La
antítesis que encierra el título no es aleatoria es completamente intencionada
como lo es también el musical de Sondheim y Lapine. Todo el mundo entiende, o
al menos de esta parte del mundo la
occidental quiero decir, que el cuento es un relato de adultos contado a los
niños y que con el paso del tiempo su
contenido ha ido degenerando en algo “suave”, estéticamente didáctico
enclaustrado en una moraleja. Es más, siempre se le ha adjetivado el componente
feérico para proporcionarle más encanto si cabe. Por poner un ejemplo oriental,
Las Mil y una Noches es totalmente diferente a la percepción que tenemos del cuento.
Su laberíntica estructura se aleja de la simpleza de nuestros relatos
infantiles; su numerosa población actante desborda a los individuales
protagonistas de nuestros relatos y en lo único en lo que pueden llegar a estar
de acuerdo es en su misteriosa génesis, perdida en el albor del pretérito. Por
lo tanto podríamos decir que nuestros cuentos son narraciones bonitas que
cuentan algo terrible pero que al final la crueldad de su contenido es
transformada en un final feliz. Bueno, la verdad es que eso no fue así hasta
que esos cuentos murieron sobre el papel. Antes fueron composiciones orales que
se trasmitían de generación en generación, viajando de un sitio a otro y no
tenían por qué ser tan políticamente correctas como lo son ahora. En cualquier
caso tendríamos que agradecérselo a los hermanos Grimm o a Charles Perrault su
corrupta conservación a nivel literario y al tío Walt a nivel cinematográfico. El
origen de los cuentos es tan neblinoso como sus traducciones que con el paso
del tiempo, en una escala menor pero igual que le ha podido pasar al gran cuento
que es la Biblia, han ido reinterpretando sus significados hasta quién sabe qué
final. Lo que es evidente es el proceso manipulador sufrido que podríamos
emparentarlo con la creación de una película o un musical. Bien, con Into the
Woods sus creadores han querido realizar una operación un tanto curiosa:
experimentar, o más bien jugar con la idea, el concepto del cuento occidental
pero apoyándose en elementos orientales como ya hemos señalado. Y lo hacen otorgándolo
consciencia, o mejor, autoconsciencia a los mismos. Como si de una “muñeca
Matrioska” se tratase se van presentando los cuentos en forma de sus
personajes, uno a uno para entrelazarlos y unir sus desarrollos encauzándolos a
un bosque de tintes “buñuelianos” (vertiente Ángel exterminador, 1962) del que
es fácil entrar pero que jamás saldrán.
Prueba de ello es el primer número
musical de la función. Matemáticamente se van enhebrando los hilos para acabar
en una diégesis de cierto cariz irónico. Esto es otro elemento importante, otra
herramienta postmoderna que se operará en el universo del show. La ironía está
presente en muchos momentos. Cuando el Príncipe Encantador (Chris Pine) le dice
a Cenicienta (Anna Kendrick) que a él le enseñaron a ser encantador pero no
sincero, después de serla infiel con la mujer del panadero (Emily Blunt), ahí
está reforzando el componente postmoderno. Y es que la génesis de Into the
Woods es una muy “Brechtiana”. La autoevaluación constante de ser consciente, en este caso, de pedir un
deseo. Los protagonistas de este musical no lo son. El relato comienza con un
“Yo deseo…” y todo el relato del mismo versará sobre esa plegaria dividiéndose
en dos partes bien diferenciadas por su tonalidad, su duración milimétricamente
coreografiada en el musical menos coreografiado de la historia, y en sus
estructuras. La primera hora podría ser la del relato ortodoxo, lo que se
entiende por un cuento, presentación de los diversos personajes que lo habitan
deseando algo y sus desarrollos por todos conocidos. La segunda hora correspondería
a la parte más heterodoxa, donde los personajes se enfrentan a sus
responsabilidades del deseo adquirido. El soñador Jack (Daniel Huttlestone) y
su represiva madre (Tracey Ullman) tomarán ventaja de los suyos, convirtiéndose
él en un ladrón y ella en una pomposa ricachona; la inocencia de Caperucita
Roja (Lilla Crawford) se transformará cuando conozca al Lobo (Johnny Depp) en
un pragmatismo sanguinario representado por esa nueva caperuza lobuna;
Cenicienta descubrirá que quizás su príncipe no es tan ejemplar como hemos
visto al comienzo. Aunque parezca mentira el único personaje íntegro y honrado
es el de la Bruja (Meryl Streep), que haciendo lo que hace (retener a una niña
durante más de veinte años, encerrándola en una torre), es consciente de su maldad
y se enfrenta a la hipocresía del resto con sus principios inalterados.
Pero
existe una novedad en la propuesta. Es la incorporación del testigo dentro de
la fábula, y no estoy hablando del narrador que también existe de una manera
extradiegética, sino de uno diegético, bueno en este caso se trata de dos, una
pareja, el Panadero (James Corden) y su desleal esposa que ya hemos mencionado.
Son personajes que no son originariamente de ningún cuento y proporcionan el
punto de vista del espectador guiándole por la trama. Es el aliado postmoderno
de la narración, emparentándolo con el espectador contemporáneo. Ellos tendrán
que conseguir una serie de objetos para poder engendrar después de haber
pactado con la Bruja su obtención. Dicho esto y sin olvidar la forma, un
musical, dentro del contenido, una película podríamos ir directamente al Into
the Bushes de la crítica.
Os preguntareis si lo anteriormente redactado
podría perfectamente encajar en cualquier versión de Broadway y si es así, que lo es, ¿qué tendría de nuevo
la versión cinéfila? o mejor ¿qué intención tendría una nueva versión de la
misma? Para la primera pregunta tengo un NADA y para la segunda, la respuesta
iría a parar al callejón oscuro de la rentabilidad económica construido por los
buenos productores, aquellos dispuestos a arriesgar absolutamente nada para
obtener el máximo de los beneficios. Pero ensuciémonos que para eso estamos. Analizar
un cuento hoy en día es mancharse las manos. Es realizar un viaje al otro lado
del espejo “carrolliano” para encontrar que la moraleja inherente en toda
fábula está bañada por una pátina de conservadurismo (y todo lo que implica el
termino social, económico y existencial) al que hay que combatir. El tema
principal de Into the Woods es la responsabilidad comunal (en palabras de
Sondheim). Al principio los personajes actúan por sí mismos desembocando el
caos y solamente serán capaces de desenredarlo si trabajan juntos en equipo
para enmendar los errores de pedir sus deseos. Pues bien, dentro del discurso
liberal siempre se esconde pequeños resquicios de su contrario. Lo podemos
rastrear en el personaje de la mujer del Panadero. Muere porque le ha sido
infiel, ni más ni menos. Al Príncipe no le pasará nada, seguirá desflorando
damiselas que es lo que suelen hacer los príncipes encantadores pero el
personaje femenino ha recibido su castigo narrativo. Ni Walt Disney en sus
mejores momentos lo hubiera hecho mejor. A veces mirar de cerca no es lo más
satisfactorio, lo mejor es contemplar las cosas de lejos para poder tener una
perspectiva que te permita un mejor análisis de los hechos. Sondheim y Lapine
han querido reunir a los cuentos a la luz de una fogata en un bosque
surrealista conscientes de su inutilidad como moralistas, ejerciendo mejor como
herramientas de un entretenimiento que proporciona goce. De ahí lo de Into the
Bushes y de ahí la formación de la retórica antítesis. Dos frases de igual
número de palabras pero de significando distinto en sus finales.
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