“Se terminó la
noción “romántica” de ver las películas solamente en la pantalla grande”.
Ted Sarandos.
El encargado del departamento de contenidos en
Netflix recuerda su primer acercamiento a la empresa, como un viaje a Marte. Lo que más le llamó la atención fue un cierto caos representado
por infinidad de cajas distribuidas desordenadamente por todos lados. Lo que estaba viendo, y en ese
momento no era consciente, era el objeto que hacía posible el envío de miles de
dvds a millares de casas en Estados Unidos. Gracias a esas cajas, estaban
manteniendo el negocio, uno que cambiaría drásticamente con la irrupción de
Internet. Con el paso del tiempo el empresario cambió de actitud y empezó a
apostar por la compañía. Se produjo un interesante proceso mental, pasó de la duda sobre su futuro laboral a creer en el proyecto de Reed Hastings, convirtiendo su decisión en acto de
fe. Hoy en día ya sabemos qué es el streaming
y cómo utilizarlo, pero en los días pioneros de la técnica digital debió ser
complicado comprender el presente con vistas a un futuro incierto. El concepto
de apuesta es vital ya no sólo en el mundo empresarial, sino en todo aquello que nos preocupa. El desafío a lo desconocido indica
el camino, pero es uno peligroso. Lo mismo tendría que haber pensado Alfonso Cuarón cuando se alió con
Netflix para sacar adelante su nuevo proyecto, Roma (2018). Algo tuvieron que
ver para producir el film al creador mejicano. Es cierto que Cuarón no es el mismo que hace unos
años, cuando empezaba a ser reconocido por películas como Y tu mamá también
(2011) por ejemplo, pero qué duda cabe que su proyecto más reciente es uno
personal, honesto y valiente. Un regreso, desde el altar
industrial, a un cine más intimista, más pequeño, aunque como veremos, seguirá
intentando romper con lo establecido o, por lo menos, con esa sensación rancia
de acotar los géneros y las formas visuales. Roma podría calificarse de film
contradictorio en un sentido técnico. Rodada en digital de 65 mm en blanco y
negro, la sensación que uno tiene es que está contemplando, efectivamente, una película en
blanco y negro pero una contemporánea. Al director no le interesa un blanco y negro
referencial, más bien está abrazando un cromatismo moderno, alejándonos de una posible elegía de un tiempo
perdido. También rompe con la concepción de la puesta en escena intimista,
aunque existen momentos para la intimidad por supuesto, y también transforma el proceso identificativo entre el
espectador y el personaje. En definitiva pequeños destellos de observación, o mejor dicho, recuerdos de un mundo.
Roma. Asalto a la
inocencia.
“Ese México
nos parecía detestable, queríamos mostrar el otro México. El que conocemos,
donde está la ignorancia, la deodez, la falta de educación, la miseria, […].
Mucho más que la intención de hacer películas, queríamos hablar de otra cosa y
eso nos exigía implicarnos en temas políticos.”
Felipe Cazals en Canoa (1975).
Roma nos
cuenta los recuerdos de Alfonso Cuarón
(su infancia en los años setenta del siglo pasado) y Canoa, describe un suceso
del pretérito perteneciente a los sesenta (el linchamiento de cinco empleados
universitarios y un campesino que los hospedó, en San Miguel Canoa). ¿Por qué
elegir Canoa y no otra película mejicana, o mejor dicho, por qué no elegir a
otro director azteca? No sólo Cuarón
pero también podríamos citar a Iñárritu
o Del Toro, cineastas de rabiosa
actualidad, que consideran a Cazals
como uno de sus maestros y sus films, piedras angulares de la filmografía
universal. Cuando el prestigioso sello Criterion decidió sacar una nueva copia
de Canoa, no lo dudaron ni por un segundo, tanto Guillermo como Alfonso
aparecieron en los extras del DVD/Bluray, haciendo el primero una presentación
de la película y el segundo una masterclass con el maestro. Los relatos de Roma
y Canoa están relacionados con un año y no es el de la producción de sus
respectivos trabajos: 1968. El 14 de Septiembre de ese año se produjo el
linchamiento y, solamente 18 días después, el 2 de Octubre, se produjo la
masacre de Tlatelolco en la Plaza de las tres culturas de la capital mexicana.
Tres años después, sucederá otra masacre, la del Corpus Christi o llamada el
Halconazo, en el D.F. de la cual Cuarón
tomará buena nota.
