Atado a la realidad más caprichosa y ya que Abrams estrena film (Star Treck, En la oscuridad), yo me pongo el mundo por montera y os adjunto la crítica que hice de su penúltima película, Super 8 ¡Qué os guste!
El logotipo de Amblin, entre otros, aparece acompasado por los acordes de la
melodía triste de Giacchino. Hacía
tiempo que no veíamos por aquí al niño con el extraterrestre subido en la
bicicleta sobre un fondo lunar. La idea premedita el comienzo de la proyección
y a la par, la evocación mental del espectador empieza a construir,
subliminalmente, un biotopo cinéfilo donde sus habitantes son aquellas
películas dirigidas y producidas por Steven Spielberg a mediados de los años
70 y durante los 80 del siglo pasado. La reminiscencia se apoya en un proceso
icónico autorreferencial, el signo transmutado en símbolo en la historia de Súper
8. En su fondo, la presencia de las bicicletas y el uso de las mismas,
generando autenticas carreras por el pueblo, la reunión familiar como una
simple cena, donde el caos reina entre la comida y el trasiego de las personas
alrededor de la misma o la figura del padre transformado en ogro de sus
vástagos, viviendo un pasado en presente que sepulta la esperanza de un futuro.
Y en su forma, los destellos de luz empleada por el director de fotografía, Larry Fong, auténticos ramalazos
focales azules que nos recuerdan a los efectos especiales utilizados en las
películas del rey Midas como Encuentros en la tercera fase (1977) o E.T.
(1982), o la utilización de los colores chillones tanto en la moda como en la
arquitectura de la ficción. Y es que la filmografía del director de Ohio de
aquel periodo (no hay que olvidarse de Gremlins (1984) de Joe Dante ni de Los Goonies (1985) de Richard Donner) va a funcionar como molde creativo para la
narración que estamos a punto de observar, no sólo forjando el ardid narrativo
de J. J. Abrams sino
complementándolo en parte pero no en el todo. Partamos de la base que estamos
contemplando un postrado homenaje al cine citado, convirtiendo un ejercicio posmoderno
retroalimentado de metalenguaje cinematográfico en eje vertebrador narrativo,
para llegar a un sincero y verdadero homenaje a la artesanía pionera
cinematográfica. Y aunque algo de posmodernidad sepa el propio Spielberg, sólo hay que citar su
tetralogía sobre Indiana Jones y su
disección sobre la aventura clásica, no comparte la profundidad intertextual
del mensaje cinéfilo de Abrams, y es
aquí donde se descubre la diferencia, nimia pero divergencia, y es aquí donde
se llega a una encrucijada: o creas (clasicismo) o destruyes (modernidad). El director de Super 8 tiene que
elegir una opción y como buen hijo de la posmodernidad que es, deambulará por
el camino de la (re)construcción, consciente de que lo que esta relatando no es
algo vivido por él, sino más bien, una reproducción de algo vivido por otros.
El punto de vista de Spielberg es la
añoranza de un tiempo pasado (la descripción de los objetos y personas que
pueblan sus ficciones primigenias) y el de Abrams
es el artificio, lo que ha visto a través de las fábulas spielbernianas. La propuesta no es original pero si su acercamiento
a una creación privada, alejándose de la
destrucción pública. Consiguiendo vestirla, y por lo tanto adjetivarla
individualmente, antes que desnudarla conjuntamente de significación. El
director nos está diciendo que por mucho descarrilamiento espectacular, por
mucha aparición de seres extraños, por mucha batallita, lo verdaderamente importante
reside en el significado íntimo frente a la vacuidad del fuego artificial. El
compositor y compañero del director en repetidas ocasiones, Michael Giacchino apoya desde el
principio como hemos apuntado, aportando a la pista sonora unas notas bajas,
anunciándonos su tono. El gozo nostálgico del disfrute pretérito de los films anteriormente citados, cuyo
armazón narrativo añoraban/arañaban al cine clásico en su pluralidad genérica,
se evapora rápidamente cercenado por la segunda secuencia de apertura de la
película, alguien ha muerto. La realidad golpea contundentemente a la tramoya.
