La memoria es selectiva y la mirada escoge los
elementos de esa recolección. Suele ser además bondadosa con uno mismo, opta
por aquellos momentos, imágenes que más nos han cautivado desde un espectro
positivo. Al pasar los años nos damos cuenta que lo benéfico es lo que se
alambica en nuestra mente, recordándonoslo toda la vida. Incluso la fabricación
puede llegar a ser terriblemente engañosa, creándose un pasado ficticio donde había
ruinas, podemos llegar a recordar castillos. A esa primera imagen me remito
para adentrarme en mis propios recuerdos, en mi propia cinefilia para
redescubrir un santuario. Uno de los pocos que poblaban el lugar que me vio
crecer, Medina del Campo. Me refiero al descubrimiento de la sala del proyector
del cine Lope de Vega del que os he hablado tantas veces. Se accedía a ella a
través de una pequeña escalera de caracol arrinconada en el lado derecho de la
entrada del cine, justamente en frente de la diminuta cafetería (una barra de
un par de metros guardaba una minúscula cafetera). Una vez subidos los peldaños
de la escalera te enfrentabas a un pasillo que te recibía con una oscuridad que
combatía los dos únicos puntos de luz existente, situados al fondo. A medida
que deambulabas por la extensión del mismo te dabas cuenta que esos dos puntos
luminosos correspondían a dos habitáculos; el primero era la sala propiamente
del proyector, su gutural ruido te daba la bienvenida, y la otra, era un cuarto
donde se rebobinaba la película, y en algunos casos hasta se montaba. Era una
especie de carnicería para el celuloide donde el proyeccionista cortaba los
sobrantes y los pegaba. Cantidad de material fotográfico de celuloide y
material de publicidad se amontonaba alrededor de una especie de moviola
artesanal donde se cargaba la película y con una manivela se adelantaba o
retrasaba. Jamás en mi vida estuve tan placenteramente rodeado de tanta basura
cinematográfica. Al contemplar otra vez la Princesa Prometida, me ha venido a
la memoria ese primer momento. Es una mirada, la del nieto (Fred Savage)
después de que su abuelo (Peter Falk) haya terminado de leer la novela. Es un
plano que contiene un rostro casi extasiado. Es un ejemplo de asimilación y de
transmisión de un legado. El joven ya no volverá a ser el mismo y esa mirada
perdida, recordando aquellos momentos, le acompañaran toda su vida e incluso
puede que le forme como persona. Ha pagado su tributo.
Podríamos decir que de eso mismo trata Scaramouche
(1952). De esa primera sensación de goce que se nos queda sellada en nuestra
memoria eternamente. La primera versión de la obra de Rafael Sabatini (autor
del Capitán Blood o El Cisne Negro), la película muda de 1923 dirigida por Rex
Ingram, nos mostraba una ficción muy sujeta a lo que se suponía que podría
haber sido los hechos acontecidos en el periodo revolucionario francés; la
versión de George Sidney pareciese más preocupada en la estética que en la verosimilitud. Otra época, otro tiempo. En los años cincuenta había que
entretener a un público, sin importarles en absoluto el grado de realidad
impreso en los fotogramas, ya vendría los años sesenta cargados de cinema
verité. Por lo tanto Scaramouche es ante todo una escenificación de la
espectacularidad entendida como atracción de feria para masas. Es por eso que
la imagen del teatro y todo lo que lo rodea es representado con un detallismo
pasmoso. Desde el principio, vamos a seguir a una troupe de saltimbanquis que
se esfuerzan por representar una y otra vez las aventuras y desventuras del
inefable personaje Scaramouche. André Moreau (Stewart Granger) busca a su
futura esposa en unas roulettes de comediantes, que parecen gitanos, marginados
de la sociedad prerrevolucionaria francesa (Eleonor Parker se va a casar con un
adinerado noble pero es rechazada por su condición de comediante y por la
intrusión de André informándole al respecto).Más adelante el propio
protagonista, al mismo tiempo que va alimentando su venganza, irá aprendiendo
el camino de la esgrima y también se adentrará en la comedia del arte, viajando
de representación en representación hasta culminar en el Teatro de la Ópera
parisiense, donde se producirá uno, sino el mejor, duelo de espada de la
historia cinematográfica. Porque no tenemos que olvidarnos que por mucho ruido
de floretes, por mucho amorío entrelazado sobre un triángulo amoroso, por mucho
verso electrizante, nos encontramos ante una tragedia clásica. La
historia de un hombre que no sabe quién es (se oye muchas veces durante la
narración una pregunta: ¿quién es Scaramouche?, personaje que adopta el
protagonista) y que en su trágico deambular se enamora de su hermana y casi
mata a su hermano. En esa batalla entra la consciencia y la inconsciencia
dirimida en un duelo, un enfrentamiento desarrollado entre bambalinas nos damos
cuenta del poder de una mirada, que no se sabe muy bien porque, pero hace
frenar a André a acometer el sacrilegio.