La violencia imbrica la estructura de las dos películas pero
con diferente ímpetu narrativo. Para una supone su eje vertebrador (Canoa), y
por tanto su mostración directa de los hechos, y para la otra (Roma), es una nota a pie
de su diégesis, y por tanto tiene más de demostración elusiva. De hecho existen dos
planos que se comunican entre ambas ficciones, uniéndose en ese “metadiscurso”
sobre la potestad de la violencia y su control. Coinciden en dos momentos
intensos de ambos relatos. En Canoa, un personaje se acerca a cámara portando
un hacha, posicionándose en plano detalle al espectador y en Roma, es una
pistola ubicada en la misma posición y mostrándose de igual manera al testigo
de la narración. Resonancias formales que se nutren de un mismo contenido para
posicionar su denuncia sobre un mismo tiempo. Lo expresa mejor Cazals cuando revisitó su film en los
institutos, mostrándolo a los jóvenes. Éstos al finalizar las proyecciones se
mostraban descreídos, porque no pensaban que este tipo de cosas pasaba en su
país y, porque pensaban que era algo impensable que se les hiciese a jóvenes
como ellos: “luego entonces la película
si educa. El cine es mucho más cabrón de lo que parece y para eso está hecho.”
Si nos quedásemos con las palabras del veterano director mexicano, tendríamos
al principio la construcción de una denuncia y al final, su análisis. Pues bien,
Roma denuncia y analiza pero de una manera marginal. Es por esa razón que sus
mecanismos de contestación no sean tan directos como los de Canoa y prefieren perderse en los
detalles (los íntimos y los sociales).
Dado que la película de Cuarón es una rodada cronológicamente, es importante fijarse en su
comienzo mismo. La génesis del relato es una apuesta por un discurso lateral de
los hechos. Arranca con un primer plano de unas baldosas en el suelo. La imagen
por lógica sería la que protagonizará el susodicho plano, que lo es, pero lo
prioritario está construido bajo otro punto de vista, el sonoro, por tanto nos
encontraremos con un proceso curioso y tremendamente difuso como es el de la auricularización,
estableciéndose la ficción bajo los parámetros del fuera de campo cinematográfico.
Escuchamos como el agua se vierte sobre la superficie y después oímos una
frotación. Emerge el milagro. La superficie de baldosas es una opaca
pero con la invasión del agua, se vuelve diáfana y se conforma una especie de
marco por donde vemos reflejado un avión que pasa de un lado a otro.
Las
sucesivas incorporaciones del líquido y el posterior fregado del suelo con esas
burbujitas del jabón Roma, típico de la época, harán desaparecer y regresar la
imagen, convirtiendo la puesta en escena en algo que pareciese nacido del azar
creativo. Nada más lejos de la realidad. Stéphane
Mallarmé (1842-1898) lo explicó muy bien bajo un título de un poemario suyo: “Un golpe
de dados jamás abolirá el azar”. La opción escogida por el director para “celebrar la noción de espacio y respetar el
tiempo que fluye en su interior” se conseguirá con el movimiento panorámico
pivotando sobre el mismo eje de la cámara, en dos movimientos (de derecha a
izquierda y viceversa), pareciendo la única solución posible para esperar que ocurra
algo y la cámara lo capte. Es decir, para que los personajes dejen de actuar y
simplemente existan en ese tiempo concreto, sustraído del recuerdo. Y no convendría olvidarnos de ese avión. Su
presencia, ya no sólo al principio, sino durante y en al final de la historia
nos conducirá a un interesante símil. Es algo lejano, perdido en las nubes,
carente de protagonismo social y político en la historia pero puede ser al mismo tiempo, testigo excepcional de los hechos debido a su distancia. Además
formalmente, el movimiento del avión es uno que después imitará el movimiento
panorámico de la cámara ya descrito. Después de visionar la
película, uno tiene la sensación, escribiendo sobre ella, de que esa aeronave
bien podría ser la personificación de la protagonista, Cleo (Yalitza Aparicio), ya que aparece
cuando está ella y además, sobre la misma recaerá también ese mismo movimiento
oscilatorio con todo lo que la irá sucediendo y con todo lo que será testigo. No
existe la duda al respecto, nos encontramos ante la construcción de una mirada,
la de Cleo. Es el primer personaje en aparecer despertando, literalmente, a la
casa y a sus habitantes, convirtiéndose sencillamente en nuestra guía
narrativa.
