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sábado, 22 de junio de 2013

DETRÁS DEL LOGO.

Amigos, antes de proporcionaros otra de mis críticas de la web de Sciworld.es, os dejo un enlace de la página web para que podáis leer también el artículo que escribí sobre Hugo: tras la magia de Méliès.


A estas alturas no nos sorprende que para Scorsese el cine sea movimiento. Siempre lo ha expresado, a veces de una forma hiperrealista, Taxi Driver (1976), Toro salvaje (1980), Uno de los nuestros (1990) o Gangs Of New York (2002) y otras veces, tranquilamente reposada formalmente, La última tentación de Cristo (1988), La edad de la inocencia (1993) o Kundun (1997). Un movimiento amparado en la violencia, a veces extrema, casi siempre eludida magistralmente y otras expresadas descarnadamente. Aunque también ha existido el caso de aquellas producciones que en su conjunto global, venían acompañadas de cierto reposo estético y después explotaban, derramando hemoglobina por la platea (véase al respecto sus últimas producciones como Shutter Island, 2010). En cualquier caso todas poseen la característica común del movimiento, que además es el elemento significante, ya que define un arte y lo diferencia sustancialmente de su génesis primigenia, la fotografía para otorgarle autonomía propia. El cine no es otra cosa que el montaje de fotogramas engarzados unos con otros, proporcionándonos la ilusión óptica de que cobran vida que se mueven. La última película de Scorsese nos habla, precisamente de eso mismo en su prólogo, lo único que verdaderamente tiene sentido y atracción cinéfila, independientemente de la gracia que se le quiera ver al 3D. Porque, por desgracia el resto de la narración carece de la vitalidad del principio, repitiendo constantemente las mismas pautas o conformándose con los mismos estereotipos, que en su juventud cinematográfica, él mismo dinamitaba.
Un punto de vista omnisciente sobrevuela el cielo parisino mientras los copos de nieve, atacándonos literalmente, nos anuncian la estación más infantilmente cinéfila. El movimiento perezoso del comienzo, acabará encarrilando el punto de vista a un ritmo vertiginoso, a través del ajetreo y el día a día de una estación ferroviaria de París, finalizando en un plano detalle de uno de los números que componen uno de los muchos relojes que habitan en dicha estación. Detrás de la cifra, el rostro de un niño observándolo todo a su alrededor. La calma como causa primigenia, desde el omnipotente plano general “celestial” se desliza hacia la tempestad como desarrollo del efecto, acabando en un plano detalle “humano”. La historia como resultado de un proceso narrativo mimético con la base literaria de la película (La invención de Hugo Cabret por Brian Selznick; ediciones SM, 2007), que a su vez es legada por la fuerza del cine y que, en ambos casos, se mimetizan a la perfección relacionándose entre sí para llegar a un mismo fin: el homenaje a los pioneros del cinematógrafo. La película utiliza el folletín decimonónico apoyándose en la construcción de un misterio y su desentrañamiento, y la novela utiliza herramientas propias de la creación cinematográfica, llegando en algunos pasajes de sus páginas a ser auténticos storyboards. Ese proceso generador de la historia nace o es empujado como si Scorsese nos cogiera del cuello y nos avivara, por el vértigo del travelling de aproximación del principio, al estilo “montaña rusa” tan querido por la estereoscopía para abrirnos el telón, presentándonos el escenario de la acción y si bien es cierto que hay otras localizaciones, la geografía de la estación jugará un papel predominante en la misma. Después aparecerá el título de la película y con él, aparecerá un Scorsese acomodado, posicionado en el trono. Característica que no es ajena a otros directores como Spielberg (otro Totem), donde su última película (War Horse, 2012) es un buen ejemplo de este estado complaciente a las exigencias de la industria.
Tanto Martin como Steven y muchos más en su país y también en otros porque no decirlo, se han adoctrinado no con Hollywood, ya que ellos son Hollywood, sino con una cohorte de cuervos que les alaban constantemente endiosándolos y que pululan por la industria, repitiendo formulas que creen que dan éxito. Lo irónico de la situación es que aquellos directores que cambiaron la meca del cine, se han doblegado a esta entelequia despreciable de gente que nos ordena lo que tenemos qué ver, y en algunos casos, los peores, cómo tenemos que ver (la tercera dimensión cinematográfica es un buen ejemplo a colación). Pero tranquilos, habrá que seguir estudiando y descubriendo nuevos santuarios, como éste que se encuentra detrás del logo.


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