La película nace de la última de las intimidades posibles, la de la defunción.
La madre del protagonista, Joe
Lamb (Joel Courtney) ha sufrido un accidente en la fábrica donde trabajaba,
despidiéndose del cariño del hijo y trasformando al padre, Jackson Lamb (Kyle
Chandler) en un naufrago de emociones. La noción de herida, camuflada en una pérdida,
acompaña tanto al hijo como al padre a lo largo de toda la historia hasta el
momento de la agnición, donde ambos asimilan la perdida del ser querido y la
asunción de seguir adelante. Dos momentos testifican el hecho dando
protagonismo al momento íntimo; uno, cuando el padre se dispone a buscar a su
hijo junto con aquel que cree que tuvo la culpa de la muerte de su esposa,
Louis Dainard (Ron Eldard) y que también busca a su primogénita, Alice Dainard
(Elle Fannig). El padre hasta ese momento odiaba a ese hombre porque fue al que
sustituyó su mujer antes de morir, si no se hubiese producido ese reemplazo de
última hora, ahora su esposa seguiría viva. Una sola frase de un secano diálogo
entre los dos adultos basta para exonerar la injusta culpa: “Fue un accidente”. Y el segundo momento
tienen lugar al final de la historia, cuando el hijo, agarrado de la mano de
Alice, se despoja del cordón umbilical en que se había transformado un collar
con la foto de su madre y la de él mismo, manteniendo la conexión con el amargo
pasado e impidiéndole superarlo. Ambas secuencias establecen sus parámetros
solitariamente mientras el mundo a su alrededor se esta destruyendo,
reverberando esta postura íntima y amplificándola en aquellas secuencias que
tienen como protagonista al formato que da título al film. Como el haz de luz que sale disparado del proyector de super
8, la película de zombies (una autentica película dentro de una película) es un
grito que golpea al poder establecido hollywoodiano,
esto es, a la profesionalidad monetaria frente a la ilusión como motor
creativo. Es aquí donde Abrams,
desgajándose de Spielberg, nos
desvela el secreto de su copia, el rendido homenaje al formato aficionado y a
sus implicaciones, desviándose de una peligrosa morriña sentimental que
destilan muchas de las ficciones del director judío y a la que peligrosamente
podría haber caído el mismo Abrams
(la secuencia en que Joel y Alice contemplan la película casera del joven con
su madre). La puesta es sincera a la simplicidad amateur del formato super 8
frente a la fastuosidad profesional del 35mm y valiente, ya que lo realiza
desde su atalaya, Paramount, donde le han producido Misión imposible III (2006)
o Star Treck (2009), atacando contundentemente desde su trinchera.
En mi época estudiantil de una
escuela de cine de cuyo nombre no quiero acordarme, veíamos muchos
cortometrajes y películas de cientos de directores, pero hubo una en particular
que me llamó poderosamente la atención. Estaba hecha, y nunca mejor empleado el
término artesanal, por un compañero que ahora es amigo, Dani Poza. Su corto se
llamaba La reconquista de Krismerión. No tenía ni pies ni cabeza argumental, no
se entendía absolutamente nada, pero destilaba un cariño y desbordaba ilusión
con sus maquetas. Abrams ha elegido
este camino, el de la utopía de que algún día alguien tendrá la oportunidad de
realizar sus sueños artísticos, ya sea en papel o en arcilla, sobre un cuadro o
utilizando celuloide o vídeo digital y sin que nadie, y en especial en este
país son profesionales de la intermediación, se interponga entre su creación y
él mismo. El director sigue las vías del ferrocarril, o más bien de la maqueta
del ferrocarril. El
mismo vehículo que eligió Orson Welles para
explicar lo que era el cine para él: “Es el tren eléctrico más maravillo del mundo.”
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