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martes, 4 de diciembre de 2018

A PROPÓSITO DE N. Episodio segundo.



Se terminó la noción “romántica” de ver las películas solamente en la pantalla grande”.
                                                                                                                     Ted Sarandos.

El encargado del departamento de contenidos en Netflix recuerda su primer acercamiento a la empresa, como un viaje a Marte. Lo que más le llamó la atención fue un cierto caos representado por infinidad de cajas distribuidas desordenadamente por todos lados. Lo que estaba viendo, y en ese momento no era consciente, era el objeto que hacía posible el envío de miles de dvds a millares de casas en Estados Unidos. Gracias a esas cajas, estaban manteniendo el negocio, uno que cambiaría drásticamente con la irrupción de Internet. Con el paso del tiempo el empresario cambió de actitud y empezó a apostar por la compañía. Se produjo un interesante proceso mental, pasó de la duda sobre su futuro laboral a creer en el proyecto de Reed Hastings, convirtiendo su decisión en acto de fe. Hoy en día ya sabemos qué es el streaming y cómo utilizarlo, pero en los días pioneros de la técnica digital debió ser complicado comprender el presente con vistas a un futuro incierto. El concepto de apuesta es vital ya no sólo en el mundo empresarial, sino en todo aquello que nos preocupa. El desafío a lo desconocido indica el camino, pero es uno peligroso. Lo mismo tendría que haber pensado Alfonso Cuarón cuando se alió con Netflix para sacar adelante su nuevo proyecto, Roma (2018). Algo tuvieron que ver para producir el film al creador mejicano. Es cierto que Cuarón no es el mismo que hace unos años, cuando empezaba a ser reconocido por películas como Y tu mamá también (2011) por ejemplo, pero qué duda cabe que su proyecto más reciente es uno personal, honesto y valiente. Un regreso, desde el altar industrial, a un cine más intimista, más pequeño, aunque como veremos, seguirá intentando romper con lo establecido o, por lo menos, con esa sensación rancia de acotar los géneros y las formas visuales. Roma podría calificarse de film contradictorio en un sentido técnico. Rodada en digital de 65 mm en blanco y negro, la sensación que uno tiene es que está contemplando, efectivamente, una película en blanco y negro pero una contemporánea. Al director no le interesa un blanco y negro referencial, más bien está abrazando un cromatismo moderno, alejándonos de una posible elegía de un tiempo perdido. También rompe con la concepción de la puesta en escena intimista, aunque existen momentos para la intimidad por supuesto, y también transforma el proceso identificativo entre el espectador y el personaje. En definitiva pequeños destellos de observación, o mejor dicho, recuerdos de un mundo.


Roma. Asalto a la inocencia.

Ese México nos parecía detestable, queríamos mostrar el otro México. El que conocemos, donde está la ignorancia, la deodez, la falta de educación, la miseria, […]. Mucho más que la intención de hacer películas, queríamos hablar de otra cosa y eso nos exigía implicarnos en temas políticos.
                                                                                          Felipe Cazals en Canoa (1975).

Roma nos cuenta los recuerdos de Alfonso Cuarón (su infancia en los años setenta del siglo pasado) y Canoa, describe un suceso del pretérito perteneciente a los sesenta (el linchamiento de cinco empleados universitarios y un campesino que los hospedó, en San Miguel Canoa). ¿Por qué elegir Canoa y no otra película mejicana, o mejor dicho, por qué no elegir a otro director azteca? No sólo Cuarón pero también podríamos citar a Iñárritu o Del Toro, cineastas de rabiosa actualidad, que consideran a Cazals como uno de sus maestros y sus films, piedras angulares de la filmografía universal. Cuando el prestigioso sello Criterion decidió sacar una nueva copia de Canoa, no lo dudaron ni por un segundo, tanto Guillermo como Alfonso aparecieron en los extras del DVD/Bluray, haciendo el primero una presentación de la película y el segundo una masterclass con el maestro. Los relatos de Roma y Canoa están relacionados con un año y no es el de la producción de sus respectivos trabajos: 1968. El 14 de Septiembre de ese año se produjo el linchamiento y, solamente 18 días después, el 2 de Octubre, se produjo la masacre de Tlatelolco en la Plaza de las tres culturas de la capital mexicana. Tres años después, sucederá otra masacre, la del Corpus Christi o llamada el Halconazo, en el D.F. de la cual Cuarón tomará buena nota.