A través de sus ojos miraremos el mosaico de un país donde la
familia será el punto de partida para hablar de la perversa relación entre
raza, clase y sexo, enquistados social y políticamente. Cuarón delega sobre ese punto de vista, al que no pertenece pero
al que se somete para confeccionar su homenaje a la inocencia, ya no sólo de un
personaje sino de sus gentes, realizándolo sutilmente pero al mismo tiempo,
disfrazándolo de una verosimilitud maliciosa. Todos los planos generales en
exteriores, salvo aquellos acontecidos en el interior de la finca, o más
concretamente en sus límites, aportan el contexto político a través de un
milimétrico atrezzo en forma de carteles publicitarios por las calles. Los del
presidente electo Luis Echeverría son un buen ejemplo. De alguna manera, “lo
político”, busca su protagonismo en la narración En la finca de la familia, la
relación humana es tan potentemente estratificada, que es impensable la
presencia política. Es un lugar que nos remite al anacronismo. Pareciese un
señorío feudal, donde los nobles van a cazar y divertirse, y es donde mejor se
ejemplifica la relación clasista de sus miembros. Cuando Cleo cambia de
ambiente y deja a la familia, baja por una escalera que la conduce a otro
espacio, a uno rodeada de los suyos. Por lo tanto, ya no sólo se establecen
muros entre los seres humanos sino tan bien se edifican fronteras geográficas,
denotando que la distancia escénica es psíquica y física al mismo tiempo, negando
cualquier relación paritaria, y haciéndonos recordar al Renoir de La Regla del juego (1939), cuando posiciona a sus
personajes en diferentes ambientes bajo un mismo techo. Y si bien es cierto que
también esto pasaba en la casa de la colonia Roma, donde las dos trabajadoras
domésticas nos regalaban una cariñosa privacidad, a la hora de hacer sus
ejercicios gimnásticos o al intercambiar sus chismes, separadas del resto de la
vivienda y de sus habitantes, el director nos deja entrever en esos retazos de
cotidianidad la posibilidad de una alianza, la edificación de una esperanza,
aunque sea una marginal: la mano del niño más pequeño posándose sobre el hombro
de Cleo y ésta agradeciéndole, rozándolo cariñosamente cuando toda la
familia está absorta viendo la televisión.
Existe otra diferencia sustancial
entre los dos únicos escenarios protagónicos de la historia, donde conviene
resaltar el componente de género. En la finca, la presencia del hombre es
notoria, o diríamos que la femenina es bastante conformista, mientras que en la
casa es casi ausente. Es más, Cuarón
nos presenta a su padre, descuartizado hitchcockianamente
en planos detalle y primeros planos. La figura del hombre en la finca es más protagónica, son los garantes
de la acción, los que pueden ejercer la violencia y aparecen disparando o
intentando aprovecharse de alguna de sus habitantes y también son los primeros
en caer en las garras de Baco, mostrándose un irónico cruce entre fortaleza y
debilidad. La ridícula aparición de las armas, disparando a la nada (otra vez
la figura del off cinematográfico) pudiese presagiar el advenimiento de la
violencia, pero ya hemos sido testigos de otro aviso, en forma de terremoto,
cuando Cleo está en el Hospital y se produce el temblor. Es un vaticinio
narrativo de algo que hará transformar al personaje, se va a convertir en
madre, aunque el plano con los cascotes sobre una incubadora de un bebé prematuro
no auguran nada bueno al respecto, y también se cierne sobre el panorama
político una mutación. Atrás dejaremos los bulliciosos planos generales de la
gente disfrutando de la vida en la calle, invadiendo las tiendas, los cines,
siendo registrados por travellings horizontales para acabar con otros tipos de
planos generales (los de la manifestación por ejemplo), rodados en la
distancia, parapetando a sus testigos, y de una cualidad estáticamente
terroríficos.
La presencia de Luis Echevarría, antiguo secretario de gobernación y encargado de
crear un comité de seguridad en los tristes sucesos de Octubre de 1968, no es
anecdótica sino deliberada. El clima de Mayo del 68 salpicó a toda
Latinoamérica de forma dispar, dependiendo de cada país y de cada realidad,
pero compartiendo una misma característica: el cercenamiento con una contundente
violencia descarnada contra una renovación generacional. El grito (Leobardo López Aretche, 1968) es la
película seminal en ese sentido, ya no solamente para una cinematografía como
la azteca, sino que alimentará a una monumental e imprescindible película como La batalla de chile (Patricio Guzmán, 1975-1979). Y también suena diegéticamente en el entramado de Roma donde explosionará en la
secuencia de la Masacre del Corpus Christi. El momento vuelve a ser recogido
por una panorámica de derecha a izquierda: unos jóvenes buscan a otro para
matarlo. El primer plano de una pistola ya citado nos anuncia una revelación en
Cleo, quizá quien esté con los asesinos sea alguien que conoce, en ese justo
momento rompe aguas y tiene que marcharse a un hospital con la abuela y el
chofer de la familia. La secuencia se alimenta del violento contexto político
donde el presidente, repitiendo lo errores del pasado, volverá a crear nuevos
batallones para mantener a resguardo “(su)seguridad”, los llamados Halcones.
