Estamos sujetos a la atracción de las imágenes, aunque creamos no estarlo. Y ese embelesamiento visual potencia, a través del proceso mental, la característica más intrínseca del ser humano, el recuerdo, realizando un viaje imaginario hacia el pretérito. El visionado de Starfighter. La aventura comienza... (1984) me ha hecho volar pero no a las estrellas, sino a ese rincón solamente accesible que tiene uno en su cabeza, poblado de recuerdos. La pequeña comuna(idad) de caravanas de los años ochenta estadounidense perdida en ninguna parte, del principio del film de Nick Castle me ha hecho rememorar mi infancia en Bilbao, concretamente en uno de sus barrios, Txurdinaga. Cómo se engarzan los mecanismos de atrape y enganche memoristícos con el pasado. Viví cerca de diez años en un Parque Móvil (un Fuerte vaquero policial donde los indios eran los etarras), rodeado por una valla metálica que limitaba su territorio. Mi vida se desarrollaba entre las idas y venidas del colegio de monjas, en el centro de la ciudad, diariamente y las aventuras que tenía más allá de la verja, sobre todo los sábados. Traspasar esa frontera significaba dejarse llevar por el azar. Dentro de la verja se encontraba la civilización, fuera lo desconocido. Ahora todo ha cambiado, pero en mi infancia, el Parque Móvil se erigía en lo alto, mirando altanero sus alrededores. Detrás tenía campo, huertas, barriadas obreras y al fondo los montes (más tarde los rascacielos poblaron los campos, enterrando bajo sus cimientos las huertas y los hijos de aquellos obreros se transformaron en burgueses y funcionarios, con facilidad para resetear sus orígenes). En la parte frontal del Fuerte, podías ver la campa del muerto, una superficie desolada de naturaleza desbordante (como el desierto de Starfighter o el territorio salvaje de Slipstream), donde la mano humana todavía no había hecho acto de presencia (después el gobierno vasco construyó un polideportivo) y lentamente todo fue evolucionando hasta acabar en la actualidad en un conglomerado de edificios, complejos deportivos y autopistas. Me imagino que también es lo que habrá pasado con aquel desierto californiano de la película de Castle y del proceso degenerativo del que habla el film de Steven M. Lisberger, La Furia del Viento (1989). Mi vida en ese Parque Móvil era como la vida de Alex que quiere marcharse pero no puede, en mi caso, mi inconsciencia infantil me impedía llegar a tales conclusiones y me dedicaba en cuerpo y alma a mis ejercicios aventureros más allá del muro o a otras actividades. Había una que solía repetir, siempre que mis padres me dejaban, claro está. Para disfrutar del cine tenía que hacerlo cuando ellos quisiesen, pero cuando apareció el primer vídeo en el parque, todo eso cambió. Aquel que lo tuviese se convertiría por derecho ocioso en el amo del mundo. Era como tener una especie de cine en casa. Todos los viernes que podía lloraba a mi madre para que pudiera interceder por mí, para que los padres de Arcadio me dejasen ver la peli que habían alquilado en el videoclub. Esta súplica a veces surtía efecto y otras no. Estuve un tiempo así hasta que mi padre compró el primer vídeo de la familia, un BETA. Mi casa se transformó y mi pasión empezó a germinar. Fue en mi salón con la televisión Radiola, donde empecé a seguir el cine hasta estos días, que me encuentro escribiendo en este blog, nada menos que hace treinta y seis años. Una de las películas que cayó fue Starfighter. Y ese reducido grupo de gente que vivía rodeado de caravanas, viejas con la permanente, perros ladrando y máquinas de marcianitos, me ha hecho recordar mi perdido pasado. Es un hecho circunstancial producido por el visionado del film, y yo es algo que valoro positivamente, quizás lo único.
Empecemos siendo honestos. Existen películas que te atrapan por algo en su interior. Al principio hablábamos de la adictiva atracción de las imágenes. Llámese historia, proceso mimético subjetivo afín con el personaje y su logro, la fotografía, la música, el ritmo, el montaje, la dirección, etc, etc, ... Y existen otras que por mucho que adornen su narración, son completamente superfluas. Cuando se da ese caso es posible contemplar sus detalles para sacarlos a relucir, concentrándonos en lo accesorio. En esa segunda clasificación se encuentran Starfighter y La Furia del viento. La primera propuesta nada en la más absoluta necedad, queriendo venderse como gran película de estudio que ya empezaban a consumirse en su propia vorágine, mostrando las trazas de una producción de serie B, que no es malo por supuesto, pero sí su objetivo, demasiado ambicioso. En cuanto a la segunda, se trata de otra propuesta fallida en muchas disciplinas. En las formales, el guion no hay por donde agarrarlo, y en las técnicas, desde la interpretación de todos y cada uno de los actores, no es creíble en nada. Ni siquiera el papel de Mark Hamill se lo cree el mismo actor. Tengo la sensación que los puntos de partida originales de ambas ficciones eran interesantes pero que al final se han quedado en bocetos.