La violencia imbrica la estructura de las dos películas pero con diferente ímpetu narrativo. Para una supone su eje vertebrador (Canoa), y por tanto su mostración directa de los hechos, y para la otra (Roma), es una nota a pie de su diégesis, y por tanto tiene más de demostración  elusiva. De hecho existen dos planos que se comunican entre ambas ficciones, uniéndose en ese “metadiscurso” sobre la potestad de la violencia y su control. Coinciden en dos momentos intensos de ambos relatos. En Canoa, un personaje se acerca a cámara portando un hacha, posicionándose en plano detalle al espectador y en Roma, es una pistola ubicada en la misma posición y mostrándose de igual manera al testigo de la narración. Resonancias formales que se nutren de un mismo contenido para posicionar su denuncia sobre un mismo tiempo. Lo expresa mejor Cazals cuando revisitó su film en los institutos, mostrándolo a los jóvenes. Éstos al finalizar las proyecciones se mostraban descreídos, porque no pensaban que este tipo de cosas pasaba en su país y, porque pensaban que era algo impensable que se les hiciese a jóvenes como ellos: “luego entonces la película si educa. El cine es mucho más cabrón de lo que parece y para eso está hecho.” Si nos quedásemos con las palabras del veterano director mexicano, tendríamos al principio la construcción de una denuncia y al final, su análisis. Pues bien, Roma denuncia y analiza pero de una manera marginal. Es por esa razón que sus mecanismos de contestación no sean tan directos  como los de Canoa y prefieren perderse en los detalles (los íntimos y los sociales).
Dado que la película de Cuarón es una rodada cronológicamente, es importante fijarse en su comienzo mismo. La génesis del relato es una apuesta por un discurso lateral de los hechos. Arranca con un primer plano de unas baldosas en el suelo. La imagen por lógica sería la que protagonizará el susodicho plano, que lo es, pero lo prioritario está construido bajo otro punto de vista, el sonoro, por tanto nos encontraremos con un proceso curioso y tremendamente difuso como es el de la auricularización, estableciéndose la ficción bajo los parámetros del fuera de campo cinematográfico. Escuchamos como el agua se vierte sobre la superficie y después oímos una frotación. Emerge el milagro. La superficie de baldosas es una opaca pero con la invasión del agua, se vuelve diáfana y se conforma una especie de marco por donde vemos reflejado un avión que pasa de un lado a otro.


Las sucesivas incorporaciones del líquido y el posterior fregado del suelo con esas burbujitas del jabón Roma, típico de la época, harán desaparecer y regresar la imagen, convirtiendo la puesta en escena en algo que pareciese nacido del azar creativo. Nada más lejos de la realidad. Stéphane Mallarmé (1842-1898) lo explicó muy bien bajo un título de un poemario suyo: “Un golpe de dados jamás abolirá el azar”. La opción escogida por el director para “celebrar la noción de espacio y respetar el tiempo que fluye en su interior” se conseguirá con el movimiento panorámico pivotando sobre el mismo eje de la cámara, en dos movimientos (de derecha a izquierda y viceversa), pareciendo la única solución posible para esperar que ocurra algo y la cámara lo capte. Es decir, para que los personajes dejen de actuar y simplemente existan en ese tiempo concreto, sustraído del recuerdo. Y no convendría olvidarnos de ese avión. Su presencia, ya no sólo al principio, sino durante y en al final de la historia nos conducirá a un interesante símil. Es algo lejano, perdido en las nubes, carente de protagonismo social y político en la historia pero puede ser al mismo tiempo, testigo excepcional de los hechos debido a su distancia. Además formalmente, el movimiento del avión es uno que después imitará el movimiento panorámico de la cámara ya descrito. Después de visionar la película, uno tiene la sensación, escribiendo sobre ella, de que esa aeronave bien podría ser la personificación de la protagonista, Cleo (Yalitza Aparicio), ya que aparece cuando está ella y además, sobre la misma recaerá también ese mismo movimiento oscilatorio con todo lo que la irá sucediendo y con todo lo que será testigo. No existe la duda al respecto, nos encontramos ante la construcción de una mirada, la de Cleo. Es el primer personaje en aparecer despertando, literalmente, a la casa y a sus habitantes, convirtiéndose sencillamente en nuestra guía narrativa.