Esto lleva implícito un razonamiento, impertinentemente esclarecedor, de la
situación de banalidad y descreimiento de la sociedad mexicana que
denunciaba Cazals. Sólo hay que oír a los supervivientes de la masacre de
Tlatelolco, repitiendo a día de hoy su asombro, al rememorar los tristes hechos
y preguntarse cómo fue posible que su ejército marchase contra ellos. Esa
inocencia, esa sensación de protección conformista en las fuerzas militares, me
recordó a la misma de los jóvenes estudiantes observando Canoa. Quizás (y esto
se puede extender a cualquier parte del mundo) sea un proceso inconsciente
generado desde la falta de perspectiva educacional y promovido por una salvaje
corrupción que ahoga a una mayoría conformista en una situación de miseria
eterna, donde asumir la pasividad es un acto de fe servil. Esto estará reflejado
en la odisea de Cleo por saber qué le ha pasado a su novio Fermín (Jorge Antonio Guerrero). La joven
camina, y en algunos casos, salva los obstáculos de barro y los charcos de
agua, caminando por calles fangosas rodeadas de chabolas (las “ciudades
perdidas” que diría Buñuel de Los
Olvidados, 1950) que se extiende hasta el infinito hasta llegar a un
descampado.
Aquí, la técnica de la panorámica vuelve a mutarse en travelling
horizontal, siguiendo al personaje y al mismo tiempo retratando un mundo, una
sociedad. Delante de Cleo pasa un niño disfrazado de astronauta con unas cajas,
o al fondo del plano, como si la vida pasase “realmente” ante la protagonista,
gente mirando un espectáculo circense de un hombre cohete. La carpa también se
correrá ante Cleo y ante nosotros, cuando por fin encuentre a su novio. Fermín
está entrenando en un descampado con un grupo de jóvenes y la protagonista
decide pedirle alguna explicación de su desaparición, sobre todo sabiendo que está
embarazada de él. Vemos planos generales de un grupo de jóvenes entrenando un
arte marcial con palos. Alrededor de ellos se congregan la gente mirándolos y
divirtiéndose con ellos. Conviene señalar la condición de espectáculo siendo
disfrutado por el público a su alrededor.
El dominio del grupo ejercido bajo su
pasividad. Uno siendo controlado por unos siniestros personajes, vestidos con
ropa militar o de calle y entre ellos, la figura de un ridículo entrenador,
disfrazado como si fuese el mítico Santo, dándoles lecciones de concentración y
haciéndoles repetir un bufo ejercicio, que ninguno de los allí congregados sabe
hacerlo correctamente, salvo Cleo que lo copia a la perfección. La masa engatusada
para hacer cualquier cosa, embelesada, sometida a la decisión de uno. De ahí a
convertirlos en asesinos hay poco trecho, simplemente cambiándoles un palo por
una pistola. Aquí también se reflejará muy bien el contexto social, haciéndonos
partícipe de quien podría terminar en uno de esos batallones paramilitares. Los más desfavorecidos, aquellos que no tiene
nada y pueblan la búsqueda de Cleo, y a los que se les puede prometer de todo.
Pero hay otro apunte muy interesante. Uno de poderosa raigambre identificativa
con el actante. Con esta secuencia hemos pasado de la caricatura a la violencia de los personajes, una transición lógica si atendemos al comportamiento que han
ido teniendo en su relación. En un primer encuentro, en una habitación de
hotel, Fermín la hace partícipe de una escenificación (repite los mismos
movimientos con una vara de una bañera pero desnudo), no hay más que ver cómo
Cleo le dedica una mirada de resignación por la futilidad del hecho y de
cariño, arqueando su sonrisa hacia un lado, se está enamorando de él y después,
en el descampado, antes de subir a un camión ya no de jóvenes sino de sicarios
institucionalizados, Fermín la llegará a amenazar con matarla, a ella y a su bebé. El rostro de Cleo se ha transformado
pero no sólo el de ella, el de espectador también lo ha hecho. Hemos pasado de
la sonrisa del primer momento a su congelación en el segundo. Cosa curiosa, si creíamos que esto de la
inocencia no nos podría salpicar, films como Roma, nos posiciona a todos ante
ese candor y eleva a su protagonista a casi heroína mitológica cuando “salva de
las aguas” a los niños que tiene a su cuidado, sabiendo que no sabe nadar.
No
importa, una puede ser tontamente inocente (el desengaño amoroso), la pueden
insultar (el padre le echa la culpa de las excreciones de un perro que no sale
nunca de paseo) o llegar a ser ninguneada (cuando la ingresan para dar a
luz, la abuela solamente sabe su nombre, no sabe nada más de
ella) que ella lo soportará. Sus actos son de una inconsciencia terrible pero
ejemplifican una honestidad inquebrantable que la posicionan en un lugar
privilegiado, como símbolo (y sus actos son simbólicos al respecto, cuando suba
una escalera, dirigiéndose a ese refugio que es la azotea donde ha tenido un
momento de intimidad con el más peque de la casa, haciéndose la muerta con él
mismo), como vínculo ya no solamente de una familia sino de una sociedad que ha
estado ninguneando a las trabajadoras domésticas durante años, y donde los
mexicanos han construido familias enteras.
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