El camino de André es uno afianzado en la venganza por el asesinato de un amigo perpetrado por el Marqués de Maynes (Mel Ferrer). Después de muchos encuentros y desencuentros, por fin logra hacer realidad dentro de una pantomima, el choque de filos entre ambos espadachines. Pero es en su resolución después de haber disfrutado en su desarrollo, cuando se produce una cierta anagnórisis encubierta representado en ese cruce de miradas, que apenas dura unos segundos pero que dejan a los espectadores suspendidos indefinidamente. Será un personaje fantasmagórico, el padre del amigo asesinado (Lewis Stone) quien desvelará el misterio. Podríamos finalizar diciendo que el protagonista ya no está sujeto a su pasado, esa primera mirada le ha desvelado su origen y quién es de verdad; sabe que Alaine (Janet Leigh) no es su hermana y que su contrincante es su hermano, pero a un nivel más conceptual podríamos analizar todo un proceso estructural sujeto a una metanarratividad pasmosa. Todos los duelos entre los personajes, los encuentros y las clases de esgrima, así como las variadas escenificaciones teatrales, están sujetan al poder dictatorial del punto de vista de la cámara. A través del objetivo se filtra un mundo y es por esa ranura por la que descubrimos un estilo. Existe dos momentos donde confluyen ambas miradas, la del director y la del espectador. Cuando André aborta el casamiento de Elenora, el personaje se introduce en el carromato y la cámara lo sigue hasta posicionarse en el interior. En un momento llega a estar el espectador casi sentado con los tres personajes, ella, el noble y André. La cámara selecciona su objetivo (como decíamos al principio respecto a la memoria) y se acerca sutilmente hasta encuadrar a los dos amantes, después recula al mismo tiempo que se pregunta ella donde estará su noble. La cámara regresa a su ubicación originaria descubriendo que ya no está. Eso es escribir con una cámara y hace mucho tiempo que ya no se hace. El otro momento es la adjetivación del personaje de Lewis Stone como uno fantasmagórico. Es un personaje que pertenece a otro mundo, otra época (hizo de Marqués Maynes en la versión silente) y desaparece como tal, se desvanece como si fuese una sombra. Realiza su función y desaparece. Es el garante del significado en el periplo del protagonista y una vez que informa al mismo, trasmitiendo la verdad, se esfumará del plano. Y Sidney lo realiza de forma brusca, al cambio del mismo. Pasamos de un plano americano a uno general donde ya no está. Detalles de un genio que no solo sabía hacer musicales sino algo más.
Esa imitación de un jolgorio visual que bien podría representar esa primera mirada, fosilizada a un género concreto, el de capa y espada comúnmente llamado por estos lares como “de espadachines”, también la tenemos en La Princesa Prometida (1987), aunque con una salvedad. El film de Rob Reiner es el siguiente paso a esa teatralización inocente, su construcción fabulesca. La película de Sidney es la representación de una alegría puesta en imágenes y la de Reiner es el origen de su construcción. Según palabras de su director, “La Princesa Prometida es la celebración de la narración.” Para llegar a tal aseveración hay que deconstruirla. La génesis parte de una novela escrita por William Goldman que se pasó más de diez años intentando sacarla a relucir cinematográficamente. El destino nos juega malas pasadas a veces y de eso habla el film, de siempre hacerle frente y, aunque estemos en el mundo de los cuentos, la paradoja quiso que por fin el guion, escrito también por él, se hiciese realidad bajo la dirección de un amigo suyo, Rob Reiner.