A través de sus ojos miraremos el mosaico de un país donde la familia será el punto de partida para hablar de la perversa relación entre raza, clase y sexo, enquistados social y políticamente. Cuarón delega sobre ese punto de vista, al que no pertenece pero al que se somete para confeccionar su homenaje a la inocencia, ya no sólo de un personaje sino de sus gentes, realizándolo sutilmente pero al mismo tiempo, disfrazándolo de una verosimilitud maliciosa. Todos los planos generales en exteriores, salvo aquellos acontecidos en el interior de la finca, o más concretamente en sus límites, aportan el contexto político a través de un milimétrico atrezzo en forma de carteles publicitarios por las calles. Los del presidente electo Luis Echeverría son un buen ejemplo. De alguna manera, “lo político”, busca su protagonismo en la narración En la finca de la familia, la relación humana es tan potentemente estratificada, que es impensable la presencia política. Es un lugar que nos remite al anacronismo. Pareciese un señorío feudal, donde los nobles van a cazar y divertirse, y es donde mejor se ejemplifica la relación clasista de sus miembros. Cuando Cleo cambia de ambiente y deja a la familia, baja por una escalera que la conduce a otro espacio, a uno rodeada de los suyos. Por lo tanto, ya no sólo se establecen muros entre los seres humanos sino tan bien se edifican fronteras geográficas, denotando que la distancia escénica es psíquica y física al mismo tiempo, negando cualquier relación paritaria, y haciéndonos recordar al Renoir de La Regla del juego (1939), cuando posiciona a sus personajes en diferentes ambientes bajo un mismo techo. Y si bien es cierto que también esto pasaba en la casa de la colonia Roma, donde las dos trabajadoras domésticas nos regalaban una cariñosa privacidad, a la hora de hacer sus ejercicios gimnásticos o al intercambiar sus chismes, separadas del resto de la vivienda y de sus habitantes, el director  nos deja entrever en esos retazos de cotidianidad la posibilidad de una alianza, la edificación de una esperanza, aunque sea una marginal: la mano del niño más pequeño posándose sobre el hombro de Cleo y ésta agradeciéndole, rozándolo cariñosamente cuando toda la familia está absorta viendo la televisión.


Existe otra diferencia sustancial entre los dos únicos escenarios protagónicos de la historia, donde conviene resaltar el componente de género. En la finca, la presencia del hombre es notoria, o diríamos que la femenina es bastante conformista, mientras que en la casa es casi ausente. Es más, Cuarón nos presenta a su padre, descuartizado hitchcockianamente en planos detalle y primeros planos. La figura del hombre en  la finca es más protagónica, son los garantes de la acción, los que pueden ejercer la violencia y aparecen disparando o intentando aprovecharse de alguna de sus habitantes y también son los primeros en caer en las garras de Baco, mostrándose un irónico cruce entre fortaleza y debilidad. La ridícula aparición de las armas, disparando a la nada (otra vez la figura del off cinematográfico) pudiese presagiar el advenimiento de la violencia, pero ya hemos sido testigos de otro aviso, en forma de terremoto, cuando Cleo está en el Hospital y se produce el temblor. Es un vaticinio narrativo de algo que hará transformar al personaje, se va a convertir en madre, aunque el plano con los cascotes sobre una incubadora de un bebé prematuro no auguran nada bueno al respecto, y también se cierne sobre el panorama político una mutación. Atrás dejaremos los bulliciosos planos generales de la gente disfrutando de la vida en la calle, invadiendo las tiendas, los cines, siendo registrados por travellings horizontales para acabar con otros tipos de planos generales (los de la manifestación por ejemplo), rodados en la distancia, parapetando a sus testigos, y de una cualidad estáticamente terroríficos.


La presencia de Luis Echevarría, antiguo secretario de gobernación y encargado de crear un comité de seguridad en los tristes sucesos de Octubre de 1968, no es anecdótica sino deliberada. El clima de Mayo del 68 salpicó a toda Latinoamérica de forma dispar, dependiendo de cada país y de cada realidad, pero compartiendo una misma característica: el cercenamiento con una contundente violencia descarnada contra una renovación generacional. El grito (Leobardo López Aretche, 1968) es la película seminal en ese sentido, ya no solamente para una cinematografía como la azteca, sino que alimentará a una monumental e imprescindible película como La batalla de chile (Patricio Guzmán, 1975-1979). Y también suena diegéticamente en el entramado de Roma donde explosionará en la secuencia de la Masacre del Corpus Christi. El momento vuelve a ser recogido por una panorámica de derecha a izquierda: unos jóvenes buscan a otro para matarlo. El primer plano de una pistola ya citado nos anuncia una revelación en Cleo, quizá quien esté con los asesinos sea alguien que conoce, en ese justo momento rompe aguas y tiene que marcharse a un hospital con la abuela y el chofer de la familia. La secuencia se alimenta del violento contexto político donde el presidente, repitiendo lo errores del pasado, volverá a crear nuevos batallones para mantener a resguardo “(su)seguridad”, los llamados Halcones. Esto lleva implícito un razonamiento, impertinentemente esclarecedor, de la situación de banalidad y descreimiento de la sociedad mexicana que denunciaba Cazals. Sólo hay que oír a los supervivientes de la masacre de Tlatelolco, repitiendo a día de hoy su asombro, al rememorar los tristes hechos y preguntarse cómo fue posible que su ejército marchase contra ellos. Esa inocencia, esa sensación de protección conformista en las fuerzas militares, me recordó a la misma de los jóvenes estudiantes observando Canoa. Quizás (y esto se puede extender a cualquier parte del mundo) sea un proceso inconsciente generado desde la falta de perspectiva educacional y promovido por una salvaje corrupción que ahoga a una mayoría conformista en una situación de miseria eterna, donde asumir la pasividad es un acto de fe servil. Esto estará reflejado en la odisea de Cleo por saber qué le ha pasado a su novio Fermín (Jorge Antonio Guerrero). La joven camina, y en algunos casos, salva los obstáculos de barro y los charcos de agua, caminando por calles fangosas rodeadas de chabolas (las “ciudades perdidas” que diría Buñuel de Los Olvidados, 1950) que se extiende hasta el infinito hasta llegar a un descampado.


