entusiasmo palomitero de anteriores sesiones continuas, para hablar de otro cine, el que más me fascina.


Antes del plano, me siento perplejo preguntándome una y otra vez. ¿Por qué siempre usar la misma manera de contar una historia?
                                                                                             Tsai Ming-Liang.


Nuestra intención no era reflejar una realidad sino varias, el espectador encontrará varios círculos, no una línea”.
                                                                                            Gonzalo López-Gallego.


Retornemos a la sala oscura con un acercamiento al presente y con una invitación al pasado. Uno nos situará en un escenario industrial español y la otra en una sala de cine taiwanés. Ambas propuestas rebuscan en su interior plegándose continuamente; la primera testifica magistralmente desde planos descuartizados, lo que es la vida (o más bien su conquista por medio de la violencia) y la segunda, oscila desde la quietud del plano secuencia para recordarnos lo que fue (de una forma serena). En el primer caso una actuación y en el segundo una contemplación, pero cuidado lo último no implica una sedentarización de la mente y lo primero, puede que no proponga la participación deseada del espectador. Se podría decir que tanto Nómadas (2001) como Goodbye Dragon Inn (2003) resultan propuestas terriblemente modernas, pero un análisis más detenido nos adentra en el pasado de las historia(s) engarzando sus imágenes con el pretérito, o más concretamente con su música parásita.
En la película de Gonzalo López-Gallego es la famosa canción Cheeck to Cheeck de la película Sombrero de copa (Top Hat, 1935) de Mark Sandrich, que nadie conocerá pero que sus actores Fred Astaire y Ginger Rogers sufragaran tal desconocimiento y la de Tsai Ming-Liang, es una canción de los años sesenta (escrita por Chen Dei Yi con música de Hattori Ryoichi). No cabe duda que ambas propuestas son disimiles pero llegan a un punto en el que se las puede emparentar. Un lugar donde convergen, una encrucijada por la que algunos cineastas acaban pasando. Uno llegará por primera vez (caso español) y el otro (caso chino) constatando su permanencia allí. El primero ya ha partido y el segundo sigue fosilizado en esa frontera. Y es que no corren buenos tiempos para los valientes y menos para producciones cinematográficas donde el riesgo es la moneda de cambio con el "voyeur" cinéfilo. Unos no sé ¡cómo Dios se mantienen en esa trinchera artística! y otros sí sé ¡cómo Demonios salen de ella!
Para que exista este particular cruce de caminos tiene que trabajarse sobre dos parámetros imprescindibles de la creación artística cinematográfica. Empecemos por la música y la banda de sonido de ambas producciones que es donde realmente comienza su construcción valerosa. La banda sonora desde los inicios del cine ha estado acompañando a las imágenes, bien de una manera centrífuga (época silente) o bien centrípeta (época hablada) para potenciar el momento de conexión entre la historia, lo narrado, y el espectador, lo recibido, emocionalmente, haciéndole claudicar ante el plano(s) y potenciando su poderoso influjo sentimental hacia un lado u otro, siendo dirigido inconscientemente.
Nómadas consigue crear un maridaje matemático entre la banda de sonido y la banda sonora. Su director organiza la mezcla “lynchiana” perfecta para que se diluya, produciendo un caótico significado que envuelve el relato. Es decir, en algunos momentos se puede percibir que con el sonido se puede escuchar una sutil melodía y que con la música original, asistimos a un cambalache de ruidos y sonidos donde el tono grave es la nota discordante. Nos movemos en un mundo de sensaciones, donde los objetos que pueblan la diégesis pueden contarnos mucho más que los propios actantes, que caminan zombificados sin un rumbo fijo. Por esa razón es importantísimo el hábitat del personaje, su nido, su mundo. Y es que Nómadas nos habla de diferentes universos paralelos que pasan sin rozarse siquiera pero que colisionan en un punto, como los accidentes o sus representaciones dentro del film, escenificados por el ensordecedor pitido, sirena que atrae a los náufragos, del coche destruido.


El  mundo industrial es ejemplarmente propuesto en la historia; es aquel escenario que mejor representa el “locus sonoro”. Es un laberinto de ruidos, choques sonoros impredecibles pero, perfectamente audibles, donde se erigen como garantes del sentido. El garaje de Alex (Manuel Sánchez Ramos) podría decirse que es su embrión (de hecho vemos en una ocasión el símil de la leche con la posición fetal que realiza el actor mientras sueña desde el lugar mecánico). Un escenario donde la naturaleza muerta circundante, mecanizada, agobia a su único ser vivo, significándole potencialmente. Un ejemplo sería aquel en el que Alex empieza a bailar, escuchando la canción Roads de Portishead (tema rellenado de ruidos artificiales sintetizados informáticamente). Es una danza torpe, tímida de un ser humano empezando a expresarse, a sentir algo en su interior y a querer expresarlo en el exterior. Es un momento mágico que se interrumpe bruscamente cuando la canción deja de sonar, recordándonos tal vez que, incluso, la banda sonora del film es una mera ilusión del personaje, amplificada directamente hacia el espectador. Una forma de contar algo, sintiéndolo.
Tsai Ming-Liang se olvida de toda manipulación músico-sentimentaloide para posicionarnos desde el limbo de  una perspectiva brechtiana, haciéndonos participe de la consciencia de mirar una película (y en este caso más todavía, donde la acción se ambienta en una sala de cine periclitada), construyendo una distancia con el espectador, no haciéndole creer que el film es la realidad, edificándole una actitud de mirón frente a “esa realidad” construida.