El camino de André es uno afianzado en la venganza por el asesinato de un amigo perpetrado por el Marqués de Maynes (Mel Ferrer). Después de muchos encuentros y desencuentros, por fin logra hacer realidad dentro de una pantomima, el choque de filos entre ambos espadachines. Pero es en su resolución después de haber disfrutado en su desarrollo, cuando se produce una cierta anagnórisis encubierta representado en ese cruce de miradas, que apenas dura unos segundos pero que dejan a los espectadores suspendidos indefinidamente. Será un personaje fantasmagórico, el padre del amigo asesinado (Lewis Stone) quien desvelará el misterio. Podríamos finalizar diciendo que el protagonista ya no está sujeto a su pasado, esa primera mirada le ha desvelado su origen y quién es de verdad; sabe que Alaine (Janet Leigh) no es su hermana y que su contrincante es su hermano, pero a un nivel más conceptual podríamos analizar todo un proceso estructural sujeto a una metanarratividad pasmosa. Todos los duelos entre los personajes, los encuentros y las clases de esgrima, así como las variadas escenificaciones teatrales, están sujetan al poder dictatorial del punto de vista de la cámara. A través del objetivo se filtra un mundo y es por esa ranura por la que descubrimos un estilo. Existe dos momentos donde confluyen ambas miradas, la del director y la del espectador. Cuando André aborta el casamiento de Elenora, el personaje se introduce en el carromato y la cámara lo sigue hasta posicionarse en el interior. En un momento llega a estar el espectador casi sentado con los tres personajes, ella, el noble y André. La cámara selecciona su objetivo (como decíamos al principio respecto a la memoria) y se acerca sutilmente hasta encuadrar a los dos amantes, después recula al mismo tiempo que se pregunta ella donde estará su noble. La cámara regresa a su ubicación originaria descubriendo que ya no está. Eso es escribir con una cámara y hace mucho tiempo que ya no se hace. El otro momento es la adjetivación del personaje de Lewis Stone como uno fantasmagórico. Es un personaje que pertenece a otro mundo, otra época (hizo de Marqués Maynes en la versión silente) y desaparece como tal, se desvanece como si fuese una sombra. Realiza su función y desaparece. Es el garante del significado en el periplo del protagonista y una vez que informa al mismo, trasmitiendo la verdad, se esfumará del plano. Y Sidney lo realiza de forma brusca, al cambio del mismo. Pasamos de un plano americano a uno general donde ya no está. Detalles de un genio que no solo sabía hacer musicales sino algo más.
Esa imitación de un jolgorio visual que bien podría representar esa primera mirada, fosilizada a un género concreto, el de capa y espada comúnmente llamado por estos lares como “de espadachines”, también la tenemos en La Princesa Prometida (1987), aunque con una salvedad. El film de Rob Reiner es el siguiente paso a esa teatralización inocente, su construcción fabulesca. La película de Sidney es la representación de una alegría puesta en imágenes y la de Reiner es el origen de su construcción. Según palabras de su director, “La Princesa Prometida es la celebración de la narración.” Para llegar a tal aseveración hay que deconstruirla. La génesis parte de una novela escrita por William Goldman que se pasó más de diez años intentando sacarla a relucir cinematográficamente. El destino nos juega malas pasadas a veces y de eso habla el film, de siempre hacerle frente y, aunque estemos en el mundo de los cuentos, la paradoja quiso que por fin el guion, escrito también por él, se hiciese realidad bajo la dirección de un amigo suyo, Rob Reiner.
El mundo del cuento, de la fábula es el cosmos por
donde las estrellas fugaces se irán moviéndose, desarrollándose la narración y desplegándose
el contenido moral del mismo. Esa es una de las razones por las que los cuentos
son tan populares y persisten entre nosotros por tanto tiempo. El mensaje que
encierra un cuento es proporcional a su contenido moral y ético; luego podráss
disfrazarlo con la estética que tú desees pero la valía temporal del mismo va
irresolublemente afianzada a su moralidad. Ver un cuento en cine es representar
esa moral elevada a la máxima expresión artística, aupando no solamente el orgullo de cada creador sino incordiando al del espectador,
provocándoselo. No es el caso en La Princesa Prometida que parte de un
riguroso presupuesto, si lo comparamos con otras producciones de la época y de
la misma casa, la 20TH Century Fox con Willow (1988, Ron
Howard) un año después. Pero existe algo donde nos podemos detener para elogiar
la propuesta de Reiner/Goldman.
La película, o más bien su audio, no empieza con la típica fanfarria grandilocuente a que estamos acostumbrados. No, lo que oímos sobre el título del film es una tos infantil. Más allá del genérico hay un niño, posiblemente enfermo, esperando. La imagen nos da la razón, abriéndose de un fundido del negro para mostrarnos los pixeles coloridos de un juego de consola. El plano general de la habitación donde se encuentra el niño nos lo sitúa referencialmente. La narración puede empezar, aunque la verdadera, a la cual nos vamos a enfrentar, tendrá que esperar un poquito más ya que falta que llegue el maestro de ceremonias para inaugurarla. El abuelo hace su acto de presentación escénico, como si fuese el dueño de esa habitación, de ese plano general (cosa que solo los grandes pueden hacer) ante la desengañosa mirada de su nieto y la pasiva de su madre que los deja solos. La mirada primigenia se construye ante los ojos del niño. Primeramente, desde una cierta decepción (todos nos hemos sentido alguna vez engañados por los seres que más queremos, para darnos cuenta después que hemos disfruta con ellos), otra aburrida tarde de sábado con el matusalén “batallitas” del abuelo. Pero esta vez parece diferente y aunque las formas sean las mismas, apretujón mofletudo correspondiente, trae un regalo. La sorpresa es su segundo estadio constructivo de esa mirada. El nieto despedaza el papel que envuelve el regalo para ofuscarse de nuevo, descubriendo que es un inservible y, posiblemente, aburrido libro. La ironía del abuelo frena esa negativa incertidumbre, recordemos que hemos empezado en el mundo de la acción, el de los videojuegos, diciéndole que en su época a la televisión se le llamaba libro y que relatar un cuento o novela forma parte del proceso transmisor del legado social. La película lo pone en escena dignamente, apoyado sobre una travelling de aproximación hacia el rostro del narrador, lentamente la imagen se disipa y el mito entra en nuestras retinas corroborando el hecho mágico de que contar un cuento se tendría que institucionalizar como una más de las asignaturas que cursan nuestros niños en los colegios. Cuando el abuelo termine, después de una serie de momentos modernamente destructivos, el plano se posará en el narratario y esa mirada que se le queda al niño, es la que se me quedó a mí cuando os describí mi primer encuentro con ese proyector de un cine perdido en la meseta castellana. ¡Ojalá que en ese momento hubiese escuchado la melodía de Mark Knopfler en la canción interpretada por Willy de Ville, “Storybook Love”!: “Come my love, I’ll tell you a tale of a boy and girl and their love story…”.