Aquí, la técnica de la panorámica vuelve a mutarse en travelling horizontal, siguiendo al personaje y al mismo tiempo retratando un mundo, una sociedad. Delante de Cleo pasa un niño disfrazado de astronauta con unas cajas, o al fondo del plano, como si la vida pasase “realmente” ante la protagonista, gente mirando un espectáculo circense de un hombre cohete. La carpa también se correrá ante Cleo y ante nosotros, cuando por fin encuentre a su novio. Fermín está entrenando en un descampado con un grupo de jóvenes y la protagonista decide pedirle alguna explicación de su desaparición, sobre todo sabiendo que está embarazada de él. Vemos planos generales de un grupo de jóvenes entrenando un arte marcial con palos. Alrededor de ellos se congregan la gente mirándolos y divirtiéndose con ellos. Conviene señalar la condición de espectáculo siendo disfrutado por el público a su alrededor.


El dominio del grupo ejercido bajo su pasividad. Uno siendo controlado por unos siniestros personajes, vestidos con ropa militar o de calle y entre ellos, la figura de un ridículo entrenador, disfrazado como si fuese el mítico Santo, dándoles lecciones de concentración y haciéndoles repetir un bufo ejercicio, que ninguno de los allí congregados sabe hacerlo correctamente, salvo Cleo que lo copia a la perfección. La masa engatusada para hacer cualquier cosa, embelesada, sometida a la decisión de uno. De ahí a convertirlos en asesinos hay poco trecho, simplemente cambiándoles un palo por una pistola. Aquí también se reflejará muy bien el contexto social, haciéndonos partícipe de quien podría terminar en uno de esos batallones paramilitares. Los más desfavorecidos, aquellos que no tiene nada y pueblan la búsqueda de Cleo, y a los que se les puede prometer de todo. Pero hay otro apunte muy interesante. Uno de poderosa raigambre identificativa con el actante. Con esta secuencia hemos pasado de la caricatura a la violencia de los personajes, una transición lógica si atendemos al comportamiento que han ido teniendo en su relación. En un primer encuentro, en una habitación de hotel, Fermín la hace partícipe de una escenificación (repite los mismos movimientos con una vara de una bañera pero desnudo), no hay más que ver cómo Cleo le dedica una mirada de resignación por la futilidad del hecho y de cariño, arqueando su sonrisa hacia un lado, se está enamorando de él y después, en el descampado, antes de subir a un camión ya no de jóvenes sino de sicarios institucionalizados, Fermín la llegará a amenazar con matarla, a ella y a su bebéEl  rostro de Cleo se ha transformado pero no sólo el de ella, el de espectador también lo ha hecho. Hemos pasado de la sonrisa del primer momento a su congelación en el segundo.  Cosa curiosa, si creíamos que esto de la inocencia no nos podría salpicar, films como Roma, nos posiciona a todos ante ese candor y eleva a su protagonista a casi heroína mitológica cuando “salva de las aguas” a los niños que tiene a su cuidado, sabiendo que no sabe nadar.
No importa, una puede ser tontamente inocente (el desengaño amoroso), la pueden insultar (el padre le echa la culpa de las excreciones de un perro que no sale nunca de paseo) o llegar a ser ninguneada (cuando la ingresan para dar a luz, la abuela solamente sabe su nombre, no sabe nada más de ella) que ella lo soportará. Sus actos son de una inconsciencia terrible pero ejemplifican una honestidad inquebrantable que la posicionan en un lugar privilegiado, como símbolo (y sus actos son simbólicos al respecto, cuando suba una escalera, dirigiéndose a ese refugio que es la azotea donde ha tenido un momento de intimidad con el más peque de la casa, haciéndose la muerta con él mismo), como vínculo ya no solamente de una familia sino de una sociedad que ha estado ninguneando a las trabajadoras domésticas durante años, y donde los mexicanos han construido familias enteras.


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