De ahí que tampoco se preste a contratar compositores y prefiera realizar búsquedas “tarantinianas” de canciones de su pasado para decorar la narración secano musical de sus films. La incorporación de la música pop responde en Ming-Liang a una búsqueda en su pasado, incrustada en sus memorias. Cuando las pone en escena las utiliza como un elemento más de su potencial, como contrapunto de su estrategia: crear un conflicto entre la pasión que exuda las letras de la canción y el tratamiento de la condición humana. Es lo que refleja el final de su película, donde la banda sonora en forma de canción aparece exultante, callando la banda de sonido de la lluvia torrencial y del ruido de la calle al ritmo de la taquillera coja caminando, dejando atrás el gran cine Fu Ho. ¿El recuerdo tapa la realidad? ¿O más bien construye una nueva?
El director chino siempre ha dicho que filmar es como soñar. Los sueños son una forma de escape, quizás al final de su historia, esa canción que habla de que no se puede olvidar lo vivido, tanto lo malo como lo bueno, sea la constatación de que ha sido capaz de la representación máxima, aquella en la que la justificación de la realidad (la lluvia, los ruidos de la calle, el amor no correspondido, el vago caminar de la chica) es partícipe de la creación de un sueño, de un recuerdo vago que te acompañará el resto de tu vida. La joven taquillera (Chen Shiang-Chyi) no ha logra conseguir darle el trozo de pastel al proyeccionista (Lee Kang-Sheng) en la realidad. Ella lo espera marcharse y después sale del cine. Desconocemos si la mujer lo sabe pero nosotros sabemos que él lo ha cogido de la taquilla. Quizás mientras camina alejándose del cine, piense que en sus recuerdos sueña con que sí lo ha conseguido, que logró entregárselo y la fuerza de la canción nos allana el final feliz. Esa secuencia final nos describe también la forma de trabajar la puesta en escena del director, rozando en algunos momentos la negación radical de la narratividad, eliminando la caracterización y el diálogo de la misma.


Ha llegado el momento de hablar del otro elemento constructivo de la encrucijada: la imagen.
El director oriental crea secuencias que cumple un valor estanco, aislándolas de la estructura del guion y personificándolas con sus propios personajes, compartimentándolos como sus escenarios, haciéndoles deambular parsimoniosos sin relacionarse unos con otros  (la secuencia del intento de intercambio sexual entre las bambalinas del cine, es un buen ejemplo además de la incorporación de lo absurdo en su filmografía: la creación del humor sin buscarlo, simplemente representarlo lo más realista que uno pueda). Esto está potenciado por la utilización de los colores fríos en la opción fotográfica y la preponderancia de lugares oscuros, acrecentando esa incertidumbre escénica del decorado o del set y provocando un sentimiento inaprensible. De esta manera podríamos decir que la película es testigo de la desolación de un lugar (la secuencia del plano general de la sala que dura más de cinco minutos, mostrando el trabajo real de la taquillera limpiando cada fila de asientos, bajando y subiendo como si fuese una línea que fluctuase en un diagrama bursátil) poblado por fantasmas. Al comienzo de la película, una cortina balanceándose nos deja ver la sala donde el público, masivamente es testigo de la narración cinematográfica de Dragon Inn (1967) de King Hu. A medida que el cambio de plano nos muestre la frontalidad de la pantalla y a sus habitantes, éstos irán desapareciendo espiritualmente hasta terminar la proyección con la sala completamente vacía. Será por tanto lógico que el director chino cierre su film con ese plano secuencia, donde homenajea no solo el espacio sino a todos aquellos que han visitado su interior. Ha empezado su “ficción” desde un lado (la frontalidad de la pantalla cinematográfica) y ahora nos encontramos al otro lado (la frontalidad de la sala cinematográfica). Es el tributo a la soledad de todo lo que se finiquita, se consume en el tiempo. El tiempo es el único protagonista de esta película y de toda la carrera artística del director. Y su creación a través de la dramática secuencial del plano, o de su sostenibilidad (la congelación de la acción aupando la perspectiva del espectador, esperando que pase algo).
López-Gallego nos regala planos entrelazados que conducen y dificultan la salida del laberinto visual que nos propone: encontrar al Minotauro en su interior siendo aplacado por la Bella, domesticándolo. Un mundo frío, distante invadido por la desesperanza de la comunicación, amortajado por un componente onírico que propone grupúsculos de ánimo, como aquel en el que Sara (Diana Lázaro) baila por las calles, rodeados de viscosa rugosidad física, acabando por encontrar a sus captores. Aquí no se trata de averiguar el porqué de las cosas sino su sentido. En este aspecto hay que volver a aplaudir la iniciativa de Versus, como ya lo hiciera con Los Cronocrímenes, para incluir en la edición especial del Dvd, no ya solo su primer trabajo (Musas, 1997) sino un ensayo de media hora de duración, que ayuda a aproximarnos a los personajes de Nómadas, aportando un mayor sentido a sus intenciones y anhelos. El ensayo es otra pieza más del rompecabezas que complementa al film. Muestra el encierro de los personajes en una habitación con una mesa y una llave sobre la misma. Es un ejercicio valeroso del trabajo actoral de los personajes en su desarrollo y en su conclusión, que será la película en sí. Hay que tener un par para exponer la crudeza de los sentimientos sin caer en lo sentimental (la secuencia en la que la mano de Sara tapa el visor de la cámara para velar su propia violación, es ejemplarmente valiente).


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