La oda de Nick Castle al videojuego se permite algunos apuntes sociológicos interesantes, apartando la narración principal (que es el el objetivo del game: acabar con el General Xur y su armada Kodan) a los margenes. El amanecer de un nuevo día en el camping Starlite es la antesala de la ficción y su construcción nos alerta de sus intenciones. Una serie de planos presionados por la panorámica inicial, fuerzan la presentación del hábitat californiano cinematográfico: se nos van presentando una serie de personajes secundarios e incluso terciarios (incluyendo sus conversaciones que en algunos casos están en off visual pero que son muy sintomáticas de la consciencia de perdida de tiempo del lugar), hasta presentarnos al protagonista Alex Rogan (Lance Guest). Todo gira alrededor del muchacho o más bien de su sueño de marcharse del camping y comenzar una nueva vida con su novia Maggie (Catherine Mary Stewart). La realidad es la protagonista de los casi veinte primeros minutos hasta que Alex se da cuenta que va a ser imposible abandonar el camping. El chico corre a guarecerse en el único sitio del camping que lo ha visto triunfar, la zona del Bar donde hay situada una máquina de marcianitos, la Starfighter, de la cual él es garante de haber sido el primero en romper su récord El plano general enluta al protagonista y la luz roja del cartel que anuncia el tipo de lugar que es el camping, nos avisa que algo está a punto de cambiar, es como la luz roja de un semáforo, nos paramos porque están pasando vehículos. Alex mira sorprendido como la máquina se enciende sola y a partir de ese momento, con la aparición de Centauri (Robert Preston), el film da la bienvenida a la fantasía, y para asegurar ese reconocimiento, elaboran en postproducción el paso de un cometa, símil "spielbergniano" de lo que hemos dicho, algo va a cambiar. A partir de este momento la historia se escinde y corre por otros derroteros, que bajo mi punto de vista, son más aburridos por la constante eficiencia del plagio desvergonzado de series de televisión clásicas como Star Treck hasta la sempiterna saga galáctica lucasiana. Siempre me quedaré en ese camping donde poder enamorarme de la chica de toda la vida, donde poder aburrirme jugando una partida de cartas cuando me jubile, donde me encuentre imprescindible y donde, además pueda conseguir mis sueños, aunque solo sea batir un récord. Menudo mazado a la política Reagan de los ochenta. La recesión económica hizo posible la afluencia de lugares como el que aparece en la película, donde la opción para los más necesitados (desempleados, jubilados, parados) pasaba por (sobre)vivir en un camping donde al menos uno se sentía arropado en comunidad.
La Furia del Viento es otro cantar. Vuelvo a recalcar que la idea primigenia era buena pero me da que la incorporación de otras gentes por medio de la coproducción, hizo que la película acabara en fracaso. No obstante se pueden vislumbrar pequeños fogonazos de luz, como los representados en la película cuando los personajes se introducen en las cavernas, que pueden ser ejemplos expresivos de lo que pudo ser. Por ejemplo, todo lo que rodea a la trama y que no se ve por ninguna parte del metraje. El tema del retorno a las cavernas de la humanidad en un futuro no muy lejano, la idea del Slipstream, que barre y erosiona la superficie pétrea de la Tierra, en esos bellos parajes de la capadocia turca. La religión aplicable a esa fuerza de la naturaleza, representando por esa comunidad eremita que se esconde entre las rocas, o aquella otra que lo hace bajo las ruinas de las ciudades, ocultando todo aquello que consideran artístico y que hará perdurar, no ya sola a la humanidad, sino al recuerdo de lo fue, representando por esa colección de estatuas y cuadros. Y para acabar, una frase de Byron (Bob Peck), supuesto androide: "Soy demasiado peligroso para ser humano" y su acompañante humano, Matt Owens (Bill Paxton) le espeta: "No, nosotros somos los peligrosos".
Es un dialogo cargado de ironía, donde una máquina se pone a filosofar sobre la condición humana y un hombre, le responde con sardónica aseveración. Si los diálogos hubiesen ido por ese camino quizás las cosas habrían cambiado, pero no nos engañemos, el film no hay por donde cogerlo, entre otras cosas porque parece que no está hecha por el mismo director que realizase Tron, ni el mismo productor detrás de la Guerra de las galaxias, sino da la sensación de que la propuesta está dejada a la deriva e impulsada por una agencia de viajes, o más bien, una compañía de transportes aéreos. Incluso la música de un maestro como Elmer Bernstein parece desentonar, recordándonos a muchas de sus piezas anteriores, cohabitando todo tipo de géneros desde el fantástico de Los Cazafantasmas hasta el western de Los siete magníficos. ¡Bendita incongruencia!
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