Es curioso pero aunque solo mencione ambos films, se escenifican en mi recuerdo un grupo de miradas extraordinarias, conformándose en mi cabeza un coro griego. En el cine, al final todo se basa en la mirada y en una posible gradación de la misma, la primera, tanto para el personaje como para el espectador, es la que cuenta. Mientras escribo estas frases, me acompañan la mirada afilada de Iñigo de Montoya a punto de cumplir su deseo, matar al hombre de seis dedos que acabó con la vida de su padre:
O la de André, descubriendo su secreto de nacimiento:La película, o más bien su audio, no empieza con la típica fanfarria grandilocuente a que estamos acostumbrados. No, lo que oímos sobre el título del film es una tos infantil. Más allá del genérico hay un niño, posiblemente enfermo, esperando. La imagen nos da la razón, abriéndose de un fundido del negro para mostrarnos los pixeles coloridos de un juego de consola. El plano general de la habitación donde se encuentra el niño nos lo sitúa referencialmente. La narración puede empezar, aunque la verdadera, a la cual nos vamos a enfrentar, tendrá que esperar un poquito más ya que falta que llegue el maestro de ceremonias para inaugurarla. El abuelo hace su acto de presentación escénico, como si fuese el dueño de esa habitación, de ese plano general (cosa que solo los grandes pueden hacer) ante la desengañosa mirada de su nieto y la pasiva de su madre que los deja solos. La mirada primigenia se construye ante los ojos del niño. Primeramente, desde una cierta decepción (todos nos hemos sentido alguna vez engañados por los seres que más queremos, para darnos cuenta después que hemos disfruta con ellos), otra aburrida tarde de sábado con el matusalén “batallitas” del abuelo. Pero esta vez parece diferente y aunque las formas sean las mismas, apretujón mofletudo correspondiente, trae un regalo. La sorpresa es su segundo estadio constructivo de esa mirada. El nieto despedaza el papel que envuelve el regalo para ofuscarse de nuevo, descubriendo que es un inservible y, posiblemente, aburrido libro. La ironía del abuelo frena esa negativa incertidumbre, recordemos que hemos empezado en el mundo de la acción, el de los videojuegos, diciéndole que en su época a la televisión se le llamaba libro y que relatar un cuento o novela forma parte del proceso transmisor del legado social. La película lo pone en escena dignamente, apoyado sobre una travelling de aproximación hacia el rostro del narrador, lentamente la imagen se disipa y el mito entra en nuestras retinas corroborando el hecho mágico de que contar un cuento se tendría que institucionalizar como una más de las asignaturas que cursan nuestros niños en los colegios. Cuando el abuelo termine, después de una serie de momentos modernamente destructivos, el plano se posará en el narratario y esa mirada que se le queda al niño, es la que se me quedó a mí cuando os describí mi primer encuentro con ese proyector de un cine perdido en la meseta castellana. ¡Ojalá que en ese momento hubiese escuchado la melodía de Mark Knopfler en la canción interpretada por Willy de Ville, “Storybook Love”!: “Come my love, I’ll tell you a tale of a boy and girl and their love story…”.
Es curioso pero aunque solo mencione ambos films, se escenifican en mi recuerdo un grupo de miradas extraordinarias, conformándose en mi cabeza un coro griego. En el cine, al final todo se basa en la mirada y en una posible gradación de la misma, la primera, tanto para el personaje como para el espectador, es la que cuenta. Mientras escribo estas frases, me acompañan la mirada afilada de Iñigo de Montoya a punto de cumplir su deseo, matar al hombre de seis dedos que acabó con la vida de su padre:
Son solamente dos ejemplos pero el universo cinematográfico está plagado de ellos. ¡Buscadlos!
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